Todos somos Mitchell Stevens, el triste abogado de El dulce porvenir (The Sweet Hereafter, Atom Egoyan, 1997). Todos buscamos compensar el dolor y dotar de lógica al sinsentido. Cuando menos volcar nuestra perplejidad contra lo otro: la capa de ozono, la vileza del político, el egoísmo humano, Dios... Pero nunca admitir que lo que sucede nos sobrepasa sin pedir permiso ni razones, sajando sin compasión vidas que un día fueron un proyecto.
Unos niños se dirigen en autobús al colegio. El vehículo se desvía de la carretera y cae sobre un lago congelado. Todos mueren. Las familias, destrozadas por el dolor. Un abogado llega al pueblo y arenga a los padres a demandar a la empresa de autobuses. Algunos deciden denunciar. Quizá no tanto por justicia. Quizá sea por encontrar una causa que les permita volcar su rabia y su tristeza sobre algo o alguien al que identificar como causante de tanta aflicción. De lo contrario, ¿qué sentido tiene?
En estos días, los periódicos se llenan de noticias que más bien parecen esquelas colectivas. En pocas líneas se comunica el suceso de la manera más objetiva posible. Un terremoto provoca decenas de muertos en Haiti, ahora en Chile. Bombardean civiles por error en Afganistán. Un vendaval mata a tres personas en España... Pero ninguna de estas muertes se escapa de tener un sujeto agente que alivie y justifique nuestro pesar. Nuestro cerebro actúa como una agencia de seguros, activa un natural rastreador de culpables. Ninguna muerte sin una explicación. Aunque ésta venga refrendada por una abstracción complaciente o la mediación de un ente sobrenatural.
Un cuerpo yace sobre la acera. Es un hecho que está muerto, no tiene pulso. La autopsia, sin embargo, debe revelar las causas físicas del fallecimiento. A partir de este punto y teniendo en cuenta las pruebas encontradas en el lugar del suceso, se determinará quién o qué es el causante material de tan infortunado acontecer. En todo caso, alguien -particular o institución- tendrá de pagar por ello. Aunque los familiares deseen tan sólo descansar y cubrir de tiempo las heridas, el sistema social, jueces, periodistas, televidentes, todos, exigiremos un discurso que restituya de sentido y causalidad la fatalidad. Nunca habrá silencio hasta que ahoguemos de palabras el vacío que dejó esa ausencia.
Unos niños se dirigen en autobús al colegio. El vehículo se desvía de la carretera y cae sobre un lago congelado. Todos mueren. Las familias, destrozadas por el dolor. Un abogado llega al pueblo y arenga a los padres a demandar a la empresa de autobuses. Algunos deciden denunciar. Quizá no tanto por justicia. Quizá sea por encontrar una causa que les permita volcar su rabia y su tristeza sobre algo o alguien al que identificar como causante de tanta aflicción. De lo contrario, ¿qué sentido tiene?
En estos días, los periódicos se llenan de noticias que más bien parecen esquelas colectivas. En pocas líneas se comunica el suceso de la manera más objetiva posible. Un terremoto provoca decenas de muertos en Haiti, ahora en Chile. Bombardean civiles por error en Afganistán. Un vendaval mata a tres personas en España... Pero ninguna de estas muertes se escapa de tener un sujeto agente que alivie y justifique nuestro pesar. Nuestro cerebro actúa como una agencia de seguros, activa un natural rastreador de culpables. Ninguna muerte sin una explicación. Aunque ésta venga refrendada por una abstracción complaciente o la mediación de un ente sobrenatural.
Un cuerpo yace sobre la acera. Es un hecho que está muerto, no tiene pulso. La autopsia, sin embargo, debe revelar las causas físicas del fallecimiento. A partir de este punto y teniendo en cuenta las pruebas encontradas en el lugar del suceso, se determinará quién o qué es el causante material de tan infortunado acontecer. En todo caso, alguien -particular o institución- tendrá de pagar por ello. Aunque los familiares deseen tan sólo descansar y cubrir de tiempo las heridas, el sistema social, jueces, periodistas, televidentes, todos, exigiremos un discurso que restituya de sentido y causalidad la fatalidad. Nunca habrá silencio hasta que ahoguemos de palabras el vacío que dejó esa ausencia.
Ramón Besonías Román
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