El gran carnaval


La ficción se apoya sobre una realidad que desborda sobradamente cualquier intento de fabulación. Sin embargo, cuando el suceso se disipa en el tiempo, sólo queda eso, la ficción como versión amplificada y esperpéntica de los hechos. Por esta razón quizá Billy Wilder en 1951 ideó un guión (El gran carnaval) que no sólo es la crónica documental de una noticia de primera plana, sino que también pone al desnudo y sentencia sin piedad nuestro impúdico voyeurismo y la sed depredadora de quienes hacen del mal ajeno un sustancioso negocio. Charles Tatum (Kirk Douglas) es un periodista que no duda en aprovechar, sin escrúpulos, la noticia del derrumbe de una mina en la que se encuentra atrapado un hombre, para sacar tajada y gloria. Alrededor de la mina se van concentrando cada vez más curiosos, falsos voluntarios, salvadores de almas, fotógrafos tras una instantánea impactante, políticos en busca de crédito popular, empresas aportando ayuda a cambio de publicidad gratuita y buena prensa... La jauría humana aúlla y corre ante las desgracias ajenas, como la sangre a la herida. Wilder retrata la mezquindad humana a través de su protagonista y la estela de morbosos espectadores que la negra noticia deja tras de sí. Revisitar este clásico de la historia del cine es casi una obligación en los tiempos que corren.

El periodismo del siglo XXI, moderno y digitalizado, no ha mitigado su profusa tendencia al amarillismo y a una narrativa sacada de telenovelas de mediodía. La voracidad por ampliar su volumen de ventas ha provocado que los medios de comunicación tomen prestado del periodismo más rancio sus contenidos y retórica de teletienda. El discurso de numerosas noticias no se reduce a informar a los ciudadanos acerca de hechos que puedan preocupar o ampliar el conocimiento y el criterio personal de sus usuarios. No se conforman con informar con la mayor objetividad posible. Amparados en la fría lógica de la competitividad, optan por atrapar al espectador con trucos de reality show, la mayoría de las veces provocando la lágrima fácil del respetable. En cualquier caso, no se busca informar, investigar o contrastar hechos, sino provocar -como lo hace cualquier spot publicitario- emociones a fin de mantenernos pegados a la noticia, a mayor gloria del share.


La reciente noticia del derrumbe de una mina en Chile es un ejemplo ilustrativo de esta tendencia a convertir el periodismo en espectáculo, la noticia en guión cinematográfico. Si el derrumbe se hubiera producido sin riesgo humano, la esperanza de vida de la noticia hubiera sido escasa. Sin embargo, 33 mineros quedaron atrapados y vivos, en una odisea que promete alargarse durante semanas. Desde el primer momento, el objetivo de los medios fue claro: convertir en serie hollywoodiense la crónica del día de los mineros y sus familias y el duelo titánico de ingenieros, psicólogos, curas y demás especialistas por sacarlos con vida y salud. El fatídico cautiverio de los mineros se convierte así en un potente macguffin para el periodista. ¿Lograrán perforar con éxito el pozo y sacar con vida a los mineros? No se preocupen, nosotros les mantendremos informados diariamente, al pie de la noticia, entrevistando a sus protagonistas, llevando nuestro micrófono dentro de las casas de los familiares, teniéndoles informados acerca de la dura vida dentro del pozo derrumbado. Recogeremos para usted información del pasado, vida y obras, miserias y virtudes, de los mineros, construyendo un exhaustivo perfil de los cautivos. Podrán escuchar y ver de primera mano a los mineros, hablando con sus familiares en videoconferencia. Pasen y vean.

Pero no solo la prensa ha generado una rica ficción en torno al derrumbe de la mina San José. La propia realidad se fabula a sí misma, creando a gusto del espectador múltiples tramas dignas de una tragicomedia, que ofrecen a los medios un material nutritivo para cubrir la escasez informativo propia del verano. Los familiares de los mineros se disputan el dinero de las donaciones filantrópicas que van llegando sin saber cómo gestionarlas. Las iglesias quieren erigir un santuario en el lugar, pero ¿católico o evangélico?. Mientras tanto, rosarios, biblias, estampitas y demás merchandisin religioso se acumula en la cuesta de San José, a la espera de ser administrado en función del credo de cada cual. Psicólogos eventuales que leen las cartas que les llegan a los mineros y deciden cuál es adecuada para su salud mental y cuál no. Videoconferencias privadas ofrecidas por los familiares para ser retransmitidas en las televisiones de medio mundo. Propios y extraños aireando su vida privada por un minuto de gloria tras las cámaras... Un carnaval sin máscaras se ha instalado sobre el desierto de Atacama, uno de los lugares más áridos del planeta; olvidado de la mano de Dios, es hoy eje mediático y recreo informativo para consumidores de noticias de todo el mundo, que esperamos confortablemente instalados en el salón de nuestras casas el venturoso desenlace de esta inquietante película.

Por cierto, la minería es un oficio que muere cada año un poco más. Se prevé que en España la industria del carbón desaparezca en pocos años. Si no la mata la falta de seguridad en el trabajo o la fatalidad, lo hará la ciega globalización del mercado. En unos meses, en Atacama tan solo quedarán vehículos del Rally Dakar y algún fotógrafo de National Geographic, retratando la belleza del desierto, silente, libre ya del frenético carnaval de almas alimentadas con el humo
fáustico de las noticias.

Ramón Besonías Román

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