Publicado en el diario Hoy, 18 de septiembre de 2010
La reciente confirmación por parte de la Iglesia Anglicana de aceptar mujeres obispo ha abierto un viejo debate en el seno de la Iglesia Católica, pese a la tajante resolución del papado de no admitir este tema como susceptible de ser dialogado en un sínodo. Ya lo dejó claro Juan Pablo II en su 'Carta Apostólica Ordinatio Sacerdotalis', promulgada en 1994: “la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia”. Hasta aquí, si el lector acepta sumisamente la omisión de disentir racionalmente de estas palabras del Papa y no considera necesaria una reflexión seria y serena por parte de los fieles sobre la posibilidad de hacer compatible la fe cristiana con el sacerdocio femenino, entonces no encontrará en mis siguientes palabras nada que pueda cuestionar sus férreas convicciones. Mejor no seguir leyendo.
La postura de la Iglesia Católica respecto a esta cuestión es categórica y está fundada en preceptos extrínsecos a su devenir histórico o a los signos de los tiempos. La Congregación para la Doctrina de la Fe sentenciaba en 1995 que esta determinación “se ha de entender como perteneciente al depósito de la fe” y que “exige un asentamiento definitivo puesto que, basada en Palabra de Dios escrita y constantemente conservada y aplicada en la Tradición de la Iglesia desde el principio, ha sido propuesta infaliblemente por el Magisterio ordinario y universal”. Este posicionamiento está marcado por el Magisterio de la Iglesia, que debe ser quien lo interprete autorizadamente (cf. Concilio Vaticano II, Const. Dogm Dei Verbum, n. 10) y además quien administre los medios de salvación en nombre de Jesucristo (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 830 y 868). El pueblo de Dios, entendido como el conjunto de los fieles, no tiene autoridad para dirimir en estos asuntos y debe acatar sin dudas lo prescrito por el Magisterio. Sin embargo, este Magisterio comunica a los fieles (sin posibilidad de réplica) que el fundamento en el que se basa tal convencimiento está en la Palabra de Dios, aplicada (interpretada sería quizá más exacto) por la tradición. Prescribe preceptos inapelables en nombre de la Palabra de Dios sin más explicación que los textos. Donde manda patrón... El Papa y el Colegio Episcopal (formado por los Obispos) poseen la potestad de declarar sin revisión doctrinas fundadas en la revelación (cf. Const. Dogm Lumen Gentium, n. 22).
No hay ningún signo que indique que desde el Magisterio exista siquiera alguna tímida intención de propiciar en la Iglesia estructuras de participación y decisión democráticas. Asuntos como el sacerdocio subrayan aún más este marcado verticalismo intransigente. Por eso, cualquier debate a pie de calle, protagonizado por el creyente, está basado más en un ejercicio de libre opinión entre fieles, condenado al solipsismo, que en un diálogo horizontal, del Pueblo de Dios con sus pastores. Aún así, muchos, creyentes o no, abogan por este diálogo, fundamentando sus argumentos en dos posturas muy generalizadas en debate público.
La primera, originada en el seno de la propia Iglesia, extrae sus argumentos de su condición de creyente y es vieja ya en la historia de la Iglesia: la revisión de la interpretación que hace el Magisterio de las Sagradas Escrituras. A juicio de muchos creyentes, la Biblia no prescribe las formas de organización de la institución eclesial, sino que sólo es un vehículo de transmisión de la moral cristiana (Palabra de Dios), la manera más explícita que tiene el fiel de escuchar a viva voz aquello que Dios quiere para nosotros. Exceptuando los preceptos morales más esenciales, las Escrituras no son en modo alguno un manual acerca de cómo deben determinarse la toma de decisiones y los roles en la Iglesia. Su verticalismo y masculinización institucional obedece a aspectos históricos, necesariamente revisables, a la escucha de los signos de los tiempos, y en modo alguno estos cambios pueden afectar a la moral cristiana. Antes más -piensan quienes se posicionan a favor de este revisionismo-, un diálogo sereno acerca de estos asuntos enriquecería a la Iglesia, haciéndose más comprensible y cercana a la ciudadanía, sea ésta creyente o no.
