El viejo profesor dictaba cada día su clase magistral, mirando al techo del aula. Apenas regresaba la mirada al frente, apenas miraba cara a cara a sus alumnos. El viejo profesor atesoraba varias manías, todas veniales, todas tan prosaicas que resultaba difícil no perdonarlas. El viejo profesor casi siempre miraba al techo mientras declamaba la lección. Sus alumnos disfrutaban pegando bolas de papel humedecidas con saliva en el techo, a lo largo de la ruta que recorría el viejo profesor, aula arriba, aula abajo. En cierta ocasión, un alumno subió una silla a una mesa del aula con el fin de llegar hasta el techo y poder así escribir sobre él ¡eh! ¡eh! ¡eh! Para ustedes quizá estas exclamaciones no tengan sentido alguno, pero cuando el viejo profesor elevó de nuevo, un día más, su cuello hacia el techo del aula comprendió inmediatamente la naturaleza e intenciones de aquella cadena onomatopéyica. El viejo profesor padecía la manía de acabar sus párrafos con la epífora exclamativa ¡eh!, lo que causaba durante semanas la hilaridad del alumnado, aunque con el paso del tiempo pasaba a incorporarse como una peculiaridad más del viejo profesor. Sin embargo, como bien sabe mi lector, el adolescente es por regla general propenso al exceso y a la repetición asfixiante de determinadas conductas, sobre todo si con ellas cree ganarse el aprecio de su grupo o virar la mirada de quien ama hacia su persona. Por esta razón los alumnos del viejo profesor de vez en cuando le recordaban su manía, maquinando circunloquios que levantaran la risa de los compañeros.
El viejo profesor era un saco de manías; en él se condensaban a modo de alegoría o representación un buen puñado de neuras. No solo miraba constantemente al techo o apuntalaba sus frases con un ¡eh! que sonaba más a interrogación que sorpresa. También solía levantar sus cejas a intervalos que de seguro escondían algún algoritmo subconsciente. Cuando lo hacía, sus gafas se elevaban al ritmo de sus cejas, creando un efecto que hacía las delicias de su público. Pero ninguna de estas manías superaba a una que convertía por derecho propio al viejo profesor en un ser único en su especie. Años después supe que se trata de una alteración del sistema nervioso, provocada casi siempre por estados psicológicos de ansiedad o depresión. Se denomina neurosis explicativa exponencial (N.E.E.) y consiste en una tendencia compulsiva, generalmente inconsciente, a explicar aquello que ya se ha explicado, encadenando preguntas y respuestas en un bucle que enreda tanto el discurso que al final ni el enfermo ni el receptor acaban sabiendo de qué estaban hablando al comienzo de la conversación. En su fase menos virulenta, puede confundirse con el didactismo de un monólogo socrático. El método de esta neurosis era siempre el mismo:
Uno: enunciado afirmativo sobre el asunto a tratar.
Dos: pregunta acerca de un concepto incluido dentro del enunciado anterior, casi siempre de entre aquellos que componen la última frase emitida.
Tres: definición del término elegido.
Y vuelta a empezar, en un eterno retorno que enmadeja la cuestión hasta que el alumno pierde el hilo y se aburre, poniendo en automático su cerebro. Supongamos que el viejo profesor está hablando de la fotosíntesis. La narrativa hilvanaría así: «La fotosíntesis es un proceso natural a través del cual se convierte materia inorgánica en or-gá-ni-ca, ayudándose de la energía que nos aporta la luz del sol... ¡Eh!» El viejo profesor hace una pausa, realiza un barrido visual de la clase y pregunta en tono agresivo: «¿Sabéis que es la energía? E-ner-gí-a.» Mutis. Los alumnos no necesitan saber lo que es una pregunta retórica para reconocerla cuando la oyen. «Energía es el resultado del trabajo realizado. Quien no trabaja, carece de energía... ¿Acaso saben ustedes lo que es trabajar? Seguro que no.» El viejo profesor entrelaza los dedos del sus mano a la altura del esternón y alza la cabeza hacia el techo, en un gesto más propio de quien anda ensimismado que de altivez intelectual. Antes de reanudar su diatriba, iza sus cejas. «El trabajo dignifica al hombre. Nadie que se pueda llamar humano está libre de trabajar. Trabajar es a la vez una condena y una salvación.» Pausa, retrospectiva visual y reanudación de la argumentación. «Salvación... Sí, no me miren así. He dicho bien. Salvación. Tú, ¿qué es la salvación?» El alumno, pillado de sopetón, reajusta su estructura ósea a fin de aparentar atención. Segundos después se rinde a la evidencia. No tiene ni idea. «Lo suponía, alma de cántaro, lo su-po-ní-a. Y si usted no sabe qué es la salvación, ¿cómo se supone que va a salvarse, si se tercia la ocasión?... ¡Ay, zangolotino!» El viejo profesor realiza un cambio de sentido y dirección a lo largo del pasillo central del aula, dando la espalda al alumno, aliviado éste por no tener que demostrar durante más tiempo su flagrante ignorancia. «Ahora, en su adolescencia, cuando con más razón se ven ustedes sometidos a las tentaciones del maligno, es entonces cuando debieran saber cómo salvar su alma de los múltiples obstáculos a los que nos somete nuestra naturaleza finita... Después ya será tarde, créanme.» Podría alargar hasta la saciedad este serial discursivo sin lógica ni puerto, pero como ya ha podido imaginar mi paciente lector, sería harto inútil y carente de sustento hacer girar la peonza más de lo aconsejable. Tal y como lo relato tejía el viejo profesor su inconsistente argumentación, generando en el auditorio el tedio y la desorientación. De la fotosíntesis a la salvación eterna, de la Primera Guerra Mundial a la fabricación de plástico, pasando por la diferencia entre anguilas, angulas y gulas. El viejo profesor alternaba sin nexo alguno contenidos de diferente naturaleza y temática hasta que el timbre que anunciaba el cambio de clase salvaba a los alumnos de acabar mareados en manos de esta enciclopedia cuántica.
Resulta curioso cómo pasados los años uno no recuerda a aquellos profesores que de seguro ejercieron su profesión con calidad y entrega, pero que carecían de una personalidad divergente, y sí recuerdas a aquellos otros de los que quizá no aprendiste nada o casi nada, pero cuya contingente vulnerabilidad, sus excentricidades y neurosis, impregnaron tu memoria.
Ramón Besonías Román
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