Cameron, el actual ministro de Reino Unido, ha declarado ante los medios que los disturbios acaecidos durante estos días en su país suponen una grave quiebra moral; los padres no crían bien a sus hijos y la sociedad carece de ética. ¿Cómo puede ser que cientos de jóvenes salgan a la calle con el único objetivo de destruir propiedades e infundir el pánico entre el resto de la población? ¿Qué pasa por la cabeza de esos vándalos? ¿Por qué? Cameron quiere respuestas, pese a que solo le quede responder con la actuación policial. No entiende -como nos sucede a todos aquellos que vemos las apocalípticas imágenes de las ciudades británicas incendiadas y saqueadas- cómo pudimos llegar a algo así. No puede ser que estos sucesos solo obedezcan a la irracionalidad o al azar. ¿Qué hicimos mal? ¿Cuándo comenzaron a torcerse nuestros valores cívicos esenciales? Cameron pide respuestas, pero él mismo, su ejecutivo, es parte del problema y, por supuesto, las soluciones no son tan solo políticas, implica una reflexión social autocrítica.
Si analizamos cómo era la sociedad británica antes de los altercados, podemos afirmar que Londres ya se definía como una ciudad sitiada, sitiada por cámaras de circuito cerrado (CCTV). No existe ciudad en el mundo que posea más cámaras en las calles (superan el millón). Sin embargo, por cada mil cámaras solo se resuelve un delito. De hecho, no fue suficiente como para que Scotland Yard llegara a detectar a tiempo la que se les venía encima. Internet les ganó la baza. Un estudio reciente, realizado por Ofcom, afirma que el 60% de los adolescentes británicos son adictos a sus smartphones, especialmente la BlackBerry. Los jóvenes amotinados no provenían de un estrato social bajo; eran chicos de clase media, media-baja, ligados a posiciones radicales, antisistema, a los que pronto se unieron otros centenares, alentados por la inicial falta de previsión policial. Lo que en principio se interpretó como una respuesta visceral ante los excesos de la policía contra un joven británico, en pocas horas adquirió una dimensión que desbordaba las expectativas del ejecutivo. En un día, Londres -después otras ciudades- aparecería ante los ojos del mundo como una ciudad tomada por una ciudadanía airada y sin freno.
Pero el dato acerca de un aumento significativo de la delincuencia en Reino Unido era ya conocido desde hace años por las fuerzas de seguridad del país. La Policía Metropolitana tenía conocimiento del aumento exponencial de la violencia en Londres entre 2000 y 2009. El nivel de delincuencia en Londres es un 30% más elevado que en el resto del país, incluido Gales. Por supuesto, el aumento de la precariedad laboral está íntimamente asociado al recrudecimiento de la criminalidad. Pese a que el paro general en Reino Unido no es comparable al de un país como España (21%), el paro juvenil (personas entre 16 y 24 años) alcanzó el 20,5% en 2010. En España ronda actualmente el 43%.
Son más las preguntas que las respuestas. Hasta ahora no habíamos asistido en ninguna ciudad europea a una explosión ciudadana tan violenta y destructiva. Sabemos que dentro de la mayoría de las concentraciones populares existen grupos organizados de corte anarquista (ligados unos a la ultraderecha, otros de corte ultraizquierdista) que intentan boicotear con actitudes violentas las demandas de los ciudadanos. En España, el 15M ha visto cómo estos grupos actúan camuflados en sus concentraciones, desacreditando la legitimidad de sus acciones. Cuando esto sucede, los Estados se ven obligados a blindar las calles y limitar los derechos constitucionales de la ciudadanía. El miedo actúa como acicate para que los gobiernos reduzcan libertades, apoyados en la seguridad nacional. Es de esperar que tras esta crisis social Reino Unido fortalezca su seguridad interna y establezca nuevos protocolos de vigilancia que resentirán de seguro su sensación de libertad, aunque con ello también aumente la de sentirse seguros.
