Encuentros con la muerte



La lógica impone adherirse a la recomendación de Machado según la cual "la muerte es algo que no debemos temer porque, mientras somos, la muerte no es y cuando la muerte es, nosotros no somos"; pero las emociones escapan del raciocinio, supurando a la superficie sus anhelos y temores. Por mucho que Spinoza instara a la especie humana a eludir el tema de la muerte, plegando su voluntad a una reflexión exclusiva sobre la vida, nuestra naturaleza es de por sí curiosa e intenta trascender las preguntas obvias. 

Pensar la muerte -la ajena o la propia- tiene mucho de biográfico y generacional. Los adolescentes piensan en ella como algo futurible, lejano y metafísico. Incluso cuando la han visto de cerca, a través del accidente de tráfico o la enfermedad de un amigo, no acaban por aceptarla como un hecho objetivo y definitivo; se quedan extasiados durante un tiempo y después siguen a lo suyo, convencidos de haber asistido a un mal sueño. Solo con los años adquieres una conciencia, difusa sí, pero irrefutable, de tus propias contingencias; es entonces cuando aparece en el horizonte la muerte como un eco asumible y respetado.

I

No es un recuerdo impostado, lo sé. Tendría unos 9 o 10 años. Estaba jugando con unos amigos. Entonces llegó mi tío, acompañado por otros familiares; quizá estuvieran mis padres, no lo recuerdo. Solo tengo la imagen difusa de mi tío, arrastrando su cuerpo sufriente por la calle, llorando sin pudor la pena por la muerte de su padre, mi abuelo Antonio. 

Mis padres evitaron que me despidiera de mi abuelo. De hecho, no tengo ningún recuerdo vívido de él en el hospital, pero sí lo recuerdo meses antes de su dolorosa muerte, postrado en una cama improvisada en el salón de su casa. Lo llevaron allí para que pudiera ver la tele. Mi abuelo era un incorregible aficionado a los dibujos animados. Pese a su imagen hemingwainiana de hombre rudo y críptico, disfrutaba como un niño de las aventuras de Pixie, Dixie y el gato andaluz, Mr. Jinks. El señor Antonio había sido capataz durante décadas en los Altos Hornos vascos y contaba a sus nietos sus historias para no dormir que devorábamos con igual fruición que miedo. Por aquel entonces, las medidas de seguridad dejaban mucho que desear en los Altos Hornos. Quien resbalaba, sabía que nunca llegaría para contarla y que su familia no podría recuperar su cuerpo. Los operarios que caían sobre el metal fundido se desintegraban, pasando a convertirse en parte de la estructura de una obra civil. No es raro pensar que parte de los hierros de un puente estuvieran compuestos por materia orgánica de algún compañero de mi abuelo. 

La biografía de mi abuelo es la de un ser hecho a sí mismo, pulido contra los elementos. Recuerdo su rostro cincelado por la edad, su voz grave y su mirada incisiva, honesta. Antonio era de esos seres que la modernidad ha extinguido; poseía su propio código moral, construido por la experiencia, no por los convencionalismos. Lo recuerdo como uno de esos héroes fordianos, impenetrables y testarudos, a los que circunstancias extraordinarias revelan como nobles y cariñosos. Así era Antonio, así reside en mi memoria.

II

Mis juegos infantiles se circunscriben a una geografía reconocible, la calle, una calle sin salida y cuesta abajo, el mercado de abastos y una plaza. Alrededor de este espacio -excluyendo el camino que recorría hacia la escuela- se dibuja el mapa de mi vida como niño. Por entonces, un niño era considerado un niño hasta que las evidencias refutaban su taxonomía. No existía la preadolescencia; un día te despertabas y ya eras un joven púber, con pelillos bajo la nariz y voz átona. Eso es todo.

Prácticamente, casi todos mis juegos se desarrollaban en la calle. Veía la tele, pero prefería salir a tirar piedras, construir castillos, ver los barcos atracar, jugar a pistoleros por la plaza de abastos, meterme con las niñas o simplemente no hacer nada, dar vueltas por la plaza hasta que llegaba la hora de volver a casa.

