Me crié con las películas de Disney y Hollywood. Y qué daño me hicieron. Incluso cuando el acné plantó de inseguridades mi adolescencia, aún no estaba yo muy convencido de que los animales no tuvieran emociones o parlamentos humanos, y prefería imaginar una jungla a imagen y semejanza del homo sapiens. Dios, según dicen, creó al ser humano. No puedo estar muy seguro de esto. Pero sí estoy convencido de que la infancia la inventó Walt Disney.
Después llegó la meca del cine, ese retoño evolucionado de Disneyland. Y el Pato Donald o Mickey dejaron paso a héroes polvorientos, villanos incorregibles, damas en apuros y mitologías varias que llenaban el fin de semana y mi cerebro de fantasías sobre la valentía, el honor y el placer de correr aventuras. Pero aún hoy quien deja en mi memoria indelebles fotogramas de emoción y buenos ratos es el malo de la película. He de confesar sin pudor que cuanto más malo era el antagonista, de mayor regusto insano se dibujaba mi sonrisa al contemplar sus infamias. Lo siento, no podía remediarlo.
El héroe siempre es previsible en palabra, obra y omisión. Vamos, que se le ve venir. Lo que busca es el bien, salvar el mundo o a la chica, hacer lo correcto, evitar desastres, proteger al débil, etcétera, etcétera. Además, no puede saltarse la ley y debe atenerse a las cívicas costumbres que la corrección política le exige. Ahora bien, el malo no se debe a nada ni nadie y no sabemos qué perrería se le ocurrirá hasta que la tenemos encima. Pero no queda ahí la cosa, en el fragor del crimen, cuando está punto de desatar el caos a diestro y siniestro, incluso en el momento en el que sabe que está acorralado o que el héroe le va a llenar de mandobles el careto, va y se ríe, se descojona el muy miserable. Y es que para ser muy malo, malo de la hostia, hay que saber disfrutarlo. No sólo creérselo, que también.
Por eso a mí desde chico el que más me hacía disfrutar era el villano. Lo triste es que uno crece y la ficción deja paso al esperpento de la realidad cotidiana. Y el malo ya no tiene el encanto que lucía a toda pantalla. La ingeniosa audacia del héroe se doblega al principio de realidad y pronto un comprensible desencanto y una incurable mala leche nos jode la tarde.
Claro que el malo también deja mucho que desear respecto a su homólogo de celuloide. Y la sonrisa que a uno le cautivaba sin condiciones, deviene en la prosaica pantalla del televisor como lo que nunca dejó quizá de ser: el indigesto ademán del despropósito, ese rictus iluminador que ejemplifica la locura del sociópata, que constata la sinrazón desatada del malnacido, que hiere sin tocar y hierve el corazón sin amar.
Así se siente uno cuando contempla con impotencia la sonrisa de Otegui en la Audiencia Nacional, desplegando con impudicia su desprecio hacia las víctimas. E imaginas la de hostias que recibiría este fantoche si Harry el sucio o John MacClaine le cogieran por banda. Y uno se queda como aliviado. Conforme no, pero aliviado.
Mientras tanto, no están mal los dos añitos que le han caído al bucanero político de ETA. Pero no os preocupéis, prometo soñar esta noche con otra de Hollywood. Os lo juro. Y si la imaginación me llega, a éste le borro yo la sonrisa. Aunque me toque hacer de héroe. Palabra.
Después llegó la meca del cine, ese retoño evolucionado de Disneyland. Y el Pato Donald o Mickey dejaron paso a héroes polvorientos, villanos incorregibles, damas en apuros y mitologías varias que llenaban el fin de semana y mi cerebro de fantasías sobre la valentía, el honor y el placer de correr aventuras. Pero aún hoy quien deja en mi memoria indelebles fotogramas de emoción y buenos ratos es el malo de la película. He de confesar sin pudor que cuanto más malo era el antagonista, de mayor regusto insano se dibujaba mi sonrisa al contemplar sus infamias. Lo siento, no podía remediarlo.
El héroe siempre es previsible en palabra, obra y omisión. Vamos, que se le ve venir. Lo que busca es el bien, salvar el mundo o a la chica, hacer lo correcto, evitar desastres, proteger al débil, etcétera, etcétera. Además, no puede saltarse la ley y debe atenerse a las cívicas costumbres que la corrección política le exige. Ahora bien, el malo no se debe a nada ni nadie y no sabemos qué perrería se le ocurrirá hasta que la tenemos encima. Pero no queda ahí la cosa, en el fragor del crimen, cuando está punto de desatar el caos a diestro y siniestro, incluso en el momento en el que sabe que está acorralado o que el héroe le va a llenar de mandobles el careto, va y se ríe, se descojona el muy miserable. Y es que para ser muy malo, malo de la hostia, hay que saber disfrutarlo. No sólo creérselo, que también.
Por eso a mí desde chico el que más me hacía disfrutar era el villano. Lo triste es que uno crece y la ficción deja paso al esperpento de la realidad cotidiana. Y el malo ya no tiene el encanto que lucía a toda pantalla. La ingeniosa audacia del héroe se doblega al principio de realidad y pronto un comprensible desencanto y una incurable mala leche nos jode la tarde.
Claro que el malo también deja mucho que desear respecto a su homólogo de celuloide. Y la sonrisa que a uno le cautivaba sin condiciones, deviene en la prosaica pantalla del televisor como lo que nunca dejó quizá de ser: el indigesto ademán del despropósito, ese rictus iluminador que ejemplifica la locura del sociópata, que constata la sinrazón desatada del malnacido, que hiere sin tocar y hierve el corazón sin amar.
Así se siente uno cuando contempla con impotencia la sonrisa de Otegui en la Audiencia Nacional, desplegando con impudicia su desprecio hacia las víctimas. E imaginas la de hostias que recibiría este fantoche si Harry el sucio o John MacClaine le cogieran por banda. Y uno se queda como aliviado. Conforme no, pero aliviado.
Mientras tanto, no están mal los dos añitos que le han caído al bucanero político de ETA. Pero no os preocupéis, prometo soñar esta noche con otra de Hollywood. Os lo juro. Y si la imaginación me llega, a éste le borro yo la sonrisa. Aunque me toque hacer de héroe. Palabra.
Ramón Besonías Román
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