Cuando cuchara y perol eran compartidos por todos los de la casa, resignados a comer un rancho al día, si es que al patrón le daba por bendecir la faltriquera del subordinado. Cuando el salario no aguantaba las necesidades del día y sólo el señorito tenía para medicinas y placeres... Entonces, sólo entonces, la indignación -la llana desesperación, más bien- se apoderaba del trabajador, exigiendo en plena calle y a pulmón abierto su justicia. Eran tiempos en los que en cualquier vindicación salarial estaba en juego la supervivencia, no solo una mejora de condiciones. No existían ayudas, becas, subsidios, pensiones ni derecho al paro. A quien abandonaba la suerte, la beneficencia o el pillaje eran sus únicos mecenas. Aquella fue la edad de oro de los sindicatos.
Hoy todo ha cambiado. Quien pasa hambre, hambre de verdad, calla y se busca la vida, malvive y muere sin que Estado ni sindicatos llamen a su puerta. No entiende de estadísticas ni derechos, no vota ni opina, no lee ni entiende las noticias, aguanta y reza, toma lo que la naturaleza le procura y camina siempre hacia delante, si le dejan. Esos son los pobres. Al resto, a casi todos, a la clase media venida a menos, que antes tenía para dos teles y diez días de vacaciones, ahora no le da ni para pipas y despotrica, farfulla, echa pestes contra el Gobierno y sus ministros, mentando a sus madres, pero tragando, que total, para lo que va a servir, qué beneficio procura ir a una huelga. Nadie te devuelve el dinero del día y encima se ríen en tu cara. Dios aprieta, pero no ahoga. Hasta que no se acabe el tapergüer de la suegra y mientras podamos seguir disfrutando de la Liga, a aguantar. Y a seguir maldiciendo, que la saliva es gratis.
Todas las sociedades desarrolladas poseen un punto de inflexión en su capacidad crítica a partir del cual se produce una evidente analgesia social, inversamente proporcional al desarrollo de su bienestar. En cristiano: cuanto más lleno tenemos el estómago, menos dispuestos estamos a hacer respetar nuestros derechos. Si lo tienes vacío, no tienes fuerzas ni para echar el aliento. Y el que revienta de rico, hará todo lo posible para medrar, aunque otros salgan perdiendo. Hoy por hoy la clase media española no ha llegado a un nivel de pobreza suficiente y generalizado como para estar dispuesta a sacrificar tiempo y dinero por la infundada ilusión de creer que las cosas puedan mejorar. La exigua participación durante la última huelga de funcionarios, uno de los sectores laborales más protegidos, demostró con creces esta tendencia. Si esta fue la respuesta de aquellos que no ven peligrar su hacienda, ¿cerrarán su negocio los pequeños y medianos empresarios que apenas llegan, con suerte y mucho esfuerzo, a fin de mes, pero resisten? ¡Qué le vamos a hacer! ¿Gritarán los jóvenes que buscan su primer trabajo, pero viven confortablemente en casa de mamá y papá? ¿Llenarán las calles los adultos de cuarenta, de cincuenta, a los que la empresa escupió al paro por recortes o insolvencia? ¿O se quedarán en casa, viendo pasar el tiempo frente al televisor?
En las últimas décadas se ha producido en España un proceso de creciente escepticismo del ciudadano hacia las instituciones sindicales, a las que tacha de inútiles y vendidas. El número de afiliaciones ha bajado exponencialmente y la capacidad de movilización de los grandes grupos sindicales es escasa (Facebook posee más gancho social con creces). Todo parece indicar que el ciudadano ha dejado de confiar en que el sindicalismo pueda llegar a ser de nuevo un vehículo eficaz a la hora de conseguir mejoras en las condiciones generales de su trabajo. Los sindicatos utilizan habitualmente un lenguaje demasiado obtuso e incomprensible, más cercano a la jerga política que al argot y las preocupaciones del ciudadano medio. Al ciudadano de a pie le trae al fresco la Economía (la de libro y cartera de ministro), quiere que su bolsa y la de su familia prospere; lo demás son monsergas. Quizá hubo un tiempo en el que los sindicatos pudieron vivir de la buena prensa de su pasado glorioso, pero hoy tendrán que hacer un esfuerzo por reciclarse, adoptando nuevas formas de comunicación con los trabajadores del siglo veintiuno, menos susceptibles a emocionarse a través del mero recurso a la conciencia de clase. A esto se suma el hecho de que no tengamos en España un sindicalismo barato, financiado con independencia y suficientemente bien formado y resistente al aparato jurídico que sí poseen las grandes corporaciones. ¿Quién paga el alto coste de la liberación sindical en una empresa? ¿Por qué los sindicatos no se autofinancian tan solo con las cuotas de sus afiliados? ¿Para qué sirve un liberado sindical?, ¿cuál es su formación? Las respuestas pueden llegar a ser tan metafísicas como el guión de un anuncio de compresas. Malos tiempos para la lírica.
