La fe del navegante



Rafa y Marzban son dos jóvenes empresarios, hacedores de ideas, a los que se les ha ocurrido vender un singular programa informático: genera un entorno de trabajo sereno, silencioso, acogedor, en el que el internauta pueda escribir, navegar o realizar cualquier tarea sin ser molestado por otros programas ni estresado por una interfaz irritante. Los creadores de esta herramienta afirman vender silencio a sus clientes, propiciar una atmósfera de óptimo confort. Nada más encender el ordenador, podrás centrarte en tus asuntos sin que nada ni nadie te turbe.

Quizá nos parezca una idea absurda o inútil, pero si lo pensamos bien un ordenador viene a ser algo así como un templo donde el alma del creyente (navegante) puede alejarse del ruido mundano y solazar su mundo interior, sin interferencias, ajeno al trajín cotidiano. Un confesionario, un oratorio digitalizado donde cada cual reza al santo que más cree propicio a sus deseos. Una caverna comunitaria en donde resarcir penas o exorcizar la indignación a través de dígitos binarios. Un mapa, entre el cielo y la tierra, sobre el que cada uno navegamos sin brújula ni puerto. Demandar silencio es casi que una condición sine qua non para entregarse sin perturbaciones a estos asuntos. El devoto internauta requiere una puesta en escena similar a la que exige el penitente, el anacoreta. Intimidad, un lugar reconocible, un ritual periódico, el
habitual relicario de tareas: mirar el correo, leer el periódico, revisar tu Facebook, tuitear, chatear con los amigos, navegar por navegar, descargar archivos... Para muchos ciudadanos, el ordenador es una puerta desde la que acceder a un mundo prohibido más allá del umbral de su habitación. Alicia tras el conejo.

Hay períodos históricos caracterizados por la urgente necesidad de buscar en universos privados reconocimiento y un cálido sentimiento de pertenencia que el entorno social no proporciona. Uno de esos períodos fue el Helenismo. La crisis de la democracia griega produjo entre sus ciudadanos un sentimiento colectivo de desorientación y falta de referentes con los que reconstruir su identidad. En respuesta a esta soledad generacional, numerosas sectas religiosas, vendedores de pócimas terapéuticas, escuelas filosóficas con recetas de felicidad, se ofrecieron como nuevos profetas. Ni siquiera el Imperio Romano pudo satisfacer esta orfandad existencial. Fue una religión monoteísta, el cristianismo, quien se encargaría de dar cobijo a esa necesidad, ofreciendo un catecismo transnacional que todos pudieran entender y cumplir, dotando a cada creyente de un feto íntimo desde el que purgarse, maldecir, ilusionarse, resignarse o combatir. Hoy, esa función espiritual parece ofrecerla la red de redes, Internet. Cada individuo se conecta en comunión con el resto del mundo a través de esta entelequia digital. Por primera vez en la historia de la humanidad, todos los ciudadanos podemos tener acceso a la red neurosocial del resto de nuestros congéneres, imbricarnos con una iglesia virtual desde la que sentirnos partícipes de algo superior a nosotros mismos.

Pero Internet, como toda religión de éxito, está auspiciada por una estructura económica y un aparato ideológico que la sostiene y protege. Su politeísmo democrático se asienta sobre los mandamientos del mercado. El internauta es en realidad un consumidor, aunque el libro de horas de la red aliente en él la falsa creencia de libertad. Para que toda religión subsista debe reproducir un bucle de promesas y expectativas, debe alentar esperanza. La ilusión que sermonea Internet es la del mito de la libertad infinita, la representación de un mundo paralelo al físico, a la realidad social inmediata, en el que no existen injerencias a la opinión, donde cada cual puede expresarse y contar en igualdad de condiciones. Internet aporta al individuo del siglo XXI la posibilidad de ser significativo, relevante, en un mundo globalizado en el que cada vez es más improbable que un solo individuo pueda ser tenido en cuenta. Un mundo en el que el sistema financiero escribe con renglones torcidos los designios de cada uno de nosotros, perplejos e impasibles ante su ferocidad. Cada vez se manifiesta de manera más explícita la función de Internet como el opio del pueblo, además de ser un vehículo privilegiado de manipulación política y control de opiniones y gustos. Aún así, como toda religión emergente están aún por despuntar sus posibilidades sinérgicas. Es muy probable que, al igual que el comunitarismo que caracterizaba a los inicios del cristianismo se convirtió con los siglos en un fuerte aparato totalitario, Internet acabe transformándose con el tiempo en un espacio menos abierto y politeísta de lo que hoy aparenta ser.

Ramón Besonías Román

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