Ángeles González-Sinde


Por mucho que la miro no dejo de ver en ella a una niña redicha, taimada y estudiosa, segura de sí misma, pero alérgica a dejarse llevar, introvertida y estirada. Cuando miro a Sinde -entiéndaseme, la imagen de la ministra en los medios- me pasa lo mismo que con otras personas a las que uno no ve venir de cerca. Su mirada aparenta lo que realmente no piensa. Quizá sean sus pómulos huesudos, el rostro plano, la nariz delineada y respingona, sus ojos un tanto rasgados, diminutos, la boca ligeramente dibujada, de pajarillo, el mentón afilado o el pelo lacio, tapando -por timidez, supongo- sus generosas orejas. La morfología de su rostro habla, la representa reservada, pero expeditiva y sigilosa. La naturaleza de su profesión no es que ayude mucho a disminuir esa sensación de represión contenida, de mala leche sin cuajar, de escaneo analítico y corrección calculada. Por eso, cuando Sinde se ve envuelta en un conflicto hace bien en quedarse en segundo plano, a la espera, leyendo su papel de estoica representante ministerial. Esta pose la hace menos agresiva, más inteligente. Aún así, no es difícil imaginar en ella el papel de serpiente sinuosa, de reflejos lentos, pero ataque diligente. Sinde no ofrece de sí la imagen de una persona distendida y dialogante, pese a aparentar sentido común, serenidad y dotes de litigante. Su sabiduría no es cercana, emocional. La querrías de abogada o tertuliana, pero no acabo de imaginármela entregada al placer de abandonar su estreñida pose de ave rapaz. Sin embargo, esta imagen puede serle muy útil en sus cuitas profesionales y dar la impresión al ciudadano de una severa entrega a sus quehaceres públicos con convicción y sacrificio. El icono popular de niña buena, bienpeinada y empollona le sienta bien a su cartera, aunque entre tanta contención tengamos la sensación de que siempre esté representando un papel marcado por el guión que le ha tocado leer y no el que ella quisiera escribir de su propia pluma. Pero quién no.

Ramón Besonías Román

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