Érase una vez, en un tiempo no tan lejano, en el que estaba bien visto -aún lo está, aunque sea menos creíble- declarar que no tenías nada contra los homosexuales, que tenías muchos amigos gais; era una forma de evitar sospechas homófobas y, de paso, lucir ante la platea una inmaculada corrección política. Ahora lo cool es apoyar la causa del 15M, todo el mundo es fan del movimiento ciudadano. Casi nadie se atreve -menos aún si está comprometida su imagen pública- a enemistarse con la voz popular de los indignados. Porque -¡como no!- todos somos unos convencidos demócratas, amantes de la libertad de expresión y los trending topics. El último en unirse a este club de animosos simpatizantes ha sido Pau Gasol, quien afirmó recientemente, en un alarde de espíritu olímpico, que el 15M es "un acto de esperanza y de lucha" por mejorar. Todo el mundo quiere al 15M, everyone loves the 15M. Es raro que ninguna gran empresa de ocio y entretenimiento haya registrado aún la marca 15M para sí, aunque al paso que vamos no será raro ver en la televisión anuncios de móviles en los que jóvenes indignados se manden tweets vindicativos o I like gracias a las generosas "tarifas exprésate" de tal o cual compañía telefónica, o que Inditex y H&M, ahora que están creciditas de dividendos, se decidan a crear una nueva línea de ropa look casual indignado. Al tiempo. Ahora lo que se lleva es ser campamentero, pancartero y rebelde con causa. Se acabó la moda del indolente hedonista, arriba la indignant wave.
Y es que si algo caracteriza a la posmodernidad -Warhol dixit-, es su capacidad para convertir cualquier idea con éxito en un objeto de consumo, ya sea comercial o político. Vicente va donde va la gente, allí donde pueda arrimar votos o dividendos. El 15M no va a ser menos; su popularidad y potencial mediático lo hace un excelente candidato, susceptible de una efectiva banalización. Además, el movimiento 15M, al no sintonizarse a priori en ningún dial ideológico, al vagar en un campo sin dueño, es especialmente permeable a la instrumentalización. Todo el mundo que quiere algo ama al 15M; otra cosa muy distinta es pedir que comulgues con sus mandamientos. Así, no es extraño que todos los políticos, al ser preguntados por su opinión acerca de este colectivo, respondan con una empatía comedida. Siempre y cuando no me hagan predicar con su religión, está bien que la ciudadanía explaye por las calles sus emociones a modo de benigna terapia colectiva. Mientras la fiera esté enjaulada, no hay nada que temer. La libertad de expresión es una táctica política que permite que las cosas parezcan estar cambiando, sin que nada cambie, además de servir de mecanismo social de desfogue, un canal de liberación de energía canalizada y bajo control.
No en vano ya hay algunos políticos que le han visto rentabilidad a escuchar a los indignados. El PSOE ha abierto un canal de comunicación. vía Twitter, para dialogar con este colectivo. Incluso Esperanza Aguirre, azote del perroflautismo patrio, ha prometido pensarse lo de las listas abiertas. Es época de rebajas y buenrrollismo; ningún partido tiene asegurado su posición ante el electorado, el más indeciso y perplejo de la historia de nuestra joven democracia, por lo que arrimarse a la vela que más luz ofrezca -sin quemarse, eso sí- puede no ser tan mala idea de aquí a marzo. A la espera, por supuesto, de que el ardor expresivo del 15M vaya menguando. Tenemos por medio un verano; ya veremos las ganas con las que la ciudadanía posestival acomete el comienzo de curso.
El ataque del 15M al bipartidismo gris e indolente con las necesidades populares obliga a los partidos a presentarse ante su electorado con un producto que se desmarque de la competencia. Van a tener que convencernos de que no da igual comprar un voto que otro, que están dispuestos a escuchar la voz airada del soberano. Pero -estad seguros- no lo harán sin antes mirar con lupa la conveniencia electoral de su empatía. El movimiento 15M se mueve aún en una indeterminación que asusta a la clase política. Por eso, prefieren asomarse a sus demandas con escepticismo, aunque sin dejar de ver en este colectivo una estupenda ocasión para promocionar su campaña hacia las primarias. Los grupos parlamentarios minoritarios, por su parte, aprovecharán el discurso heterodoxo del 15M para hacer suyas algunas de sus peticiones, especialmente aquellas que demonizan la hegemonía de los partidos tradicionales.
