Hasta ahora era natural y de sentido común que en un Estado Social, del Bienestar, el ciudadano tuviera derechos básicos asegurados (salud, educación, justicia) sin tener que pagar ni un euro por ellos; es tarea del ejecutivo costear y proteger esos servicios, considerados inalienables, dada la base constitucional que los ampara. La situación de crisis económica ha provocado que algunos políticos conservadores aprovechen la coyuntura para empezar a lanzar globos sonda, en defensa de un copago de esos servicios sociales. El copago ahorraría al Estado una gran suma de dinero. U ofrecemos un servicio deficiente, que endeudaría aún más las arcas del Estado, o mantenemos su calidad aportando cada ciudadano parte del coste que genera. La insistencia del PP en el copago como solución al mantenimiento de los servicios sociales no hace sino poner de manifiesto su visión minimalista del Estado social. Los conservadores sueñan con un sistema de servicios clasista. Los ciudadanos con pocos recursos tendrían derecho a un servicio (por ejemplo) sanitario exiguo y limitado, mientras que aquellos ciudadanos que puedan permitírselo dispondrían del servicio premium, para clientes vip.
Pero existen alternativas menos lesivas, como establecer un plan exhaustivo de sostenibilidad, reorganizando de forma eficaz estos servicios; seguir ofreciendo un servicio gratuito de calidad, pero desechando aquellos gastos y excesos que puedan ser prescindibles a corto y medio plazo, a la espera de que nuestra economía reflote. Uno de los graves problemas de los servicios públicos es la ausencia o ineficacia de su inspección. Todos tenemos la sensación de que en muchas ocasiones se gasta mucho y mal. Una reestructuración de estos servicios podría suponer un ahorro sustancial para el Estado. Por otro lado, está pendiente un acuerdo con las farmacéuticas que ponga por encima el derecho de los ciudadanos a la salud a los millonarios beneficios que los medicamentos generan a estas multinacionales. Salvo que se agoten el resto de posibilidades, es imprescindible no tocar el derecho de todos y cada uno de los ciudadanos a estos servicios básicos. No deberíamos debilitar los esfuerzos y logros que se han realizado en la construcción de nuestro Estado Social, apoyándonos en el miedo y las incertidumbres que genera la crisis; hacerlo supondría a largo plazo plegarnos a la injusticia de un modelo que ofrece calidad de vida en función de la renta. Si tienes dinero, pues págatelo; si no lo tienes, lo siento.
Tenemos la obligación moral de mantener nuestro Estado Social; estamos obligados a esforzarnos, a ser más creativos y valientes, a no ceder ante la desesperanza. En vez de pensar en desarmar nuestro Estado de Bienestar, es prioritario proponer medidas auxiliares que abaraten los servicios, sin por ello restarles calidad. Pero este compromiso debe ser colectivo; no basta con que los políticos rediseñen estos modelos de asistencia, si la ciudadanía nos instalamos en la idea de que la gratuidad me da derecho a utilizarlos sin medida ni sentido común. Debemos ser autocríticos; la sensibilidad del ciudadano hacia los servicios públicos deja mucho que desear; creemos que el derecho a disponer de estos servicios nos da también derecho a abusar de ellos. No apreciamos el esfuerzo colectivo que supone mantener estos servicios. Otros países europeos poseen un mayor respeto hacia lo público y la organización de sanidad, justicia y educación es más equilibrada y sostenible. La crisis pone a prueba nuestra capacidad de resistencia ante las adversidades; y ésta no puede encontrar fuerza si no es a través de nuestro sentido de colectividad, de pertenencia a un proyecto común. De lo contrario, el miedo de algunos a perder tajada, alentará la adopción de modelos discriminatorios, de los que ya sabemos quiénes saldrán pagando el pato.
Pero existen alternativas menos lesivas, como establecer un plan exhaustivo de sostenibilidad, reorganizando de forma eficaz estos servicios; seguir ofreciendo un servicio gratuito de calidad, pero desechando aquellos gastos y excesos que puedan ser prescindibles a corto y medio plazo, a la espera de que nuestra economía reflote. Uno de los graves problemas de los servicios públicos es la ausencia o ineficacia de su inspección. Todos tenemos la sensación de que en muchas ocasiones se gasta mucho y mal. Una reestructuración de estos servicios podría suponer un ahorro sustancial para el Estado. Por otro lado, está pendiente un acuerdo con las farmacéuticas que ponga por encima el derecho de los ciudadanos a la salud a los millonarios beneficios que los medicamentos generan a estas multinacionales. Salvo que se agoten el resto de posibilidades, es imprescindible no tocar el derecho de todos y cada uno de los ciudadanos a estos servicios básicos. No deberíamos debilitar los esfuerzos y logros que se han realizado en la construcción de nuestro Estado Social, apoyándonos en el miedo y las incertidumbres que genera la crisis; hacerlo supondría a largo plazo plegarnos a la injusticia de un modelo que ofrece calidad de vida en función de la renta. Si tienes dinero, pues págatelo; si no lo tienes, lo siento.
Tenemos la obligación moral de mantener nuestro Estado Social; estamos obligados a esforzarnos, a ser más creativos y valientes, a no ceder ante la desesperanza. En vez de pensar en desarmar nuestro Estado de Bienestar, es prioritario proponer medidas auxiliares que abaraten los servicios, sin por ello restarles calidad. Pero este compromiso debe ser colectivo; no basta con que los políticos rediseñen estos modelos de asistencia, si la ciudadanía nos instalamos en la idea de que la gratuidad me da derecho a utilizarlos sin medida ni sentido común. Debemos ser autocríticos; la sensibilidad del ciudadano hacia los servicios públicos deja mucho que desear; creemos que el derecho a disponer de estos servicios nos da también derecho a abusar de ellos. No apreciamos el esfuerzo colectivo que supone mantener estos servicios. Otros países europeos poseen un mayor respeto hacia lo público y la organización de sanidad, justicia y educación es más equilibrada y sostenible. La crisis pone a prueba nuestra capacidad de resistencia ante las adversidades; y ésta no puede encontrar fuerza si no es a través de nuestro sentido de colectividad, de pertenencia a un proyecto común. De lo contrario, el miedo de algunos a perder tajada, alentará la adopción de modelos discriminatorios, de los que ya sabemos quiénes saldrán pagando el pato.
Ramón Besonías Román
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