Es más fácil atacar las consecuencias que reflexionar acerca de las causas, realizar un análisis calmado acerca de los factores socioculturales y económicos que condicionan este tipo de disensiones sociales. Además, después de una crisis como ésta es más popular y electoralmente más goloso ofrecer a la ciudadanía soluciones expeditivas que un estudio meditado sobre las causas y su forma de encauzarlas hacia la cohesión y la convivencia sociales. Por otro lado, no son pocos los que aprovechan estos vientos para atacar con populismos falaces las políticas de inmigración, el multiculturalismo y el futuro de una Europa abierta y tolerante. No parece probable que los signos de los tiempos alienten la esperanza de que la conflictividad social baje o que la ciudadanía esté menos distante y cabreada con sus instituciones públicas. Sin embargo, lo sensato es no hacer mudanza en tiempos de desolación, mantener la calma y la templanza, confiar en valores comunes que refuerzan nuestra convivencia, sin ceder al encanto de la desesperanza.
Si analizamos cómo era la sociedad británica antes de los altercados, podemos afirmar que Londres ya se definía como una ciudad sitiada, sitiada por cámaras de circuito cerrado (CCTV). No existe ciudad en el mundo que posea más cámaras en las calles (superan el millón). Sin embargo, por cada mil cámaras solo se resuelve un delito. De hecho, no fue suficiente como para que Scotland Yard llegara a detectar a tiempo la que se les venía encima. Internet les ganó la baza. Un estudio reciente, realizado por Ofcom, afirma que el 60% de los adolescentes británicos son adictos a sus smartphones, especialmente la BlackBerry. Los jóvenes amotinados no provenían de un estrato social bajo; eran chicos de clase media, media-baja, ligados a posiciones radicales, antisistema, a los que pronto se unieron otros centenares, alentados por la inicial falta de previsión policial. Lo que en principio se interpretó como una respuesta visceral ante los excesos de la policía contra un joven británico, en pocas horas adquirió una dimensión que desbordaba las expectativas del ejecutivo. En un día, Londres -después otras ciudades- aparecería ante los ojos del mundo como una ciudad tomada por una ciudadanía airada y sin freno.
Pero el dato acerca de un aumento significativo de la delincuencia en Reino Unido era ya conocido desde hace años por las fuerzas de seguridad del país. La Policía Metropolitana tenía conocimiento del aumento exponencial de la violencia en Londres entre 2000 y 2009. El nivel de delincuencia en Londres es un 30% más elevado que en el resto del país, incluido Gales. Por supuesto, el aumento de la precariedad laboral está íntimamente asociado al recrudecimiento de la criminalidad. Pese a que el paro general en Reino Unido no es comparable al de un país como España (21%), el paro juvenil (personas entre 16 y 24 años) alcanzó el 20,5% en 2010. En España ronda actualmente el 43%.
Son más las preguntas que las respuestas. Hasta ahora no habíamos asistido en ninguna ciudad europea a una explosión ciudadana tan violenta y destructiva. Sabemos que dentro de la mayoría de las concentraciones populares existen grupos organizados de corte anarquista (ligados unos a la ultraderecha, otros de corte ultraizquierdista) que intentan boicotear con actitudes violentas las demandas de los ciudadanos. En España, el 15M ha visto cómo estos grupos actúan camuflados en sus concentraciones, desacreditando la legitimidad de sus acciones. Cuando esto sucede, los Estados se ven obligados a blindar las calles y limitar los derechos constitucionales de la ciudadanía. El miedo actúa como acicate para que los gobiernos reduzcan libertades, apoyados en la seguridad nacional. Es de esperar que tras esta crisis social Reino Unido fortalezca su seguridad interna y establezca nuevos protocolos de vigilancia que resentirán de seguro su sensación de libertad, aunque con ello también aumente la de sentirse seguros.
Es más fácil atacar las consecuencias que reflexionar acerca de las causas, realizar un análisis calmado acerca de los factores socioculturales y económicos que condicionan este tipo de disensiones sociales. Además, después de una crisis como ésta es más popular y electoralmente más goloso ofrecer a la ciudadanía soluciones expeditivas que un estudio meditado sobre las causas y su forma de encauzarlas hacia la cohesión y la convivencia sociales. Por otro lado, no son pocos los que aprovechan estos vientos para atacar con populismos falaces las políticas de inmigración, el multiculturalismo y el futuro de una Europa abierta y tolerante. No parece probable que los signos de los tiempos alienten la esperanza de que la conflictividad social baje o que la ciudadanía esté menos distante y cabreada con sus instituciones públicas. Sin embargo, lo sensato es no hacer mudanza en tiempos de desolación, mantener la calma y la templanza, confiar en valores comunes que refuerzan nuestra convivencia, sin ceder al encanto de la desesperanza.
Ramón Besonías Román
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