Obviando que la princesa-chef de "La princesa y el sapo" nos remita a la llamada "era Obama", no sólo por el trasunto racial sino por la no tan soterrada metáfora política del yes, we can, pasada por la turmi del vudú y el jazz, y restando igualmente el debate superfluo acerca de si Disney vuelve o no a sus raíces, recuperando tras de sí un aire de conservadurismo, por lo visto no tan trasnochado, de princesitas en busca de marido y fortuna al estilo self-made, aunque aderezado con la modernidad del igualitarismo sexual y la defensa del multiculturalismo, cabe subrayar otro aspecto de esta obra que quizá pase desapercibido o tal vez diluido por los fuegos de artificio típicos de la factoría Disney.
Ya sé, esta vez la princesa no tiene una pelota de oro, sino orígenes humildes y un sueño de autorrealización. Y no se pliega a los deseos del macho. Sabe lo que quiere y desdeña el amor, ya sea fatuo y pasado por el nihil obstat de la Conferencia Episcopal. Hay que deconstruir a los hermanos Grimm, aunque al final dejemos todo como estaba en el cuento: la princesa tiene éxito, se casa con su principito rehabilitado y viven felices en su Bulli particular. La vida es hermosa y qué problema no se puede solucionar...
Sin embargo, velahí que el guionista, quizá cansado de tanta corrección, le cuela a la productora una escena que restituye la justicia que toda épica necesita. No me refiero por supuesto a la merecida y esperada condena del malo al horror de los infiernos. Hasta aquí todo queda dentro del festín de optimismo, marca de la casa, y del pietismo estadounidense más inmaculado. El malo debe pagar. El bueno, identificable sin necesidad de deducciones escolásticas, recibirá en vida la gloria que merece. No, la escena a la que me refiero es la muerte de Ray, el solícito y enamorado luciérnago cajún.
¿Por qué debe morir Ray? ¿Porque se sacrifica por el grupo? ¿Porque ya en principio estaba destinado a reunirse con su estrella Evangeline? Por cierto, vaya nombre para una estrella. Hace que el sacrificio del insecto pareciera un rendido homenaje a la inmolación religiosa. Aunque pensándolo bien quizá sea más justo pensar en las intenciones metafísicas de un guionista estresado o en una defensa romántica del amor platónico.
Sea como fuere, Ray muere ante los ojos de unos niños que no entienden muy bien qué está sucediendo ni porqué, ya que pronto el luciérnago se reune, transmutado, con su partner celestial. Esta mutación viene a ser un didáctico ejercicio de explicación acerca de la naturaleza de la muerte, obviando la difícil cuestión sobre si la materia pudiera o no pasar de eso, de simple polvo enamorado.
No es la primera vez que Disney utiliza la muerte como recurso narrativo. El devenir de la madre de Bambi es ya para muchos un referente de crueldad fílmica. A éste le seguiría Mufasa, el shakespeariano padre de Simba, sólo que en este caso el viaje iniciático del protagonista no diluye la presencia del padre más allá de la muerte, sino que éste regresa pidiendo la restitución de la justicia y perpetuando el ciclo natural de la familia.
Disney, pese a no eludir el tema, nunca hace de la muerte un ejemplo de fatalidad. Al contrario, la toma como soporte de aprendizaje e iniciación a la vida adulta. No es de extrañar que Spielberg se criara con los cuentos audiovisuales de la franquicia. El hijo de Hollywood hace también de su filmografía un viaje imposible hacia el país de nunca jamás. James, el protagonista de El imperio del sol, aprenderá a crecer en un campo de concentración, a buscarse la vida más allá del feliz apego a las faldas de su madre. Para enmarcar es la escena en la que un espléndido Christian Bale reconoce entre la multitud a sus padres, pero no corre hacia ellos, como se podría esperar de un hijo arrebatado por la guerra del calor del hogar. Permanece inerte, con la mirada perdida, quizá cree estar aún en el campo de Soo Chow.
