Hayas sido un santo o un auténtico indeseable, de lo que no cabe duda es que una vez muerto, todo el mundo es bueno, o por lo menos mejor de lo que uno hubiera estado dispuesto a admitir estando el difundo vivo y coleando. Si a esto añadimos el hándicap de la fama, esta ley sociológica aumenta su efectividad exponencialmente cuanto mayor sea el poder mediático del cadáver, solo que la empatía no se volcará sobre la persona sino sobre el personaje que lo representa. De hecho, poco nos importa que alguien llamado Peter Falk haya muerto (exceptuando a su familia y allegados, por supuesto); algunos incluso ni siquiera sepan quién era ese señor ni les importe demasiado. Pero si yo les digo que Míster Falk era Colombo, la cosa cambia, por lo menos entre aquellos que rondan mi edad o la alcanzaron ya hace tiempo.
Colombo no ha muerto, lo sé muy bien, sigue en mi memoria como el primer día que lo conocí a finales de los 70, desaliñado, taciturno, despeinado, despistado tras la pista, siempre en gabardina y sin pistola; para qué, la mejor arma que uno puede desear es la inteligencia. Colombo era un Sherlock Holmes sin elegancia ni glamour, aunque compartiera con el personaje de Doyle su potencial detectivesco. Ambos eran irónicos, pero mientras que Holmes lucía como un pavo real su brillantez, Colombo te trataba como si tú fueras más inteligente que él. En esto residía la estrategia del teniente, hacerse el tonto, dejarlas caer como quien no quiere la cosa, hasta que ya al final de cada capítulo, simulando no saber por dónde se anda, dejaba al asesino desarmado y perplejo; ¡y parecía imbécil! Si te lo encontraras por la calle, creerías que Colombo no era más que un homeless, un borracho o un enfermo de Alzheimer, deshojando sus pensamientos por el suelo. En este detalle reside precisamente su éxito popular. Todos esperamos que una persona inteligente, perspicaz, tenga la cabeza bien amueblada, que sus argumentos sean claros y encadenados sin pausa ni errores, que hable y se exprese con corrección y transparencia. Colombo, por el contrario, parecía no saber por dónde se andaba; su voz cascada, ese deambular mientras balbuceaba ideas en busca de su libreta, la cabeza inclinada, mirada ausente, un fraseo intermitente... Exceptuando el tópico típico de su atrezo -gabardina, puro, lápiz y Moleskine-, nadie puede imaginar que detrás de esa pose inconsistente se encuentra un cerebro preclaro que al final de cada capítulo acabará juntando, con la destreza del caracol, las piezas del puzle. A los espectadores nos fascina tanto el loco inteligente como el tonto inteligente. La perspicacia del protagonista no puede ser perfecta; debe incluir una subjetividad con la que el espectador pueda empatizar y que dote de humanidad al personaje. Por esta razón nos gusta tanto el arquetipo neurótico y reflexivo creado por Woody Allen.
Peter Falk ha muerto, pero Colombo nunca lo hará; por encima de mi cadáver.
Colombo no ha muerto, lo sé muy bien, sigue en mi memoria como el primer día que lo conocí a finales de los 70, desaliñado, taciturno, despeinado, despistado tras la pista, siempre en gabardina y sin pistola; para qué, la mejor arma que uno puede desear es la inteligencia. Colombo era un Sherlock Holmes sin elegancia ni glamour, aunque compartiera con el personaje de Doyle su potencial detectivesco. Ambos eran irónicos, pero mientras que Holmes lucía como un pavo real su brillantez, Colombo te trataba como si tú fueras más inteligente que él. En esto residía la estrategia del teniente, hacerse el tonto, dejarlas caer como quien no quiere la cosa, hasta que ya al final de cada capítulo, simulando no saber por dónde se anda, dejaba al asesino desarmado y perplejo; ¡y parecía imbécil! Si te lo encontraras por la calle, creerías que Colombo no era más que un homeless, un borracho o un enfermo de Alzheimer, deshojando sus pensamientos por el suelo. En este detalle reside precisamente su éxito popular. Todos esperamos que una persona inteligente, perspicaz, tenga la cabeza bien amueblada, que sus argumentos sean claros y encadenados sin pausa ni errores, que hable y se exprese con corrección y transparencia. Colombo, por el contrario, parecía no saber por dónde se andaba; su voz cascada, ese deambular mientras balbuceaba ideas en busca de su libreta, la cabeza inclinada, mirada ausente, un fraseo intermitente... Exceptuando el tópico típico de su atrezo -gabardina, puro, lápiz y Moleskine-, nadie puede imaginar que detrás de esa pose inconsistente se encuentra un cerebro preclaro que al final de cada capítulo acabará juntando, con la destreza del caracol, las piezas del puzle. A los espectadores nos fascina tanto el loco inteligente como el tonto inteligente. La perspicacia del protagonista no puede ser perfecta; debe incluir una subjetividad con la que el espectador pueda empatizar y que dote de humanidad al personaje. Por esta razón nos gusta tanto el arquetipo neurótico y reflexivo creado por Woody Allen.
Peter Falk ha muerto, pero Colombo nunca lo hará; por encima de mi cadáver.
Ramón Besonías Román
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