Hoy todo ha cambiado. Quien pasa hambre, hambre de verdad, calla y se busca la vida, malvive y muere sin que Estado ni sindicatos llamen a su puerta. No entiende de estadísticas ni derechos, no vota ni opina, no lee ni entiende las noticias, aguanta y reza, toma lo que la naturaleza le procura y camina siempre hacia delante, si le dejan. Esos son los pobres. Al resto, a casi todos, a la clase media venida a menos, que antes tenía para dos teles y diez días de vacaciones, ahora no le da ni para pipas y despotrica, farfulla, echa pestes contra el Gobierno y sus ministros, mentando a sus madres, pero tragando, que total, para lo que va a servir, qué beneficio procura ir a una huelga. Nadie te devuelve el dinero del día y encima se ríen en tu cara. Dios aprieta, pero no ahoga. Hasta que no se acabe el tapergüer de la suegra y mientras podamos seguir disfrutando de la Liga, a aguantar. Y a seguir maldiciendo, que la saliva es gratis.
Todas las sociedades desarrolladas poseen un punto de inflexión en su capacidad crítica a partir del cual se produce una evidente analgesia social, inversamente proporcional al desarrollo de su bienestar. En cristiano: cuanto más lleno tenemos el estómago, menos dispuestos estamos a hacer respetar nuestros derechos. Si lo tienes vacío, no tienes fuerzas ni para echar el aliento. Y el que revienta de rico, hará todo lo posible para medrar, aunque otros salgan perdiendo. Hoy por hoy la clase media española no ha llegado a un nivel de pobreza suficiente y generalizado como para estar dispuesta a sacrificar tiempo y dinero por la infundada ilusión de creer que las cosas puedan mejorar. La exigua participación durante la última huelga de funcionarios, uno de los sectores laborales más protegidos, demostró con creces esta tendencia. Si esta fue la respuesta de aquellos que no ven peligrar su hacienda, ¿cerrarán su negocio los pequeños y medianos empresarios que apenas llegan, con suerte y mucho esfuerzo, a fin de mes, pero resisten? ¡Qué le vamos a hacer! ¿Gritarán los jóvenes que buscan su primer trabajo, pero viven confortablemente en casa de mamá y papá? ¿Llenarán las calles los adultos de cuarenta, de cincuenta, a los que la empresa escupió al paro por recortes o insolvencia? ¿O se quedarán en casa, viendo pasar el tiempo frente al televisor?
En las últimas décadas se ha producido en España un proceso de creciente escepticismo del ciudadano hacia las instituciones sindicales, a las que tacha de inútiles y vendidas. El número de afiliaciones ha bajado exponencialmente y la capacidad de movilización de los grandes grupos sindicales es escasa (Facebook posee más gancho social con creces). Todo parece indicar que el ciudadano ha dejado de confiar en que el sindicalismo pueda llegar a ser de nuevo un vehículo eficaz a la hora de conseguir mejoras en las condiciones generales de su trabajo. Los sindicatos utilizan habitualmente un lenguaje demasiado obtuso e incomprensible, más cercano a la jerga política que al argot y las preocupaciones del ciudadano medio. Al ciudadano de a pie le trae al fresco la Economía (la de libro y cartera de ministro), quiere que su bolsa y la de su familia prospere; lo demás son monsergas. Quizá hubo un tiempo en el que los sindicatos pudieron vivir de la buena prensa de su pasado glorioso, pero hoy tendrán que hacer un esfuerzo por reciclarse, adoptando nuevas formas de comunicación con los trabajadores del siglo veintiuno, menos susceptibles a emocionarse a través del mero recurso a la conciencia de clase. A esto se suma el hecho de que no tengamos en España un sindicalismo barato, financiado con independencia y suficientemente bien formado y resistente al aparato jurídico que sí poseen las grandes corporaciones. ¿Quién paga el alto coste de la liberación sindical en una empresa? ¿Por qué los sindicatos no se autofinancian tan solo con las cuotas de sus afiliados? ¿Para qué sirve un liberado sindical?, ¿cuál es su formación? Las respuestas pueden llegar a ser tan metafísicas como el guión de un anuncio de compresas. Malos tiempos para la lírica.
Ramón Besonías Román
Malos tiempos sí, para cualquier fe ... recuperar la confianza en que no todos son iguales, no todo da lo mismo, no todo es inútil.. es más importante, es previo y, sobre todo, independiente, a la disposición a salir o no a la calle en esta huelga.
ResponderEliminarCarecer de esta disposición puede ser consecuencia de haber perdido toda 'fe', pero también de albergar dudas sobre si ello perjudicará a quien debe sin que beneficie a quien no debe.
Y sobre lo de dios ... la amarga verdad es que 'cuando Dios aprieta, ahoga pero bien' (Fesser), eso hoy nos lo aseguraría más de uno.
Un cordial saludo, Ramón.