Assange, gurú de WikiLeaks, lo dejó claro desde el principio. Su intención es ética. Pretende devolver a la ciudadanía el poder que el orden político le ha negado a través de una democracia sin transparencia, vendida a oscuros intereses que el ciudadano casi siempre desconoce o que le son presentados bajo el eufemismo de la corrección y el maquillaje. El periodismo clásico ha perdido su capacidad de ser un eficaz mediador del ciudadano frente a los poderes establecidos, pese a que hoy por hoy siga siendo el único interlocutor legítimo. Aún así el propio Assange es consciente de que si quiere que las filtraciones publicadas en su web posean un alcance mediático generalizado y que los contenidos de los documentos se presenten en un formato comprensible para la ciudadanía y sin riesgos para terceros, respetando el código deontológico de la prensa, debe necesariamente hacer uso de los medios tradicionales. Un ciudadano medio con un nivel de inglés satisfactorio encontraría un tanto tedioso e irrelevante leerse a pelo los documentos filtrados por WikiLeaks. Sin embargo, resumir y seleccionar aquellos textos que pueden ser relevantes para la opinión pública a través de un periódico es un vehículo excepcional para que la ciudadanía tenga acceso a esa información de manera concisa y sugerente.
WikiLeaks es un fenómeno peculiar dentro del universo de la información porque ha encontrado en la tecnología de la encriptación la manera eficaz de proteger sus fuentes y los textos filtrados, haciendo casi imposible que los poderes establecidos puedan censurar el acceso universal de la ciudadanía a documentos de dudosa moralidad y de interés público. Por otro lado, WikiLeaks permite que el ciudadano sea fuente y protagonista de las filtraciones. Ningún documento pasa a hacerse público sin la mediación arriesgada de ciudadanos anónimos que consideran importante que sus gobiernos actúen con coherencia y transparencia. Por supuesto, tanto WikiLeaks como la prensa escrita se hacen responsables de publicar solo aquellos documentos que respeten tanto el derecho a la información como el derecho a la protección de la integridad física y moral de aquellos individuos que se vean implicados en los textos. No toda filtración debe ser publicada; solo aquellas que ponen a la luz aquello que de hecho ya de por sí debería ser transparente y público, mal que pese a los políticos afectados por ellas, y especialmente aquella información que pone en tela de juicio la necesaria confianza de los ciudadanos hacia sus gobernantes. WikiLeaks no es (o no debería ser) la crónica rosa de la política, una ventana abierta a la indiscreción acerca de los intersticios de la actividad política. Pero sí debiera servir de revulsivo y aviso a navegantes que intentan utilizar el poder otorgado por el pueblo para hacer y deshacer a gusto, sin escrúpulos morales ni transparencia. WikiLeaks, o la idea que lo alienta, es un bien a proteger en nuestras democracias, ya que ofrece a la ciudadanía el único vehículo de protección de la honestidad política y obliga a nuestros representantes no solo a hacer lo que dicen, sino también a decir lo que hacen, sin rodeos ni conspiraciones de pasillo.
El ciudadano tiene el derecho (casi que la obligación moral) de tener conocimiento de las intenciones, los objetivos, los procedimientos y las consecuencias de aquellas acciones que articulan a diario sus representantes políticos en su nombre. Es propio de estados totalitarios censurar el acceso de la ciudadanía a la información y mina sin paliativos el principio fundamental de soberanía popular que preside cualquier régimen democrático. Por otro lado, el periodismo posee también límites y condiciones que debe respetar si desea seguir manteniendo su legitimidad ante la ciudadanía a la que sirve, huyendo tanto del clientelismo como de la banalización de sus contenidos.
WikiLeaks supone un aire fresco para el periodismo moderno. Recupera su concepción de mediador ante la ciudadanía contra los excesos del poder político y pone el acento en la importancia del ciudadano como verdadero protagonista de nuestras democracias. Bajo este prisma, ningún político está a salvo de ser atentamente observado y evaluado por la ciudadanía. El poder otorgado por ésta durante cuatro años no va acompañado de una licencia especial para usarlo saltándose las reglas democráticas o mintiendo acerca de sus intenciones. Es más, cualquier ciudadano está legitimado moralmente a hacer público documentos privados de su empresa o institución para la que trabaje, si con ello cree poner de manifiesto irregularidades o delitos ocultos que atentan contra principios fundamentales o ponen en peligro no solo la integridad de terceros, sino que también obvian sin pudor la responsabilidad a la que se debe todo funcionario público. El fenómeno WikiLeaks nos recuerda que el poder nunca dejó de estar en nosotros, los ciudadanos. Simplemente lo olvidamos.
