Publicado en el diario Hoy, 13 de octubre de 2010
Hace ya muchos años que venimos oyendo en los medios que China acabará convirtiéndose en la primera potencia económica del mundo, situando a la Unión Europea y a Estados Unidos en puestos de descenso. Las razones más obvias de este repunte progresivo obedecen más a factores sociopolíticos que a las bondades de su estrategia productiva. Estamos ante el país más poblado del planeta, con una ingente masa ciudadana, dócil y laboriosa, trabajando muchas horas por un salario exiguo. Desde 2007, el PIB de China ha superado a los de Reino Unido, Francia, Italia y Alemania. Incluso adelanta ya a su vecina Japón. Es el mayor productor de cemento y acero del mundo y cuarto fabricante de coches. Se prevé que este año crezca un 8 %, cifra que es una ciencia ficción para la Europa en crisis.
Como podemos imaginar, el totalitarismo político del gobierno comunista chino mantiene a sus ciudadanos en unas condiciones laborales que permiten cumplir a pleno rendimiento las exigencias de un mercado en expansión. Los costes se reducen, el precio de sus productos también, logrando con solvencia competir con otros países en desigualdad de condiciones. El analfabetismo en China es altísimo (un 87 %). La inversión interna en recursos sociales o educativos es minúscula. Esto propicia que el ahorro público sea significativo. Además, un aparato represivo bien organizado se encarga de mantener a la ciudadanía callada y obediente. El gobierno chino intenta dar una imagen de estabilidad y progreso ante la opinión pública internacional, obviando todo aquello que pueda suponer un escándalo mediático que aliente la incertidumbre de sus socios económicos. Al leninismo chino no le produce escrúpulo alguno alentar un explícito sistema capitalista, inmoral, carente de cualquier garantismo democrático. Por otro lado, el creciente auge de una clase media con una renta en crecimiento está provocando que las nuevas generaciones se acomoden sin rechistar al modelo comunista, pese a sus evidentes privaciones de derechos. Como en Europa, tener contento y caliente al pueblo asegura la reducción del disenso.
Las reacciones políticas y sociales en contra del capitalismo feroz y la falta de derechos humanos en China provienen más de la opinión pública internacional que del escaso -no por ello menos real y activo dentro de sus posibilidades- movimiento de resistencia intelectual remanente tras la cruenta represión en Tiananmen hace ya veintiún años. En los estados totalitarios, la voz disidente, aunque exista, es ahogada o silenciada con el fin de que no genere eco ni apoyo dentro y fuera de sus fronteras. El conocimiento por parte de los medios de los límites de comunicación impuestos a los internautas chinos ha puesto de manifiesto la voluntad del gobierno chino de impedir que vuelva a darse otro Tiananmen.
Un ejemplo reciente de la presión internacional a favor de un proceso de democratización en China es la concesión del Premio Nobel de la Paz al activista veterano Liu Xiaobo, preso desde 2008 por solicitar al gobierno chino reformas políticas que conduzcan hacia la democracia. Este premio viene a reforzar el interés de Occidente por un cambio de sistema político en China, sirviéndose de la figura mediática de este intelectual al que ya algunos medios comparan con Mandela.
La incógnita que me surge es si la presión internacional, avalada por una amplia mayoría de organismos públicos y privados occidentales, desde gobiernos hasta instituciones culturales, responde en último término a una apuesta honesta, moral, por la democracia china, o más bien pretende desestabilizar el orden social del país a la espera de unas reformas que debiliten su mercado, haciéndolo menos competitivo, más caro. Un cambio en la política socioeconómica traería como consecuencia la implantación de reformas laborales y, con ello, un cambio estructural en las relaciones sociales de producción. La amenaza económica de China podría solucionarse en parte a través de una transformación de las estructuras sociopolíticas que hasta ahora controla un partido hermético, reticente a cualquier intrusismo externo. A Europa y a Estados Unidos les interesa vender democracia, reforzar la imagen de un gobierno chino autocrático, crear héroes autóctonos a mayor gloria del fortalecimiento de la economía occidental. ¿Les interesaría tanto como hoy parece importarles si China fuera un país sin potencial económico, si en ningún caso supusiera un peligro para nuestras divisas? Probablemente no, no invertirían su poder e influencia para apoyar la noble causa de Xiaobo. Dudo mucho que a Occidente le interese tanto la instauración de una China democrática si con ello no se estuviera poniendo en peligro la fortaleza de su economía. Occidente desea chinos libres, pero a ser posible empobrecidos, contenibles, incapaces de competir con nuestra vieja Europa, cuna de la civilización. No sería éste el único caso de instrumentalización de los valores democráticos con el fin de alentar intereses económicos. La futura China que imaginamos está configurada a imagen y semejanza de nuestra cultura y de nuestros propios intereses económicos; es la China de Jackie Chan, del arroz tres delicias y la tienda todo a cien. Nunca la China que sus ciudadanos sueñan futurible.
Algunos lectores asentirán perplejos, preguntándose por qué es incompatible la defensa de nuestros intereses económicos con la propagación de la democracia en países huérfanos de ella. La respuesta es meridiana: a nosotros tampoco nos gustaría que nos dieran gato por liebre, que nuestras libertades se mantuvieran protegidas a expensas del mantenimiento de nuestro bienestar económico. Por otro lado, resulta inquietante que los intereses económicos muevan a su antojo la sensibilidad moral de los ciudadanos, apoyando o rechazando causas en función de la evolución bursátil. Si hoy al mercado le interesa debilitar económicamente a China a través de su democratización, quizá mañana, temerosos de perder tajada, a los gurús que engrasan la maquinaria planetaria se les antoje vendernos bienestar a cambio de totalitarismo. Quién sabe.
Ramón Besonías Román
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