El señor Beaver estaría orgulloso. Casi setentaicinco millones de euros. Record planetario en lo que a subastas de arte se refiere. Claro que si nos entendemos en libras, el Muchacho con una pipa de Picasso aún seguiría fumándose la gloria del Guinness.
Cuenta la bocina popular -la verdad no puede pagarse un agente publicitario que la defienda- que allá por 1951, sir Hugh Beaver, quizá bajo el sopor de la hora del té o defraudado por un mal día de caza, le propuso a sus amigotes un estúpido enigma: ¿cuál es el pájaro de caza más rápido de Europa: el chorlito o el urogallo? Poco después de aquel jueguecito cinegético entre quemabilletes nacería un bestseller, El libro Guinness de los récords.
Cuenta la bocina popular -la verdad no puede pagarse un agente publicitario que la defienda- que allá por 1951, sir Hugh Beaver, quizá bajo el sopor de la hora del té o defraudado por un mal día de caza, le propuso a sus amigotes un estúpido enigma: ¿cuál es el pájaro de caza más rápido de Europa: el chorlito o el urogallo? Poco después de aquel jueguecito cinegético entre quemabilletes nacería un bestseller, El libro Guinness de los récords.
Y de ahí a Sotheby's hay poco más que contar. La historia se escribe sola. ¿Quién da más? Todo se vende, hasta un anoréxico hombre que camina. En este siglo veintiuno, más cambalache que su antecesor, pocas cosas se venden ya al peso. Quizá Giacometti, acostumbrado a las travesuras del surrealismo, sospechara ya en 1961 que la levedad se convertiría en el nuevo siglo metáfora perfecta de la faústica materia del vil metal y no, como más bien intuye la crítica sesuda, que la figura casi invisible de un ser de bronce que camina represente la soledad y la falta de rumbo del ser humano contemporáneo.
Si no fuera por la base que lo sostiene, el hombre de Giacometti sería una escultura yacente. Pero no, el escultor suizo creyó conveniente hacer que sus huesos se erguieran y simularan un movimiento sobrio, no muy decidido, hacia ninguna parte. Después de todo, ese será de seguro su nuevo hogar, la esquina de un enorme salón en la casa de un jeque dubaití o peor, la fría cavidad de una cámara de seguridad, herméticamente sellada. Otra apropiada metáfora que nos brinda el azar. Y todo por un chorlito.
Si no fuera por la base que lo sostiene, el hombre de Giacometti sería una escultura yacente. Pero no, el escultor suizo creyó conveniente hacer que sus huesos se erguieran y simularan un movimiento sobrio, no muy decidido, hacia ninguna parte. Después de todo, ese será de seguro su nuevo hogar, la esquina de un enorme salón en la casa de un jeque dubaití o peor, la fría cavidad de una cámara de seguridad, herméticamente sellada. Otra apropiada metáfora que nos brinda el azar. Y todo por un chorlito.
Ramón Besonías Román
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