Por su parte, el colectivo 15M cree que su éxito mediático le otorgará a largo plazo una impronta más allá de su derecho a manifestarse. Confunde popularidad con legitimidad. La única legitimidad en democracia es la que otorgamos los ciudadanos a nuestros políticos a través del sistema representativo y el Estado de Derecho. Para que la voz del pueblo no se quede afónica de tanto gritar lo evidente, debe existir una voluntad leal y honesta de escucha por parte de nuestros representantes políticos. Mal que nos pese, no hay otra vía de cambio que confiar en la política como mediadora ante la frialdad de los mercados y gestora responsable de los asuntos públicos. Reilusionar a la ciudadanía para que crea que realmente existe una sincera reconversión interna de la actividad política es una tarea utópica. Los partidos políticos aún siguen creyendo que basta con que la ciudadanía vaya cada cuatro años a la misa democrática para que el sistema siga rodando. La disensión en las calles es todavía para ellos un mero happening terapéutico, un síntoma transitorio de estos tiempos de crisis.
Y es que si algo caracteriza a la posmodernidad -Warhol dixit-, es su capacidad para convertir cualquier idea con éxito en un objeto de consumo, ya sea comercial o político. Vicente va donde va la gente, allí donde pueda arrimar votos o dividendos. El 15M no va a ser menos; su popularidad y potencial mediático lo hace un excelente candidato, susceptible de una efectiva banalización. Además, el movimiento 15M, al no sintonizarse a priori en ningún dial ideológico, al vagar en un campo sin dueño, es especialmente permeable a la instrumentalización. Todo el mundo que quiere algo ama al 15M; otra cosa muy distinta es pedir que comulgues con sus mandamientos. Así, no es extraño que todos los políticos, al ser preguntados por su opinión acerca de este colectivo, respondan con una empatía comedida. Siempre y cuando no me hagan predicar con su religión, está bien que la ciudadanía explaye por las calles sus emociones a modo de benigna terapia colectiva. Mientras la fiera esté enjaulada, no hay nada que temer. La libertad de expresión es una táctica política que permite que las cosas parezcan estar cambiando, sin que nada cambie, además de servir de mecanismo social de desfogue, un canal de liberación de energía canalizada y bajo control.
No en vano ya hay algunos políticos que le han visto rentabilidad a escuchar a los indignados. El PSOE ha abierto un canal de comunicación. vía Twitter, para dialogar con este colectivo. Incluso Esperanza Aguirre, azote del perroflautismo patrio, ha prometido pensarse lo de las listas abiertas. Es época de rebajas y buenrrollismo; ningún partido tiene asegurado su posición ante el electorado, el más indeciso y perplejo de la historia de nuestra joven democracia, por lo que arrimarse a la vela que más luz ofrezca -sin quemarse, eso sí- puede no ser tan mala idea de aquí a marzo. A la espera, por supuesto, de que el ardor expresivo del 15M vaya menguando. Tenemos por medio un verano; ya veremos las ganas con las que la ciudadanía posestival acomete el comienzo de curso.
El ataque del 15M al bipartidismo gris e indolente con las necesidades populares obliga a los partidos a presentarse ante su electorado con un producto que se desmarque de la competencia. Van a tener que convencernos de que no da igual comprar un voto que otro, que están dispuestos a escuchar la voz airada del soberano. Pero -estad seguros- no lo harán sin antes mirar con lupa la conveniencia electoral de su empatía. El movimiento 15M se mueve aún en una indeterminación que asusta a la clase política. Por eso, prefieren asomarse a sus demandas con escepticismo, aunque sin dejar de ver en este colectivo una estupenda ocasión para promocionar su campaña hacia las primarias. Los grupos parlamentarios minoritarios, por su parte, aprovecharán el discurso heterodoxo del 15M para hacer suyas algunas de sus peticiones, especialmente aquellas que demonizan la hegemonía de los partidos tradicionales.
Por su parte, el colectivo 15M cree que su éxito mediático le otorgará a largo plazo una impronta más allá de su derecho a manifestarse. Confunde popularidad con legitimidad. La única legitimidad en democracia es la que otorgamos los ciudadanos a nuestros políticos a través del sistema representativo y el Estado de Derecho. Para que la voz del pueblo no se quede afónica de tanto gritar lo evidente, debe existir una voluntad leal y honesta de escucha por parte de nuestros representantes políticos. Mal que nos pese, no hay otra vía de cambio que confiar en la política como mediadora ante la frialdad de los mercados y gestora responsable de los asuntos públicos. Reilusionar a la ciudadanía para que crea que realmente existe una sincera reconversión interna de la actividad política es una tarea utópica. Los partidos políticos aún siguen creyendo que basta con que la ciudadanía vaya cada cuatro años a la misa democrática para que el sistema siga rodando. La disensión en las calles es todavía para ellos un mero happening terapéutico, un síntoma transitorio de estos tiempos de crisis.
Ramón Besonías Román
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