Las apariencias no engañan



Letizia Ortiz Rocasolano ha inaugurado un seminario internacional sobre Lengua y Periodismo en San Millán de la Cogolla, con un tema tan jugoso como polémico: el uso (o desuso) del lenguaje políticamente correcto dentro del periodismo español. ¡Quién mejor que la princesa doña Letizia para hablar de esta cuestión! Nadie como ella ha tenido que aprender tan rápido las artes de la diplomacia y la retórica institucional. Aunque ya llevaba algo ganado gracias a su pasado como periodista, su entrada triunfal en el ecosistema monárquico de seguro le obligó a ceder a muchas inercias semánticas, heredadas de su etapa civil. Todos los roles sociales, en mayor o menor medida, llevan aparejados la obligación profesional de ensayar una pose pública que se adapte a la imagen que jefes y clientes esperan de nosotros. Hacerse adulto es en gran medida aprender a separar la actitud espontánea que desplegamos cuando nos sentimos a gusto en casa, entre amigos y familiares, del gesto impostado al que debemos reverencia mientras ejercemos cualquier papel social. Esta teatralidad que demanda la adaptación social no implica necesariamente falsedad, siempre y cuando se encuentre dentro de los límites que recomienda un civismo de mínimos. Otra cuestión muy diferente es hacer uso del cargo para ganar crédito, abusando de falacias y demás maquiavelismos lingüísticos, defecto propio de profesiones como el periodismo o la política.

Durante el seminario, Pedro Sanz, presidente de La Rioja, subrayó la tendencia actual por parte de políticos y periodistas de maquillar aviesas intenciones a base de eufemismos y circunloquios léxicos, y defendió la recuperación de un uso honesto del lenguaje, pese a que con ello podamos correr el peligro de incomodar la sensibilidad ajena. El discurso de Sanz queda bien en el marco de un seminario, pero una vez metido en faena, ser fiel a la voluntad de honestidad y no caer en la hueca dialéctica que protagoniza la vida política diaria se queda en eso, en mera declaración de intenciones. La lógica política está condenada a hacer uso de un lenguaje impostado, teatral, para llegar a la ciudadanía.
Nunca podemos estar seguros de que el político que nos habla lo esté haciendo con verdad, acierto u honestidad, pero sí podemos exigirle verosimilitud y coherencia en su argumentación. El centro del debate no está en el grado de incorrección política del discurso político, ya que ésta es un recurso retórico más para arribar ascuas a su hoguera. Si la incorrección vende votos o opera de eficaz estrategia deslegitimadora del oponente, se utiliza sin pudor ni escrúpulo éticos. Si, por el contrario, lo aconsejable es ceñirse a la pulcritud semántica y la asepsia verbal, pues seamos santos barones ante el respetable.

La verdad no existe en política, solo la confianza, el compromiso, la toma de decisiones, el acuerdo. Votar es un acto de fe, un salto sin red. No podemos someter al político a las mismas reglas de verificabilidad que rigen el proceso científico. La política no es una ciencia, es un arte, o más bien una artesanía. Carecemos de criterios de contrastabilidad empírica con los que testar la eficacia de una legislatura. A lo más podemos guiarnos por nuestro olfato ciudadano, por una intuición estimativa. Evaluar el ejercicio político es como mojar el dedo y orearlo para comprobar si va a llover.

Se pregunta Letizia: «¿Si cambiamos las palabras, cambia la realidad?» ¡Acaso lo dudabas, princesa! El lenguaje es el arma más potente que poseemos. Prometeo olvidó en el saco de virtudes que le pidió gestionar Zeus dotar al ser humano de capacidades físicas con las que sobrevivir, obligándonos a sustituir fuerza por inteligencia, sensibilidad olfativa por astucia, velocidad por labia. Ahora bien, las palabras son un arma que posee vida más allá del autor que las pronuncia. La flecha no siempre atina en el punto que el orador querría y en la mayoría de las ocasiones intención y ejecución andan caminos dispares. Quizá por eso en política se prefiere recurrir no a argumentos que se dirijan a la materia gris del interlocutor, sino a su bilis, a sus entrañas, a las emociones colectivas que planean sobre la ciudadanía. La política es un arte dramatúrgico más que discursivo. Importa más el efecto, la empatía del receptor, que la coherencia interna de los razonamientos. La lógica política repele el análisis sintáctico, ya que su función es meramente perlocutiva; el qué (esencia) del discurso se pone al servicio de
l cómo (apariencia). Esto no implica necesariamente que la política deba ser por definición un arte manipulativo o distorsionador de la realidad. Debería ser objetivo de todo político hacer coincidir las apariencias con sus convicciones, que no al revés. Y por la parte que nos toca, los ciudadanos deberíamos no creer todo lo que se nos dice, aprender a leer los renglones torcidos, el doble sentido, el espacio en blanco entre palabras. «El significado de una frase no está en la frase. La frase es una pista que debe procesarse e interpretarse», Marina dixit. La peor perspectiva que pudiéramos aventurar para nuestro país es dejar el futuro en manos de políticos mezquinos y ciudadanos estúpidos.

Ramón Besonías Román

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