Toma el dinero y corre



Narra Jaroslav Hašek en su famosa novela Las aventuras del buen soldado Švejk la siguiente historia: «En mi regimiento de Budějovice había un soldado, un bobo, que una vez se encontró seiscientas coronas en la calle y las entregó a la policía. Los periódicos escribieron sobre él diciendo que era un hombre honrado, pero al final todo derivó en un gran escándalo y una vergüenza. Nadie quería hablar con él, todos le decían: ¡Imbécil, menuda sandez! Si tuvieras solo un poco de honor, te arrepentirías toda la vida." Su prometida lo dejó. Cuando se fue de permiso a su casa, los amigos lo echaron del bar. Comenzó a desmejorarse, a obsesionarse, y al final se tiró al tren». 


La honradez es en apariencia bien vista por la opinión pública, pero una persona honrada es en el fondo un ser peligroso; pone en entredicho los defectos ajenos, obliga a que el mal salga del anonimato y deje de ser una norma implícita. El honrado, sobre todo en el contexto de la función pública, es un estorbo; alienta la excelencia, incomoda al vago, al asentado, al ineficaz, al que busca medrar, al que se aprovecha de lo público para llenar su faltriquera. Jaroslav Hašek, con su fina ironía, desvela una verdad que no tiene tiempo ni lugar.

En cierto modo, a mí me pasa lo que al infeliz soldado de esta historia. No tengo madera de ladrón, soy incapaz de quedarme con lo que no es mío, y menos aún urdir intencionadamente un plan para esquilmar la propiedad ajena. Esta incapacidad para el crimen me viene de familia. En cierta ocasión, mi madre entró en El Corte Inglés, tomó entre sus manos una prenda, y como no podía ver bien su color bajo la luz artificial de los focos, se acercó a la salida de la tienda y pitó el detector. Fue tal la vergüenza que sintió en aquel instante, que aún hoy se pone mala al recordarlo. Cada vez que veo Toma el dinero y corre (Woody Allen, 1969), me siento identificado con el torpe Virgil Starkwell, empeñado una vez tras otra, sin éxito, en alcanzar la excelencia como atracador.

Mi corta carrera delictiva se resume en un puñado de anécdotas, todas ellas cargadas de una infantil ingenuidad. Tendría unos 10 años. De regreso del colegio, caminaba hacia mi casa y me encontré un fajo de cómics, cuidadosamente atados con cuerda, olvidados en un descampado. Miré a un lado y otro, pero no vi a nadie que pudiera identificar como dueño de aquella ambrosía literaria. Así que me los llevé. Corrí como a quien persigue la muerte, hasta llegar a casa de mi tío. Allí inventé no sé que historia, con tal de justificar la definitiva propiedad de los cómics. No se puede decir que aquel acto fuera un robo en el sentido escrito del término. Nadie reclamó el paquete durante los segundos en los que giré mi cabeza en busca de su autor. 

En otra ocasión, encontré en el suelo la nada insignificante cantidad de mil pesetas, todo un tesoro para un niño de finales de los 70. Fui a mi casa, contento por tener por una vez en la vida la fortuna de mi lado. Era tal mi alegría que en un acceso de gozo rompí sin querer el cristal de la puerta de la cocina. Las mil pesetas pasaron de mi mano a la de mi madre como un ágil pase de prestidigitador. 

Recuerdo que me gustaba imaginar acciones audaces con mi amigo Miguel. La mayor parte de ellas se convertían en una frustrante realidad. Uno de estos divertimentos consistía en robar unas lentejas o judías, según terciara, de los sacos que algunos ultramarinos exponían frente a su puerta. Miguel, mucho más audaz y veloz que yo, era el primero en llenarse las manos. Para cuando llegaba yo, el dependiente ya se había percatado de nuestra fechoría y corría tras nosotros, maldiciendo su suerte. ¿A quién pillaban siempre? Lo han adivinado. Aún me duelen las orejas. 

Nunca robé del monedero de mis padres. El solo hecho de pensarlo me producía tal ansiedad que pronto guiaba mi mente hacia otros menesteres más honrados. Quizá por esta razón, disfrutaba (y disfruto) tanto con los personajes malvados del cine. Durante la hora y media que duraba la película, creía transformarme en un ladrón de bancos, un cruel pirata o un gánster de mirada petrificante, eso sí, sin sufrir las contingencias que acarrea este tipo de vida.

Algunas veces me pregunto qué hubiese sido de mi vida si la naturaleza no me hubiera otorgado esta incapacidad congénita para el crimen. Quizá hoy escribiría estas líneas en la cárcel, o me sentiría aliviado, como Henry Hill, el protagonista de Uno de los nuestros (Martin Scorsese, 1990), de no ser uno de estos millones de ciudadanos honrados, que deben ir cada día a trabajar, de ocho a dos, de cinco a ocho, para pagar una hipoteca vitalicia. Henry Hill, cuando se somete al programa de protección de testigos, debiendo volver a una vida normalizada, fuera del universo criminal, en boca de Ray Liotta, confiesa en el epílogo de la película: «Eso es lo más duro. Que hoy todo es distinto. No hay aliciente, tengo que esperar como todo el mundo. Ni siquiera me mandan comida decente. Nada más llegar aquí pedí espaguetis con salsa marinara y me mandaron macarrones con ketchup. Soy un don nadie y tengo que vivir el resto de mi vida como un gilipollas».


Imagino que las decenas de imputados por casos de corrupción o escándalos de (ab)uso fraudulento de fondos públicos deben sentirse como Henry Hill al ser desenmascarados. No se arrepienten de su vida pasada; hacerlo sería deshonesto, como admitir que todo su pasado ha sido un rotundo error. Ellos no hicieron otra cosa que coger lo que tenían delante; quien no lo hacía es que era estúpido. Incluso al ser descubiertos, se sorprenden de que el resto del mundo les tome por ladrones. Cuando esquilmar el dinero público se convierte en costumbre, la honradez pasa a ser directamente un subgénero de inmoralidad. 


Ramón Besonías Román

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