¿Sólo fútbol?


Publicado en el diario Hoy, 21 de junio de 2010


Lo confieso, no me gusta el fútbol. Sin embargo, siento una reverencia irracional hacia este deporte. Atestiguo, como pagano ignorante, su poder hipnótico. Presiento, sin entender sus ritos ni comulgar en su iglesia, la fuerza atávica de su iconografía. Este sentimiento numinoso a lo largo de su fértil historia, tanto por fieles consagrados a su liturgia como por perplejos espectadores de su espectáculo, ha generado kilómetros de tinta, unas veces para denostarlo, otras para santificarlo. Borges lo odiaba: «es feo estéticamente. Once jugadores contra otros once corriendo detrás de una pelota no son especialmente hermosos...»

No en vano ya los egipcios practicaban una actividad parecida a lo que después llamaríamos 'fútbol', como ritual que acompañaba a sus prácticas religiosas. Hay que reconocer que este carácter espiritual y ceremonioso no ha desaparecido del todo en el fútbol moderno. Si acaso se ha laicizado. La presencia de colores, vestimentas y demás merchandaisin identitario, tonadillas coreadas a viva voz, un estricto ritual reglado (el primero lo registró el Eton College británico en 1815), su jerarquía de roles, el estadio como templo, la literatura confesional que destila tras de sí... Hasta en el aspecto más negativo -dígase integrismo-, el fútbol ha recreado con cierto mimetismo las liturgias de la religión.

Quizá el poder reverencial que posee el fútbol esté simplemente en el sencillo acto de 'mover el balón', en la necesidad de poseerlo, de mantenerlo vivo hasta ver cómo atraviesa, pese a los intentos titánicos del equipo contrario por robarlo, los confines de la portería. No en vano, los chinos, inventores del esférico, llamaban al fútbol allá por el año 200 a.C. 'tsu chu', que viene a traducirse algo así como ‘dar patadas’ a una bola de cuero relleno. En el siglo XIV, los florentinos llamaban a un juego similar 'calcio' (‘juego de la patada’), aunque en este caso estaba permitido usar también los pies.

Casi es una perogrullada afirmar que el acto de golpear una pelota posee un poder terapéutico incuestionable. De hecho, la pasión por el fútbol ha conseguido cuajar sin esfuerzo entre jóvenes de muchos barrios marginales en lugares dispares del mundo, convirtiendo en algunos casos a futuros parados o delincuentes en estrellas mediáticas. Pero no sólo desfoga tensiones el movimiento físico de percutir la bola. A esto contribuye también la necesaria circunstancia de encontrar resistencias durante el camino hasta la portería. Sin la presencia del contrario, el fútbol sería una carrera de relevos con un balón como testigo. La dialéctica entre equipos convierte al fútbol en un juego de estrategia, un ajedrez sobre hierba, en donde los factores físicos como la resistencia o la velocidad no sirven de nada sin una planificación calculada. Esto convierte a cada jugador en un órgano al servicio del equipo, obligándole a actuar no de forma individual sino coordinada, a contener sus impulsos al servicio del buen juego y no de su afán de gloria.

Por mucho que los medios quieran convertir al fútbol en un escaparate de semidioses rutilantes, este juego no es en ningún caso un deporte de individualidades compitiendo por la posesión del balón. No hace falta más que unos minutos de observación para darse cuenta de que estamos ante un deporte en donde lo físico y lo mental se unen al servicio de un objetivo común: marcar goles. Para ello, cada jugador necesita del resto, confía en que su compañero cumplirá con su función, que no se desmarcará del juego establecido a menos que la situación lo requiera. De esta forma, aunque un gol sea marcado por un jugador en concreto, el éxito es colectivo, un logro conseguido entre todos los miembros del equipo. Igualmente, cada equipo confía en que su adversario -mientras dure el partido- actuará según su estrategia y respetará las reglas del juego. «Creo que el fútbol» -declara Milan Kundera- «es un pensamiento que se juega, y más con la cabeza que con los pies».

Sin embargo, intuimos, además de esto, que estamos ante un deporte que posee una evidente dimensión ética, fundada en valores universales, que traspasan fronteras y unen durante noventa minutos a países de religiones y culturas diferentes, incluso regímenes políticos dispares. Albert Camus, que fue durante su juventud jugador de fútbol, confiesa acerca de este deporte: «todo lo que sé con más certeza sobre la moral y los deberes de los hombres se lo debo al fútbol». Y insiste con el entusiasmo de un niño: «Los partidos del domingo en un estadio repleto de gente y el teatro, lugares que amé con una pasión sin igual, son los únicos sitios en el mundo en los que me siento inocente».

Formar parte de un grupo, compartir con otros una pasión, despotricar contra propios y extraños la última jugada, sentir la tensión ante la inminente sospecha de un gol, celebrar victorias y penar fracasos, travestirse de los colores de tu equipo, gritar, batir palmas, silbar, saltar, morderse las uñas, reír, llorar, decepcionarse, sentir la ilusión de la victoria, esperar impaciente una nueva oportunidad, reconocer el talento del adversario, aprender a equivocarse... ¿Sólo fútbol?

Ramón Besonías Román

1 comentario:

  1. Es un rito en una época en la que no los hay. Una religión en un mundo pagano. Un laicismo divino. Una gloria en la tierra. Yo voy a disfrutar estos días. Mucho. Me encantó tu reflexión, amigo.

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