Cierto día, pongamos que tenía unos 12 años, estaba jugando con unos amigos a los dardos. Una puerta de madera hacía de diana improvisada. Por aquel entonces, jugar a los dardos era una práctica habitual entre los niños de mi edad; una de las pocas actividades que nos acercaban a los adultos. Recuerdo que mientras esperaba mi turno, me senté a la izquierda de la diana y un dardo peregrino fue a hincar su punta en mi rodilla. No grité ni mostré signos de preocupación; simplemente lo cogí por la pluma y lo extraje de mi rodilla. Pero he aquí un misterio enigmático: no salía sangre de la herida. Hoy puedo dar una explicación física a aquel fenómeno -seguro que acabó en el espacio de grasa que rodea la unión entre el fémur y la tibia, sin llegar a afectar al menisco-, pero por entonces me pareció poco menos que un milagro. Me gustaba asustar a mis amigos, confesándoles que en realidad era un vampiro chupasangre. 

He tenido a lo largo de mi infancia numerosas caídas y tropiezos aparatosos que han necesitados de varios puntos de sutura, pero por una razón inefable este incidente es el que recuerdo con mayor nitidez. Cuando somos niños, nos creemos eternos e invencibles, superhéroes en acción; las balas rebotan y los dardos se clavan en nuestra carne de acero, sin hacer mella en nosotros. La realidad no puede estropear nuestra prodigiosa imaginación.

III

¿Por qué llegué a obsesionarme tanto con la idea de que un día moriría a manos del tétanos? Supongo que siendo niño, mis padres insistirían sobre la gravedad que supone olvidar una de las tres famosas vacunas: la primera evita la infección; la segunda, la del recuerdo, refuerza la protección; y la tercera y última te da tranquilidad por diez años. Así recuerdo la lógica de esta tríada siniestra.

A pesar de estar vacunado, ya no recordaba si habían pasado los diez años reglamentarios que te protegen contra este virus implacable. Cualquier herida superficial me tenía durante semanas preocupado con la idea de estar infectado con el tétanos. Además, mi madre me había contado historias terribles sobre personas que habían muerto a causa de esta letal neurotoxina, después de una cruel agonía, y cuya única imprudencia había sido clavarse involuntariamente una punta oxidada. 

No soy una persona hipocondríaca, pero el tétanos representó en mi mente durante muchos años el prototipo de enfermedad mortal de la que nadie puede estar a salvo. Nunca me imaginé muerto a causa de un cáncer o de un accidente de tráfico, no; pero sí tuve en no pocas ocasiones la sensación de estar infectado por el tétanos. Esta enfermedad venía a reflejar el acecho implacable y azaroso de la muerte. Como en un relato de Poe, sudaba aterrorizado al pensar que en ese preciso instante la bacteria podía estar atacando mi sistema nervioso y en pocos días acabaría muriendo mientras dormía, preso de convulsiones terribles. 


IV


Llamémosle Carlos. No recuerdo su nombre, ni siquiera el aspecto de su rostro. Solo sé que fue compañero de clase durante mis estudios de Formación Profesional. Él se fue a Madrid a hacer Ingeniería Industrial y yo acabé en la Universidad. Alguien me contó que unos meses después de llegar a la capital, Carlos se tropezó mientras bajaba unas escaleras, con tan mala suerte que su nuca acabó en el filo de un peldaño y murió en el acto.


Aquella noticia me impactó hasta tal punto de que no recuerdo su nombre, no recuerdo su cara, no sé si me llevaba bien con él o me resultaba desagradable. Solo quedó en mi memoria la forma absurda de su muerte. Hoy Carlos podría haber sido un ingeniero eficaz o un parado, podría haber tenido hijos o seguir soltero, ser feliz y escupir amargura. Todo eso da igual, porque un día, a una hora, en un lugar aparentemente exento de peligro, un peldaño siniestro se topó en su vida, haciéndole resbalar.

Ramón Besonías Román

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