Matrimonios






El actual concepto de matrimonio tiene sus orígenes en el Derecho Romano, del que extraerá la Iglesia Católica su propia acepción. Para los romanos, un matrimonio está ligado a una necesidad social básica: constituir una familia, es decir, parir hijos, dejar descendencia, apellido, continuidad sanguínea, abolengo; es pues un término aristocrático y circunscrito a la procreación. El romano debe casarse y tener hijos; en esto consiste el matrimonio. En este contrato social, la mujer es un mero instrumento, una propiedad que permite al hombre dejar, una vez muerto, el honor y hacienda de su apellido. 


Esta concepción del matrimonio, patriarcal y aristocrática, ligada a la procreación, será adoptada por el catolicismo. Ya el jurista romano Ulpiano definía el matrimonio como «la unión de varón y mujer, consorcio de toda la vida, comunicación de derecho divino y humano.» La novedad que incorpora el cristianismo a esta definición reside en la incorporación de la indisolubilidad como característica inherente al matrimonio y en la íntima ligazón del matrimonio con una mitología religiosa, ligada a la metáfora de la unión mística de Dios con sus criaturas, y de éstas con su creador. Al igual que todos los seres humanos estamos religados -Zubiri dixit- con Dios, así hombre y mujer forman una unión inquebrantable. A esto hay que añadir que el cristianismo, como hoy defienden las teocracias musulmanes, no desliga la unión civil de la religiosa; el divorcio civil no exime del cumplimiento eterno del matrimonio cristiano. De nada sirve a los ojos de Dios que una pareja decida divorciarse; la unión espiritual entre hombre y mujer es superior a cualquier norma o ley pagana. Igualmente, el Derecho Canónico no se ha desligado aún del discurso patriarcal y machista, heredado de su tradición romana, que conectaba de manera indeleble matrimonio y procreación. En lo referente a costumbres sexuales, la cultura romana fue sustituida en el Medievo por un catecismo puritano que aún colea en nuestra forma de percibir el sexo en Occidente. Pero en rasgos generales, la función de la mujer en el seno del matrimonio era similar. El hombre se casaba con un mujer para tener descendencia. Tan solo cambia la narrativa de cada cultura. El discurso aristocrático de la procreación, defendido por los romanos, será sustituido por un universalismo de corte tomista, que liga la necesidad natural de procrear para dejar descendencia con un misticismo que liga lo terrenal y lo celestial a través de la unión indisoluble entre hombre y mujer. Un matrimonio católico solo estará completo cuando haya sido completado con el nacimiento de un hijo. Una pareja sin hijos es una contradicción teológica.


La Constitución de 1849 marca a nivel jurídico una desvinculación entre la unión civil y la religiosa, dejando claros sus competencias y objetivos diferenciados. Pero la Restauración Monárquica (1876) y un siglo XX marcado por el triunfo del nacionalcatolicismo supusieron una regresión a la Edad Media. La concepción patriarcal y teocrática se mantuvo intacta. A esto se suma que la transición a la Democracia no trajo un cambio radical y rápido hacia la modernización de los códigos y costumbres heredados. A los españoles nos costó deshabituarnos al catecismo milenario que nos habían inoculado en vena. Llegó el divorcio y la píldora; la mujer fue poco a poco siendo reconocida como un ser humano con iguales derechos y deberes. Cuando recordamos este hecho, parece como si estuviéramos hablando de hace cien años, pero no, fue ayer mismo cuando la mujer pudo abrir una cuenta corriente, por citar solo un ejemplo de entre muchos que me hacen sonrojar.


La Declaración de los Derechos Humanos (1948) marcó un referente moral para todas las Constituciones occidentales, exhortando a dar el paso de una mera intención a normas jurídicas vinculantes. Esto incluía dejar zangada de una vez por todas la necesaria igualdad entre hombres y mujeres, y ponerse manos a la obra para edificar estructuras políticas, sociales y económicas que propiciaran esa igualdad. El concepto de matrimonio no podía ser el mismo desde entonces. El garantismo democrático rompía con el patriarcado e imponía una unión civil igualitaria en derechos y deberes, desvinculada con rotundidad de cualquier resquicio religioso. Las creencias quedaban relegadas al ámbito de lo privado, con la absoluta libertad de ser compartidas o rechazadas. 


El concepto de matrimonio en el contexto democrático estuvo, sin embargo, durante mucho tiempo aún vinculado al viejo esquema mental de la concepción romano-cristiana. Se han necesitado unas décadas y un debate, no exento de conflicto social y aún abierto, acerca del reconocimiento de una lectura plural de aquello que debe ser entendido como familia. Los derechos de tercera generación abarcarán así el respeto a la pluralidad de la identidad sexual, más allá del biologicismo genital impuesto durante siglos por la Iglesia Católica. El primer paso dado en España ha sido el reconocimiento de la unión civil entre personas del mismo sexo, lo que llevaba implícito un recuestionamiento del modelo de matrimonio clásico, heredado durante siglos.


Aunque nuestra Democracia ha dejado ya de ser una niña, la transformación de la sociedad española en materia moral está aún sujeta a una transición lenta, que requiere mucha voluntad de diálogo y escucha. A esta relentización contribuyen en gran medida los discursos excesivamente ideologizados de la clase política, que dificultan la cauterización de posturas polarizadas y la asimilación de un consenso social en este tipo de cuestiones.


Se agradece que la Real Academia de la Lengua haya decidido incluir en la quinta revisión del Diccionario la acepción matrimonio para referirse no solo a la unión entre hombre y mujer, sino también entre personas de igual sexo. Lo que no se dice, no existe. 


Ramón Besonías Román

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