La impronta más recurrente de la posmodernidad es su carácter autorreproductivo, la querencia a traer al presente, en constante horneado, copias del original primigenio. El destino del arte contemporáneo es en sí la incapacidad de crear algo nuevo, de evitar tomar como marco creativo algo más que el studium de obras pretéritas, aderezando su discurso estético de falsa originalidad, entendida ésta no como revelación -acaecimiento, que diría Heidegger- sino como prosaica macedonia de elementos dispares. Todo arte contemporáneo está condenado a realizar un remaking del pasado.
Pero este rasgo no es tan solo patrimonio del universo artístico; afecta radicalmente a toda actividad humana. Los grandes relatos no tienen ya validez moral, entendidos éstos como un sistema coherente y cerrado, pero sí son aprovechados como remiendo discursivo para decodificar el tiempo presente o manipular su comprensión dentro de un entorno mediático, alterando su pragmática a través de enunciados perlocutivos, juego de palabras circense.
Esta lógica es especialmente recurrente en uno de los subgéneros más fértiles del arte discursivo: la política. En ella, los viejos catecismos no pueden operar ya como biblia que aglutine el sentir general de la ciudadanía, sino tan solo como recurso estilístico o mero soporte retórico. El receptor posmoderno repele los discursos omniscientes; los mastica y digestiona si vienen presentados a modo de collage y en clave emocional, nunca como reglas de uso universal y estrictamente racional. En este sentido, puede afirmarse que el diálogo difuso que mantienen entre sí los gobernantes con sus gobernados es una llamada constante a rememorar el pasado, pero sin ceder a sus consecuencias ni creer sus mandamientos más allá del happening mediático que los acompaña; una búsqueda de epifanías profanas a modo de placebo autocomplaciente. La validez de los viejos sistemas de pensamiento político cumple una estricta funcionalidad mitológica, o más bien, remitologizante, pero siempre en un plano emocional. El ciudadano vive dos experiencias; por un lado, la real y determinante, la que afecta de manera radical a su cuerpo, y por el otro, la recreada por el teatro social y político, .
El político contemporáneo no solo no cree en lo que dice, sino que también es consciente de que sus actos comunicativos son puestas en escena, actuaciones teatrales; del mismo modo que el sacerdote dice estar comiendo el cuerpo de Cristo y bebiendo su sangre, sin sentirse un antropófago, el político construye su perlocución a modo de una mera sinergía circunstancial, apoyada en retazos inconsistentes, de múltiples discursos diacrónicos, sin otra dirección que la intencionalidad subyacente: mover la voluntad del público asistente a su declamación. Para ello, debe necesariamente realizar un copy and paste, hacer ver como nuevo lo que ya ha sido dicho y está inconscientemente entronizado en el imaginario colectivo. En el fondo, no somos manipulados, disfrutamos con el engaño, queremos creer permanentemente en aquello que sabemos a ciencia cierta que solo tiene validez dentro del escenario. Nos gusta pensar que los valores con los que nos arenga el político son verdades indelebles, la resurrección milagrosa de un edén arquetípico; pero en realidad nada hay nuevo bajo el sol, solo copias fácilmente reproducibles de un relato fundacional que es imposible recuperar.
La política contemporánea sigue fielmente las reglas del arte industrial: estética vicaria (fake), facilidad de reproducción, puesta en escena, poca esperanza de vida, estilo fragmentado, moralidad instrumental y amnesia. Un partido es una marca comercial que vende un producto en constante mutación discursiva. De hecho, lo realmente importante no es -como lo fuera en las formas clásicas de discurso- que el producto sea o no bueno, adecuado, justo o moralmente sostenible. Pero sí que parezca consistente, adaptado al marco emocional y el universo cognitivo del oyente. Para ello es necesario establecer un constante maridaje con el pasado, con iconos estereotipados, conceptos que con el paso del tiempo han perdido su univocidad para entrar en el campo difuso de la polisemia.
Poco a poco, la ciudadanía va siendo más consciente de esta mutación en los marcos discursivos sobre los que se establece la acción comunicativa en política. En cristiano: cada vez creemos menos el discurso político, desvelado ante nuestros ojos como mera falsificación, y exigimos un pragmatismo riguroso y verificable. Sin embargo, este realismo político no implica que los discursos hayan menguado su poder perlocutivo. La diferencia esencial reside en el carácter difuso, moldeable y emocional de los mismos. Si un político quiere que su verbo impregne durante el tiempo suficiente en el imaginario del electorado, debe obviar la vieja lógica discursiva, sistemática y coherente, centrándose no en lo que dice, sino en cómo lo dice, qué tono utiliza, qué pausas debe establecer, qué esquemas mentales debe teclear en su auditorio.
En este sentido, las políticas conservadoras han sido más perspicaces, adaptándose con mayor rapidez a este nuevo paradigma comunicativo. Mientras que los progresistas permanecemos anclados en un catecismo decimonónico, en una dialéctica maniquea, en una atávica lealtad ideológica, sin un sólido sustrato en el que materializarse, los conservadores han sacrificado hablar de sí mismos, para centrarse en una sabia instrumentalización de los datos y en una eficaz economía discursiva, concentrada en pocos pero precisos imponderables éticos.
La capacidad remitologizadora que capitalizaba el discurso político de la izquierda europea parece bascular hoy hacia la derecha, encontrando el ciudadano abrigo idóneo para sus anhelos más primarios. Si no espabilamos, si no hacemos un acto de autocrítica eficaz, en pocas décadas la ciudadanía reinventará nuevos mitos fuera del espectro argumental de la izquierda.
Ramón Besonías Román
No deja de asombrarme que esta crisis generada por los excesos del capitalismo especulativo y el pensamiento neoliberal... tenga un discurso más eficaz que el de la izquierda que se ha quedado sin palabras, sin una cosmovisión adaptada a los tiempos. Y es cierto, la izquierda parece decimonónica cuando habla de derechos sociales conquistados... y la derecha aplasta dichos derechos pretendiendo aniquilar a los sindicatos, al pensamiento de izquierda (que ya no existe) a los que se culpa de todos los males. Me fascina que la derecha tenga un discurso mucho más atractivo en eso de que la reforma laboral protege a los desempleados que así podrán encontrar un puesto de trabajo (cuando las circunstancias cambien). Hemos de renunciar a casi todo para adaptarnos al mundo real y contemporáneo en el que no debería haber sindicatos ni partidos de izquierda profundamente nefastos y enemigos del progreso (¿qué progreso?).
ResponderEliminarEl PP ridiculizó la pretendida amnistía fiscal que sugirío el PSOE y la calificó de ocurrencia que beneficiaba a los defraudadores. Hoy defiende una amnistía fiscal pero ya no es una ocurrencia, hoy es una idea genial que beneficia a todos los españoles. El PSOE sale y dice lo mismo que decía el PP cuando estaba en la oposición, que el partido en el gobierno beneficia a los defraudadores. Pero sabemos que si gobernara haría exactamente lo mismo porque no tenemos ya mecanismos de organización del estado que no sean de derecha y ultraliberales. Es como si la izquierda no tuviera un discurso ni una política adaptados a la realidad que vivimos. Tal vez el mundo que aparecía en Blade Runner no sea tan alejado de lo que vamos a vivir aquejados de un nihilismo en el que se carezca de horizontes ni utopías hundidos en esta miseria líquida de los que gobiernan el mundo y que no pagan (salvo en Islandia) por sus crímenes y errores. La izquierda en el poder (cuando lo estuvo) no fue sino un invitado de segunda fila hasta que los amos del universo han recuperado su lugar natural. En eso estamos. Saludos.