WikiLeaks es un fenómeno peculiar dentro del universo de la información porque ha encontrado en la tecnología de la encriptación la manera eficaz de proteger sus fuentes y los textos filtrados, haciendo casi imposible que los poderes establecidos puedan censurar el acceso universal de la ciudadanía a documentos de dudosa moralidad y de interés público. Por otro lado, WikiLeaks permite que el ciudadano sea fuente y protagonista de las filtraciones. Ningún documento pasa a hacerse público sin la mediación arriesgada de ciudadanos anónimos que consideran importante que sus gobiernos actúen con coherencia y transparencia. Por supuesto, tanto WikiLeaks como la prensa escrita se hacen responsables de publicar solo aquellos documentos que respeten tanto el derecho a la información como el derecho a la protección de la integridad física y moral de aquellos individuos que se vean implicados en los textos. No toda filtración debe ser publicada; solo aquellas que ponen a la luz aquello que de hecho ya de por sí debería ser transparente y público, mal que pese a los políticos afectados por ellas, y especialmente aquella información que pone en tela de juicio la necesaria confianza de los ciudadanos hacia sus gobernantes. WikiLeaks no es (o no debería ser) la crónica rosa de la política, una ventana abierta a la indiscreción acerca de los intersticios de la actividad política. Pero sí debiera servir de revulsivo y aviso a navegantes que intentan utilizar el poder otorgado por el pueblo para hacer y deshacer a gusto, sin escrúpulos morales ni transparencia. WikiLeaks, o la idea que lo alienta, es un bien a proteger en nuestras democracias, ya que ofrece a la ciudadanía el único vehículo de protección de la honestidad política y obliga a nuestros representantes no solo a hacer lo que dicen, sino también a decir lo que hacen, sin rodeos ni conspiraciones de pasillo.
El ciudadano tiene el derecho (casi que la obligación moral) de tener conocimiento de las intenciones, los objetivos, los procedimientos y las consecuencias de aquellas acciones que articulan a diario sus representantes políticos en su nombre. Es propio de estados totalitarios censurar el acceso de la ciudadanía a la información y mina sin paliativos el principio fundamental de soberanía popular que preside cualquier régimen democrático. Por otro lado, el periodismo posee también límites y condiciones que debe respetar si desea seguir manteniendo su legitimidad ante la ciudadanía a la que sirve, huyendo tanto del clientelismo como de la banalización de sus contenidos.
WikiLeaks supone un aire fresco para el periodismo moderno. Recupera su concepción de mediador ante la ciudadanía contra los excesos del poder político y pone el acento en la importancia del ciudadano como verdadero protagonista de nuestras democracias. Bajo este prisma, ningún político está a salvo de ser atentamente observado y evaluado por la ciudadanía. El poder otorgado por ésta durante cuatro años no va acompañado de una licencia especial para usarlo saltándose las reglas democráticas o mintiendo acerca de sus intenciones. Es más, cualquier ciudadano está legitimado moralmente a hacer público documentos privados de su empresa o institución para la que trabaje, si con ello cree poner de manifiesto irregularidades o delitos ocultos que atentan contra principios fundamentales o ponen en peligro no solo la integridad de terceros, sino que también obvian sin pudor la responsabilidad a la que se debe todo funcionario público. El fenómeno WikiLeaks nos recuerda que el poder nunca dejó de estar en nosotros, los ciudadanos. Simplemente lo olvidamos.
Ramón Besonías Román
Desde luego Assange no es otra cosa que un perseguido político en nuestros "modernos y civilizados" estados. Y lo que más temen los poderosos es una ciudadanía bien informada. Temen, como en la novela, una epidemia de lucidez.
ResponderEliminarUn saludo
SI ES VERDAD NO SIRVE PARA NADA
ResponderEliminar