Uno de los nuestros


Uno de los mayores logros que nos ha regalado la Ilustración, junto a la libertad religiosa, es la separación entre Iglesia y Estado. Tal separación no implica, sin embargo, la anulación del derecho democrático que posee la Iglesia Católica, como cualquier otra asociación o grupo de ciudadanos, de participar en debates públicos y expresar con total libertad sus opiniones. Igualmente, el Estado no representa a ninguna confesión, pero sí defenderá el derecho de los ciudadanos a pertenecer o bajarse del carro de cualquier grupo religioso.

La separación de funciones entre la ciudad celestial y la terrenal es un progreso del que incluso el propio Ratzinger
hace uso, aunque sólo en contadas ocasiones y cuando el interés por preservar el orden del rebaño lo requiere. Es el caso de la situación de descrédito que viven los sacerdotes católicos desde el momento en que ya es imposible ocultar a la opinión pública las cada vez más abundantes denuncias por abusos sexuales dentro de sus filas. Ante este statu quo, Ratzinger sostiene que lo más cristiano es ser intransigente con el acto, pero benévolo con el autor. Como lo oyen. Así de pancho se queda.

La Iglesia tan sólo puede ofrecer perdón de Dios. Por lo tanto, en ningún caso debe entrometerse en lo que considera función exclusiva de la justicia terrenal. Cada mochuelo a su olivo. A los creyentes sólo les queda acoger al pobre pecador y rezar a Dios que vuelva al redil y deje de perpetrar tan abominables actos. Por su parte, el Estado deberá cumplir, si puede o le dejan, con la contingente misión de llevar ante la justicia a los pederastas. Al parecer, no es competencia de la institución eclesial facilitar el trabajo de los jueces. Ni siquiera consideran una cuestión moral posicionarse a favor de las víctimas mediante la colaboración clara y distinta con la justicia.

Imaginemos -no resulta muy difícil- que en la comunidad autónoma del País Vasco sucediera algo similar cuando se comete un acto de terrorismo. Que se condene el acto de asesinar, pero por omisión se eluda la responsabilidad cívica, moral e incluso penal de denunciar a los asesinos. Estoy en contra de esas salvajadas, vendría a decir el señor Ratzinger, pero ¡pobres almas descarriadas que no saben lo que hacen! Acojámoslas en nuestro ancho seno, esperando a que un día decidan dejar de abusar de esas infelices criaturas. Sólo Dios puede juzgar sus actos. Nosotros, mortales en manos del creador, sólo podemos tener la esperanza de que el mal abandone sus almas.

No he visto otro caso tan grave de connivencia con los agresores desde que Pío XII decidiera no condenar públicamente el holocausto nazi. La omisión habla por sí sola, aunque en esta ocasión por razones de maquillaje institucional. Ratzinger evita todo lo posible crear alarma entre los creyentes y prefiere a toda costa barrer la casa hacia dentro. Se impone la mezquina ley del silencio que caracteriza a toda comunidad mafiosa. Los pederastas son uno de los nuestros y sólo nosotros ajustamos cuentas con ellos. Esta es la linde que ha decidido marcar Ratzinger ante los casos de abusos sexuales dentro de su casa. No sólo no ayuda a favorecer el esclarecimiento de los abusos y la resolución judicial de los mismos, sino que insiste en callar ante los agresores, escondiéndolos bajo la impunidad de su sotana.

"Es lógico que encontréis difícil perdonar o reconciliaros con la Iglesia y en su nombre expreso abiertamente la vergüenza y el remordimiento que todos sentimos". De esta guisa confesó Ratzinger a las víctimas de abusos su comprensión de la sana indignación que les provoca el silencio de los prelados. Con esta excusa de patio de colegio escurre Ratzinger el bulto que le ha caído encima. Y les extrañará después que diferentes asociaciones de víctimas se hayan cuando menos sentido defraudadas con estas palabras. No es para menos.

A estas alturas del siglo XXI, Ratzinger cree conveniente resolver los casos de abusos sexuales dentro de su colectivo utilizando como única arma el derecho canónico. Con ello, condena a las víctimas a la exigua compensación moral de quien debe resignarse a ser objeto fatal de la condición pecaminosa de los seres humanos y las exhorta con sadismo a esperar a la otra vida para ver compensada tamaña crueldad. ¡Manda huevos, Cañizares!


Ramón Besonías Román

2 comentarios:

  1. Es vergonzoso, ni una palabra más ni menos. No hace falta ni criticarlos, ni descalificarlos, ellos solitos lo hacen muy requetebien. Dime lo que predicas y te diré de lo que careces. Vergonzoso y humillante.
    Si ya lo decía Cervantes, "con la Iglesia hemos topado, amigo Sancho"...
    Enhorabuena por recordarnos lo que no debiéramos obviar.
    Un abrazo.

    ResponderEliminar
  2. Y a pesar de los desmanes, aún hay gente que se creen sus cuentos

    ResponderEliminar

la mirada perpleja © 2014