La segunda postura no es exclusiva del creyente, es una reflexión que nace de la inquietud de cualquier ciudadano, preocupado por la dimensión social y cultural de la Iglesia. Sus argumentos son tomados no de las Sagradas Escrituras, de los textos canónicos o de la fe, sino de una moral cívica. Esta postura considera importante que el Magisterio sea sensible a los valores reconocidos por la Declaración Universal de los Derechos Humanos, valores en los que se fundamentan todas las Constituciones occidentales, su Estado de Derecho y las leyes vigentes, y a la que el Vaticano también debería someterse si no quiere estar fuera del derecho internacional. No tiene sentido que en Europa aún siga existiendo un Estado (excluyendo a los Estados islámicos teocráticos) que promueva la discriminación social de las mujeres en base a preceptos metafísicos, más aún cuando el Vaticano no se ajusta a estas normas sólo en su territorio, sino que las promueve y las justifica en el resto del mundo. La mujer sigue, en este contexto, recluida en el ámbito asistencial y doméstico, imposibilitando un reconocimiento igualitario de sus potencialidades al servicio de la Iglesia. Mientras tanto, los varones detentan la toma de decisiones, esperando a que el resto de fieles asienta con humildad y apatía intelectual sus preceptos.
Por esta razón son cada vez más los creyentes que ven con buenos ojos la posibilidad de establecer un diálogo activo entre la Iglesia Católica y el mundo, en el que no tengan porqué ser incompatibles los Derechos Humanos con los preceptos católicos. Aboga por un humanismo universalista, más allá del ámbito religioso, pero no reñido con él. Al igual que Tomás de Aquino, ya en el Medievo, hiciera compatibles los dogmas de la Iglesia con una visión cristianizada del mundo pagano (Aristóteles), o el Concilio Vaticano II buscara un acercamiento con los signos de los tiempos, auspiciado por la mediación del Espíritu Santo, ¿por qué hoy no es posible esa comunión con el mundo?, ¿por qué ese repliegue trentista?, ¿qué podemos perder en el intento?
No son pocos los que están convencidos de que parte de la solución pasaría por una mayor participación de los laicos en las instituciones eclesiales, propiciando así una creciente democratización de la toma de decisiones. No tiene sentido seguir reproduciendo la anacronía del absolutismo monárquico dentro del seno de la Iglesia, cuando los últimos siglos nos han demostrado que la Democracia es el mejor sistema de toma decisiones a la hora de evitar los excesos del poder y posibilitar que voces plurales sean escuchadas más allá de la cúpula de Miguel Ángel. Pero esta democratización no es posible si los creyentes -curas, laicos, obispos, todos- no asumen su papel de 'sacerdote', entendido éste no como un mero gestor o administrador de sacramentos, sino como un instrumento activo y fértil de Dios desde el ámbito doméstico hasta el político. Son precisamente las voces calladas de los creyentes, que confunden humildad y sacrificio con la pusilánime apatía del avestruz, las que alimentan esta esclerosis dentro de la Iglesia y propician el insidioso augurio de que el Reino de los Cielos sólo podrá consumarse cuando todos estemos criando malvas.
Ramón Besonías Román
A veces pienso que yo podría ser cristiano a poco que me centrase en qué mensaje cuenta la doctrina de la fe y me liberase de un par cientos de ideas contrarias a serlo. Pero ese par de cientos de ideas pesan lo suyo, y así no hay manera. Voy a gusto con el fardo de mi pensamiento, aunque en ocasiones dudo, me pongo un poco sentimental con estas cosas, místico de provincia, y reculo, admito que estaría bien la visión del Altísimo, la creencia en el más allá y la felicidad de su gozo. De hecho, ahora que estoy por tierras gallegas de vacaciones, muy buenas por cierto, estoy pisando decenas de iglesias, catedrales, lugares de culto que me dejan siempre varado en un respeto absoluto a los que edificaron esas construcciones. Luego está la vida actual de la fe, el desatino de su criterio, la falta de perspectiva de su doctrina, el abandono de lo terreno por el abrazo con lo espiritual... Y mira que yo puedo llegar a ser espiritual, en fin... Un abrazo, amigo.
ResponderEliminarFeliz Everything.