Una democracia adolescente



Cuando éramos niños, buscábamos con la mirada a nuestros padres al perderlos de vista. Nuestra percepción del mundo era la que papá y mamá nos inoculaban con su cariño y protección. Nada malo podía esperarse de nuestros progenitores; eran nuestros héroes. Si nos reñían, no se nos ocurría pensar que fueran ellos los responsables; más bien nos culpabilizábamos de nuestra falta, buscando el perdón. Porque papá y mamá son perfectos y ellos siempre tienen la razón.

Esta relación estrecha y acrítica con nuestros padres se mantiene durante buena parte de nuestra infancia, hasta que la preadolecencia rompe con el idilio familiar y papá ya no es el superhéroe, sino más bien su antítesis desmejorada (o patética). Empezamos a percibir los defectos, exagerándolos bajo el prisma de una lupa. Nuestros padres no solo no son lo que esperábamos, sino que aparecen ante nosotros como tiranos despreciables que coartan nuestra libertad y autoestima individuales. Esta es nuestra primera entrada en el mundo adulto; el descubrimiento trágico de que los paraísos del pasado son espejismos que deforma el tiempo. Solo cuando el adolescente se metamorfosea en adulto, resuelve su dialéctica paterno filial, comprobando en propias carnes la verdad inapelable según la cual todos los seres humanos estamos hechos del mismo material. Descubrirlo es cuestión de tiempo y de un poco de humildad.

Cuando observo las manifestaciones del 15M, a veces pienso si la relación entre la democracia y los ciudadanos no se parece un poco a esa historia personal que cada cual debe recorrer hasta convertirse en un ser adulto. En un principio, siendo niños, menores de edad, no sabiendo cómo valernos por nosotros mismos, nos dejamos gobernar por monarquías absolutas o dictaduras que nos tratan como súbditos pasivos. Al crecer y descubrir que existen otros mundos, que bajo la piel del rey fluye el mismo color de sangre que el nuestro, nos rebelamos contra el poder político y reivindicamos un sistema bajo el que podamos hacer valer nuestra libertad de expresión y de participación, donde ya no seremos esclavos de nadie, sino dueños de nuestro propio destino. Nuestros padres comienzan a darnos libertad, a modo de ensayo-error. Pero aún no somos libres, vivimos en casa, no tenemos dinero con el que emanciparnos; aún así, por dentro nos sentimos responsables, autónomos, ansiando ser entendidos por nuestros progenitores.

El movimiento 15M ha revelado que nuestra democracia se encuentra precisamente en esta fase evolutiva de adolescencia. Es una democracia joven, aunque bien asentada formalmente; el Estado de Derecho es fuerte y resistente, armado contra cualquier imprevisto. Hemos creado un hogar robusto donde crecer. Pero sus hijos, los ciudadanos, no sienten suya la casa que sus padres amueblaron para ellos con tanto sacrificio y ternura. Quieren cambiar el color de las habitaciones, poner sobre las paredes su propia historia, expresar sus necesidades, demandar la libertad y el bienestar que creen les ha sido negados. Incluso reprochan a sus progenitores haberles engañado y haber pervertido los valores que con tanta convicción les inculcaron cuando eran niños. La felicidad de la infancia deviene en triste mentira; se sienten estafados.

Pero siguen siendo dependientes del sistema que los amamantó; no pueden zafarse de él, refugiándose en paraísos perdidos. Esta es su casa. Necesariamente deben hablar, debatir, negociar. Son hijos del Estado de bienestar creado por sus padres, el que les dio una buena vida hasta ahora: videoconsola, vacaciones, prestaciones de desempleo, becas,... Quieren comunicarse con sus progenitores, poder participar de las decisiones importantes de la casa, criticar e impedir los excesos de papá y mamá. Pero manteniendo los privilegios de confort y bienestar adquiridos hasta ahora.


La generación del 15M es producto de la sociedad de consumo que sus padres les regalaron; heredera de una tendencia excesiva al proteccionismo estatal. Las demandas del 15M no expresan lo que la ciudadanía puede hacer por el Estado, sino lo que éste puede hacer por ellos. Los ciudadanos no se sienten emancipados, libres y protegidos; como el adolescente, clama al Estado que le escuche, que no haga oídos sordos a su plegaria. El Estado, por su parte, hasta ahora había vivido cómodo con su electorado. Cada cuatro años votaban y listo; no daban problemas, eran buenos chicos, aplicados, satisfechos. Tenían todo lo que querían de papá y mamá. Pero de pronto comienza a haber carestía en casa y hay que abrocharse el cinturón. La bolsa no da para caprichos, a veces ni siquiera para lo esencial; hay que aguantar el tirón y aprender a sobrevivir con menos. Pero parece demasiado tarde; los chicos sienten que han sido engañados, más aún cuando perciben que sus padres no predican precisamente con el ejemplo y se han pasado toda la vida tirando la casa por la ventana.

Hasta ahora creíamos que la fortaleza de una democracia se asienta en su aparato constitucional y la robustez de sus instituciones. Pero con el paso del tiempo, los ciudadanos que no vivieron el nacimiento de la democracia comienzan a detectar defectos que no son meros retales insustanciales. Los políticos se han comportado cada vez con más prepotencia, como si bastara con una democracia representativa, sin más participación que la reclamación cuatrienal en las urnas. Los ciudadanos se han dado cuenta hasta qué punto la política se ha convertido en un coto privado, clasista y autista, que vive conscientemente replegado sobre sí mismo y sus propios intereses de supervivencia orgánica. Digamos -por seguir con la metáfora- que se han comportado como padres que dan a sus hijos todo tipo de caprichos, pero no les prestan atención alguna. Un día los niños, ya creciditos, se dan cuenta de todo y reclaman, además de transparencia y honradez, tomar parte en las decisiones del hogar, más allá de Navidades y otras fiestas de guardar.

Ramón Besonías Román

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