Publicado en el diario Hoy, 27 de marzo de 2010
En el baño, soy celoso de mi intimidad. Lo confieso. Me pone de muy mala leche que entren en el preciso momento en el que yo y mi cuerpo nos desahogamos o echamos cuenta de lo mal que nos ha tratado el tiempo. El lavabo es una iglesia doméstica en donde a solas, frente a los azulejos, uno pasa revista a sus arrugas, canas y demás contingencias. Entrar sin permiso en este confesionario del cuerpo debería estar penado como crimen de lesa humanidad. No hablo en broma. El cuarto de baño es un bien cultural a proteger.
En un principio, ya remoto en la memoria del homo civicus, el asunto se resolvía abriendo una zanja profunda en un lugar alejado de la casa y rodeándolo de arbustos o maderas con el fin de preservar no sólo la decencia pública sino también dejar al defecador acabar la faena en un ambiente que propiciara el asueto y la paz interior. Cuando la modernidad hizo su entrada con sus costumbres aristocráticas, se impuso el baño privado francés, en un inicio discriminado tan sólo por un exiguo biombo. El bidé, la bañera y la grifería se impondrían con el tiempo en todo país civilizado, definiendo por primera vez la frontera entre el progreso y la barbarie a partir de la prosaica cuestión acerca de si se posee o no cuarto de baño, es decir, si estamos o no privados de una intimidad doméstica que nos permita recluirnos por un tiempo más o menos breve -aquí cada maestro tiene su librillo- del mundanal ruido de las ciudades.
No hay que darle muchas vueltas. Está claro y distinto en nuestra mente: el producto humano que mejor ejemplifica los logros de la modernidad y, con ello, la adquisición de las libertades que hoy disfrutamos en Europa como ciudadanos de pleno derecho, es el cuarto de baño. De hecho, hoy por hoy es el único lugar del planeta en donde un individuo puede obtener con más seguridad asilo e inmunidad. Ni siquiera el Vaticano le gana a la toilette.
A quién le puede extrañar que Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960) no ganara ni un Oscar. La escena de la ducha es un ultraje que convierte la ocurrencia de cepillarse del guión a la supuesta protagonista, Janet Leigh, en un pecado que no requiere ni un padrenuestro. Pero otra cosa es perpetrar en cuarenticinco segundos tamaño asesinato contra la intimidad. La famosa escena de la ducha transmuta sin pudor el sagrado derecho que la Ilustración nos regaló a disponer de un cuarto de baño digno, sin injerencias.
La ducha nunca volvería a gozar del prestigio que el consuetudinario sentido común le había concedido hasta que hace cincuenta años al maestro del suspense se le ocurrió rasgar con siniestra elegancia la cortina de una ducha en una habitación de motel de carretera. Quién puede hoy entrar en ese húmedo refugio del alma sin sentir la insana sospecha de ser espiado o asesinado por un psicópata. Podemos perdonar a Spielberg habernos fastidiado las vacaciones estivales con su Tiburón, pero lo de Hitchcock no tiene perdón de ningún dios.
Algún optimista sentenciará para sus adentros: "Siempre nos quedará París". Y quizá no le falte razón. Puede que un buen día a un francés se le ocurra inventar un artefacto que disipe de nuestra imaginación las siniestras mitologías fabuladas por el cine. Ese día quedaré aliviado, feliz de poder volver a la lisérgica ceremonia del aseo personal, pero -he de confesarlo- triste por no sentir en la nuca el aliento de Norman Bates. Al final, por muy ilustrado que seamos, acabamos cediendo a las sirenas de la imaginación en detrimento del nirvana que promete la experiencia de reposar nuestro cuerpo sobre un inodoro.
Débil que es uno.
Ramón Besonías Román
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