Católica, apostólica e indignada



España es católica, apostólica e indignada; podremos confirmar este titular durante la Jornada Mundial de la Juventud. El fervor de la feligresía adolescente convivirá con el cabreo ciudadano, creyentes y no tanto, en pos de una Iglesia menos hipócrita y más humilde, y de una separación taxativa entre religión y Estado (lo que es del rey, al rey; lo que es de Dios, a Dios). Esta es la realidad de nuestro país; nuestra cultura aún sigue anclada, pese a las estadísticas, en la imaginería católica; no vamos a misa, disentimos del catecismo retrógrado de la Conferencia Episcopal, pero cuando la Iglesia pide apoyo popular, salen miles de católicos debajo de las piedras. Repelemos el compromiso practicante que demanda toda fe, pero nos apuntamos con entusiasmo a la fiesta pirotécnica del Papa superstar.

Sin embargo, de las ruinas de la secularización está empezando a surgir un laicismo vindicativo, paralelo a la discrepancia de no pocos católicos heterodoxos, que no quieren callar ante los excesos, las pócimas medievales y esta pirotecnia publicitaria que desalienta a muchos feligreses e indigna a los paganos. Rouco, tras esta megaverbena católica, es seguro que proclamará entusiasmado el auge y vitalidad del cristianismo español, alérgico a la lacra mortal del laicismo. Extenderá las manos al cielo, dando gracias al Creador, por infundir en las almas de los españoles el milagro de la fe. Y tengamos claro que utilizará este éxito mediático para vender al ejecutivo la imagen complaciente de una España católica reemergente de las cenizas del paganismo. Este tipo de jornadas y visitas estelares no son otra cosa que merchandisin contra la competencia resistente de la secularización. Pretenden vender su producto a través de placebos destinados a una juventud entusiasmada por salir de casa, viajar y compadrear con gente de todo el mundo. ¡Qué joven se resistiría a tamaña propuesta!

Pero una cosa es placebo y otra medicina. Actos como la Jornada
Mundial de la Juventud no desmienten la necesidad de la sociedad española de un cambio de actitud dentro de las instituciones católicas en materias como su relación con el Estado o asuntos de índole sociocultural; véase el caso del aborto, los homosexuales, la eutanasia, la libertad religiosa, etecé, etecé. Ratzinger no va a encontrar solo jóvenes retozando por las plazas, vitoreando totus tuus; también debe reconocer la voluntad de numerosos ciudadanos indignados con la Iglesia, que demandan reformas esenciales. Esta necesidad de reformismo no proviene de ateos o agnósticos; brota del propio seno de la Iglesia, pidiendo una humanización urgente, una escucha tolerante al laicado, un acercamiento sincero a la realidad social de los seres humanos, frente a la intolerancia metafísica que defienden los adláteres pontificios.

Ratzinger, Rouco y demás santos varones, protectores del dogma, creen que basta con la orquestación de una escenografía faraónica para acallar la disensión popular y el cabreo de una feligresía descontenta, alejada hace ya décadas del reglamento moral de la Iglesia. Por otro lado, quizá algunos ingenuos confían en que España dejó hace tiempo de ser católica, pese a su potencial movilizador de masas. La realidad demuestra la persistencia de la cultura católica, aunque en convivencia con la liberalización de las costumbres, menos permeable a los dictados abstractos -cuando no perniciosos- con los que taladra la Conferencia Episcopal a correligionarios y paganos. El único camino conciliador es -siempre lo fue- el necesario reconocimiento de la pluralidad religiosa, ideológica y de costumbres que vertebra toda sociedad democrática. Estamos obligados a convivir; para ello hay que aprender a escuchar las voces ajenas. No hay otro camino que lleve al entendimiento y la cohesión social que la convivencia pacífica y respetuosa de todos los credos e ideas. La tarea del Estado es protegerla, sin injerencias dogmáticas; el reto de la ciudadanía,
hacerla posible.

Ramón Besonías Román

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