¿Para qué sirve un Diccionario Biográfico? En principio, para poco. Excepto los académicos y algún que otro curioso ocasional, este tipo de diccionarios están concebidos como una herramienta heurística, una referencia que ilumine sobre el perfil general de una figura histórica relevante. Estos diccionarios son libros caros y pesados, solo tienen una proyección popular en cuanto pueden servir de soporte teórico a la publicación de libros de texto u obras y revistas de divulgación histórica. La polémica surge cuando la sociedad percibe que la Real Academia de la Historia, lejos de eludir los pliegues subjetivos e ideológicos del texto, los expone con total impudicia, abriendo un campo sembrado a la discusión pública y el enfrentamiento político. En teoría, no debiera existir ningún conflicto entre la Academia y la clase política. La Real Academia de la Historia es una institución independiente y científica -como también lo es la RAE-, que debe remitirse exclusivamente a un discurso ajeno a modas, ideologías y presiones externas. Asimismo, la clase política debe mantenerse al margen de su actividad interna y, por supuesto, no imponer su propia versión de la HIstoria española. Esta es la actitud que debemos exigir la ciudadanía, a fin de que la Historia no se convierta en un folletín propagandístico en manos del gobierno de turno o la opinión pública imperante. Esto nos asegura que la Historia se ajuste a la verdad y no ésta a las opiniones e ideas de determinados grupos. Pero ¿qué sucede si es la propia Academia quien incurre en la instrumentalización ideológica del texto? En este caso, la respuesta indignada de parte de la clase política y de la sociedad civil está más que justificada. La Academia está obligada a hacer converger este tipo de textos históricos en un consenso hermenéutico. En lugar de esto, se limitó a encargar la redacción de cada entrada del diccionario a un historiador supuestamente competente, sin arbitrar un proceso de evaluación y depuración de aquellos textos que pudieran incurrir en falacia, retórica o politización del discurso.
El género biográfico se presta ya de por sí a una mayor subjetividad que otro tipo de textos históricos; a no ser que se trate de un diccionario biográfico que deje claro que la Academia no se hace responsable de las opiniones vertidas en el mismo, ya que solo representan las ideas de aquel que las escribe. Una biografía académica busca en pocas páginas concentrar no solo datos objetivos y verificables de la vida del personaje, sino su relación con el contexto histórico en el que se inserta, a fin de valorar la aportación del personaje a la Historia. Y es aquí, en la interpretación del contexto, donde el historiador poco sensible y honesto puede con facilidad desviarse de su objetivo. Por otro lado, no existe dentro de la propia Academia una unidad de discurso que sirva de referencia a la sociedad a la hora de valorar los hechos históricos que rodean a la Guerra Civil. El contagio ideológico es una lacra letal en el seno de la propia institución. Ni siquiera conceptos como totalitarismo, autoritarismo, dictadura o golpe de Estado, que fuera de España quedan claros y distintos, poseen un significado unificado para nuestra Academia. Así, la figura de Franco bascula entre la dictatoria, el autoritarismo y la imagen de benefactor de la patria, según quien pontifique el aserto. ¿Existe acaso objetividad en el siguiente frase de la entrada dedicada al fundador del Opus: «El 14 de febrero de 1930, mientras celebraba la santa misa, Dios le hizo entender que el Opus Dei estaba dirigido también a las mujeres»? Introducir como hecho histórico verificable la comunicación entre Dios y sus fieles es a todas luces un grotesco despropósito, que invalida como historiador a quien lo escribe y deslegitima a la Academia como institución académica respetable.
Quizá ni siquiera debiera existir un diccionario biográfico, ya que la Academia no está preparada para ofrecer un mínimo de objetividad que ayude a generar entre la ciudadanía un consenso social sostenible. La Academia de la Historia no solo tiene una función académica o profesional; es una institución que ofrece un servicio social. El discurso histórico debe ser un mapa sobre el que la sociedad oriente su propio presente. Este mapa debe contribuir a una comprensión de la Historia desapegada de afectos personales. No debemos confundir la memoria histórica individual (e intransferible) con el reto de edificar una Memoria colectiva que aliente una conciliación de discursos, sin perder el rigor objetivo que exige la Historia. Esta Memoria colectiva es hoy por hoy una entelequia, ciencia ficción en nuestro país. Y a esta esclerosis ha contribuido especialmente la clase política, quien insiste en polarizar su discurso, en vez de servir de mediadora que propicie un consenso histórico sin ira ni maniqueísmos. La sociedad demanda objetividad histórica y conciliación nacional; nada más, y nada menos. Está harta de que, cada vez que se habla de nuestro pasado más reciente, un pugilismo infantil y partidista presida el debate, sin posibilidad de consenso o siquiera un silencio complaciente.
Es lícito que la clase política solicite que se retire el Diccionario Biográfico, pero no tanto para complacer su visión subjetiva y parcial de la Historia, sino para exigir que, nos guste o no, la Real Academia haga su trabajo con seriedad y sin injerencias ideológicas. El peor enemigo de la Historia es la mentira y la manipulación, vengan éstas desde dentro de la Academia o de las fuerzas políticas.
Ramón Besonías Román
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