Publicado en el diario Hoy, 1 de marzo de 2011
Los recuerdos (réminiscenses) habitan una región desconcertante, sin mapas con los que poder recorrer a nuestro gusto su profusa orografía. No podemos evocar los recuerdos como quien detiene y rebobina un vídeo. Aunque pudiéramos, la díscola naturaleza de nuestra memoria elegirá su propio menú de recuerdos y nos negará otros muchos, guiada por una lógica que nos es desconocida. Y quizá sea mejor así, quizá es recomendable que para nuestra salud sea un daimon inefable quien discrimine nuestras evocaciones. A veces una leve emoción o una experiencia sensitiva activa nuestra memoria, trayendo a nuestra consciencia sucesos ya olvidados o que nunca creímos haber protagonizado. Con la ayuda de reglas nemotécnicas podemos planificar y orientar nuestra memoria cuando lo que deseamos es optimizar la retención de datos o contenidos conceptuales. Sin embargo, nuestra memoria emocional no responde a las mismas estrategias. El cerebro procesa y almacena de diferente forma nuestros recuerdos emocionales y aquellos que necesitamos para resolver problemas cotidianos, para aprobar una oposición o citar por primera vez la tabla de multiplicar.
La neurología moderna afirma que la evocación emocional la realizamos recurriendo a imágenes, mientras que al recordar datos, fechas, nombres, tareas, recurrimos a nuestra capacidad semántica, es decir, traducimos nuestros recuerdos en palabras. La naturaleza icónica de nuestra memoria emocional se hace especialmente patente cuando los recuerdos provienen de experiencias traumáticas. Cuando el paciente intenta evocar su trauma, la trama no se construye en nuestra memoria tal y como se hilaría un guión de cine, en forma de una secuencia lógica y temporal de los hechos; por el contrario, las imágenes del suceso se reviven intensamente, pero a base de fotogramas fugaces, inconexos, impregnados de detalles que poseen para la persona un fuerte valor emocional inconsciente, exentos de relevancia lógica. No hay relato, solo emoción.
No obstante, la psicoterapia aconseja en estos casos hacer un esfuerzo por traducir nuestras emociones a un lenguaje narrativo personal. A través de este discurso lingüístico se expresa quien el neurólogo Antonio Damasio denomina «el ser autobiográfico», utilizando la palabra como una suerte de curación («the talking cure»). Las imágenes implícitas de nuestros recuerdos emocionales pasan entonces a convertirse en parte explícita de nuestra memoria episódica consciente, se integran de algún modo en nuestra historia personal, en nuestra biografía vital, mitigando nuestras patologías. Escribir, pintar o simplemente verbalizar nuestros recuerdos es una sencilla pero eficaz terapia contra las enfermedades que desasosiegan nuestra psique. No en vano la poesía, a diferencia de la prosa, activa las capacidades lingüísticas del hemisferio derecho, encargado de expresar y captar emociones o del reconocimiento de voces, caras y olores. El hemisferio derecho comprende las emociones automáticas e involuntarias, mientras el izquierdo trabaja a base de narraciones o argumentos lógicos.
Aquello que se aplica a nuestra naturaleza, bien puede ser también un sensato ejercicio de salud colectiva cuando lo aplicamos a nuestra memoria histórica. Recordar se convierte entonces en una medicina idónea para no olvidar aquello que nos hace daño y para defender lo que nos cohesiona y enriquece como sociedad. La reciente conmemoración del trigésimo aniversario del 23-F oficia de dosis contra la amnesia y la analgesia sociales. Gran parte de los adolescentes que pueblan las aulas españolas desconocen quién es Tejero, para qué sirve un rey o qué pasó un 23 de febrero de hace 30 años. Y mucho menos son conscientes de la diferencia que separan a las sociedades totalitarias de las democráticas. Solo aquellos que vivieron en propias carnes los efectos de ambos regímenes pueden valorar y ponderar esas diferencias. El resto, quienes crecimos al abrigo de la transición o protegidos desde el principio por las virtudes de un Estado de Derecho y una Constitución garantista, difícilmente podemos apreciar desde nuestra memoria emocional aquello que ganamos al entrar en democracia. Mordimos los frutos sin cosecharlos. Algunos incluso, eludiendo la sensatez, se atreven a desprecian aquello que desconocen y están convencidos de que la democracia es una máquina que se pone en funcionamiento sin necesidad de manos que la enciendan. Vivir en democracia no es solo un derecho, también un ejercicio de responsabilidad. Por eso se hace tan necesario que padres, docentes, políticos y ciudadanos recordemos a las generaciones jóvenes en qué consiste y qué implica nacer libres e iguales, potenciando espacios públicos donde ejercitar nuestros derechos con autonomía y respeto. El 23-F nos recuerda que impulsar una democracia supuso un esfuerzo humano considerable; mantenerla requiere igualmente del arbitrio de un tejido social activo y vindicativo. Celebrar pasivamente la democracia no hace sino debilitarla y dar alas al olvido. Entonces, quizá algún día, también nosotros y los que nos sigan podamos escribir nuestra propia historia.
Ramón Besonías Román
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