Disney no llega a estas alturas de consecuencia con lo real. Prefiere mantener el sueño de una felicidad perpetua, aunque la aderece en ocasiones de sutiles pinceladas de honestidad. Cuando el espectador que ayer visionara perplejo el universo de Bambi, Aladdín, Bella o Dumbo crece, regresan a tu memoria descreída ecos que ya tan sólo pueden estar dibujados de una melancólica lucidez. Las estrellas brillan y pueden hacerlo aún después de su muerte, pero acaban muriendo, de eso podemos estar seguros.
Ya sé, esta vez la princesa no tiene una pelota de oro, sino orígenes humildes y un sueño de autorrealización. Y no se pliega a los deseos del macho. Sabe lo que quiere y desdeña el amor, ya sea fatuo y pasado por el nihil obstat de la Conferencia Episcopal. Hay que deconstruir a los hermanos Grimm, aunque al final dejemos todo como estaba en el cuento: la princesa tiene éxito, se casa con su principito rehabilitado y viven felices en su Bulli particular. La vida es hermosa y qué problema no se puede solucionar...
Sin embargo, velahí que el guionista, quizá cansado de tanta corrección, le cuela a la productora una escena que restituye la justicia que toda épica necesita. No me refiero por supuesto a la merecida y esperada condena del malo al horror de los infiernos. Hasta aquí todo queda dentro del festín de optimismo, marca de la casa, y del pietismo estadounidense más inmaculado. El malo debe pagar. El bueno, identificable sin necesidad de deducciones escolásticas, recibirá en vida la gloria que merece. No, la escena a la que me refiero es la muerte de Ray, el solícito y enamorado luciérnago cajún.
¿Por qué debe morir Ray? ¿Porque se sacrifica por el grupo? ¿Porque ya en principio estaba destinado a reunirse con su estrella Evangeline? Por cierto, vaya nombre para una estrella. Hace que el sacrificio del insecto pareciera un rendido homenaje a la inmolación religiosa. Aunque pensándolo bien quizá sea más justo pensar en las intenciones metafísicas de un guionista estresado o en una defensa romántica del amor platónico.
Sea como fuere, Ray muere ante los ojos de unos niños que no entienden muy bien qué está sucediendo ni porqué, ya que pronto el luciérnago se reune, transmutado, con su partner celestial. Esta mutación viene a ser un didáctico ejercicio de explicación acerca de la naturaleza de la muerte, obviando la difícil cuestión sobre si la materia pudiera o no pasar de eso, de simple polvo enamorado.
No es la primera vez que Disney utiliza la muerte como recurso narrativo. El devenir de la madre de Bambi es ya para muchos un referente de crueldad fílmica. A éste le seguiría Mufasa, el shakespeariano padre de Simba, sólo que en este caso el viaje iniciático del protagonista no diluye la presencia del padre más allá de la muerte, sino que éste regresa pidiendo la restitución de la justicia y perpetuando el ciclo natural de la familia.
Disney, pese a no eludir el tema, nunca hace de la muerte un ejemplo de fatalidad. Al contrario, la toma como soporte de aprendizaje e iniciación a la vida adulta. No es de extrañar que Spielberg se criara con los cuentos audiovisuales de la franquicia. El hijo de Hollywood hace también de su filmografía un viaje imposible hacia el país de nunca jamás. James, el protagonista de El imperio del sol, aprenderá a crecer en un campo de concentración, a buscarse la vida más allá del feliz apego a las faldas de su madre. Para enmarcar es la escena en la que un espléndido Christian Bale reconoce entre la multitud a sus padres, pero no corre hacia ellos, como se podría esperar de un hijo arrebatado por la guerra del calor del hogar. Permanece inerte, con la mirada perdida, quizá cree estar aún en el campo de Soo Chow.
Disney no llega a estas alturas de consecuencia con lo real. Prefiere mantener el sueño de una felicidad perpetua, aunque la aderece en ocasiones de sutiles pinceladas de honestidad. Cuando el espectador que ayer visionara perplejo el universo de Bambi, Aladdín, Bella o Dumbo crece, regresan a tu memoria descreída ecos que ya tan sólo pueden estar dibujados de una melancólica lucidez. Las estrellas brillan y pueden hacerlo aún después de su muerte, pero acaban muriendo, de eso podemos estar seguros.
Ramón Besonías Román
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