Razonable conflictividad



Ayer escuché de refilón al actual Ministro de Interior, Jorge Fernández Díaz, unas declaraciones que llamaron poderosamente mi atención. Venían a decir algo parecido a esto: entendemos que exista una «razonable conflictividad» entre la sociedad civil, pero ésta debe darse dentro de los cauces legales. El ministro quería realmente decir: entendemos que la gente esté cabreada con los recortes a los que les sometemos, pero esto no justifica que cada cual vaya por ahí tomándose la justicia por su mano y saltándose la ley a la torera. El cargo impone el eufemismo como recurso formal, a fin de suavizar la naturaleza del aserto. De ahí que el señor Fernández Díaz utilizara la expresión «razonable conflictividad» como recurso ad hoc. Sin embargo, al mismo tiempo que el ministro edulcoraba la realidad, estaba poniendo sobre la mesa un asunto de especial relevancia: la subordinación o no de las leyes a principios morales universales.

Al igual que podemos entender que la función del ministro es asegurar el orden público, la ciudadanía está obligada por naturaleza a proporcionar bienes básicos a su familia y a sí mismos. Afirmaba Tomás de Aquino, uno de los pioneros de los derechos humanos, que la Humanidad fue creada por Dios con necesidades básicas que deben ser satisfechas; si un gobierno no asegura que esas necesidades, está contraviniendo la voluntad de Dios. En lenguaje actual, se podría traducir que ese gobierno está infringiendo principios éticos o derechos básicos inalienables. Afirma Locke: «La ley primaria de la naturaleza o de la razón le ordena al hombre preservar su vida, su libertad y sus bienes. Y, enseguida, cuidar al otro, porque cada cual está a cargo de la preservación de la humanidad.»

Podemos afirmar que un gobierno que no asegura y protege bienes básicos es inmoral y se deslegitima a sí mismo, a no ser que tenga la voluntad honesta de corregir esta irresponsabilidad contra el pueblo soberano. El derecho político moderno introdujo como añadido a estas condiciones la posibilidad de que la ciudadanía pueda destituir a un gobernante, si éste no es capaz de respetar o proteger derechos básicos del pueblo. En democracia, esto se puede realizar no solo cada cuatro años a través de las urnas, sino también a través del ejercicio legítimo de la protesta social. En este sentido, EE.UU. posee una amplia tradición de defensa de lo que denomina "derechos civiles", que muy pronto, influido también por el espíritu de la Revolución Francesa, pasaría a convertirse en una tradición europea. La lucha contra tiranías, autoritarismos y excesos de poder, vengan éstos desde fuera o en el seno de nuestro propio país, es una constante en la historia del siglo XX y contribuyeron de manera decisiva a la configuración de nuestra cultura occidental.

A esta concepción de los derechos civiles debemos añadir la desobediencia civil como el horizonte final del conflicto entre el orden legal y la legitimidad moral, expresado en los dos extremos del espectro vindicativo, la obediencia pasiva y la resistencia activa. Rawls define la desobediencia civil como «una acción ilegal, colectiva, pública y no violenta, que apela a principios éticos superiores para obtener un cambio en las leyes.» Esta desobediencia puede diferenciarse en función de los actos que acompañan a la misma. Así, podemos hablar de desobediencia omisiva (no hacer lo que se nos ordena o hacer lo que se prohíbe), desobediencia individual o colectiva, pacífica o violenta, y también podemos considerar si el acto de desobediencia pretende subvertir todo el sistema, o tan solo cambiar o suprimir determinadas normas o leyes. En el caso del "asalto" al supermercado, estamos ante un acto de desobediencia civil en el sentido de que supone un delito contra la propiedad privada o los bienes ajenos, y a su vez está motivada por principios morales. Robar unos pocos productos primarios no tiene como objetivo satisfacer las necesidades básicas de quienes los roban, sino llamar la atención, sensibilizar a la ciudadanía de una situación inmoral y demandar al Ejecutivo una respuesta responsable. La legitimidad moral de este tipo de actos está fuera de dudas, pese a suponer una subversión del orden legal. Todo acto de desobediencia civil lleva aparejado una aceptación de las consecuencias de sus actos. Quien desobedece, sabe que lo está haciendo y es consciente que debe responder ante la ley por sus actos. Sin embargo, esto no deslegitima en absoluto la bondad moral del acto, ya que los objetivos que se pretenden conseguir están por encima de la gravedad o consecuencias del suceso. De ahí que la sociedad legitime con facilidad actos de desobediencia civil que no lleven implícito el uso de la violencia o la destrucción de la propiedad privada. Así, merece la pena advertir, a través de un happening vindicativo en el que tan solo se ha cometido el delito de hurto, acerca de la inmoralidad del Estado, que condena a la pobreza a miles de ciudadanos en paro, negándoles una mínima prestación de 400 €. La acción está legitimada desde un punto de vista moral, ya que el coste social o económico es mínimo y no se hace uso de medios violentos.

A lo largo de la Historia, los actos más relevantes de desobediencia civil no tuvieron precisamente el beneplácito de las autoridades competentes. Sin embargo, hoy se consideran acciones legítimas y hechos que condujeron a cambios sustanciales en nuestra forma de vida, edificando una sociedad más libre y justa. Las luchas obreras en el siglo XIX, la lucha de las mujeres por la defensa de sus derechos, la objeción de conciencia contra el servicio militar, las acciones de los ecologistas. Y sigan sumando. 

¿Está legitimada la sociedad civil a rebelarse contra el Ejecutivo si éste lo somete a la privación de bienes básicos y los cauces legales y políticos no sirven de nada para que esta situación cambie? En tiempos de bonanza, los actos de desobediencia civil se percibían como gestos residuales o expresiones exageradas de grupos anti-sistema. Sin embargo, el actual contexto de crisis económica trastoca la imagen que la sociedad civil tiene de ella misma en relación con el Estado, rearmando su sensibilidad política. A esto hay que añadir que la ciudadanía se siente desprotegida por instituciones y partidos políticos, a los que percibe como meros sostenedores del orden establecido. No es extraño que este estado emocional colectivo sea un campo abonado tanto para populismos y extremismos excluyentes, como para la aparición de un nuevo modelo de activismo ciudadano, protagonizado por una clase media venida a menos, obligada a cuestionarse sus propios valores y a desempolvar su apatía política.

Decía Thoreau, padre del concepto de desobediencia civil: «Creo que deberíamos ser hombres primero y ciudadanos después. Lo deseable no es cultivar el respeto por la ley, sino por la justicia. La única obligación que tengo derecho a asumir es la de hacer en cada momento lo que crea justo.»

Ramón Besonías Román 

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