Las cosas que tiene uno que ver


Colonia del Imperio Español hasta 1697, compone junto a República Dominicana la isla Hispaniola. El 95% de la población es negra, al parecer porque los españoles nos traíamos de África esclavos como mano de obra gratis ante la rebelde negativa de la población autóctona, los taínos, a ser explotados por los extranjeros. Pero lo que no hizo la guerra lo trajeron las enfermedades europeas, que diezmaron a la población casi por completo. El nombre taíno significa ‘bueno o noble’. Después vendrían los franceses, la independencia (1804) y, cómo no, los Estados Unidos la tomaría militarmente en el siglo XX, poniéndola en manos de reyezuelos que acabaron por desgastarla. El 78% de su población vive con menos de dos dólares al día. Ahora, ni eso.

Según los taínos, cuando
los dioses se unen, causan la destrucción del pueblo. Pero era al parecer Juracán el dios que despertaba los huracanes y tormentas. Si ya entonces tenían nombre las desgracias, no es de extrañar que los haitanos vayan vivido bajo el terror de ese dios incontenible de la naturaleza desde tiempos remotos. Al parecer, en 1770 otro seismo debastó Puerto Príncipe. A éste siguieron otros más. Y hasta hoy.

De estas cosas y otras más se entera uno rascando Internet y poniendo la tele. No tiene precio la sensibilidad por la Humanidad y el amor por el conocimiento que despiertan en nosotros las desgracias ajenas aireadas por televisión. Si me hubieran preguntado hace unos días cuál es la capital de Haití, quizá hubiera tenido que mirarlo en Google. Pero no, viene un terremoto y recicla mi memoria. No hay nada como estar motivado.

Aún así, ese conocimiento se torna superfluo
comparado con el chute de emociones que todo espectador civilizado experimenta al observar desde su cómodo televisor la imagen de cientos de cadáveres esparcidos sobre las calles de Puerto Príncipe, como sacos de tierra aún sin almacenar. "¡Dios mío!,... El país más pobre de América y ahora le toca un terremoto. Las desgracias siempre vienen juntas..."

Pero el tiempo, que lo cura casi todo, mitiga poco a poco nuestra natural indignación y sana empatía, haciendo florecer sin reparos una no menos natural sensación de hastío. Los muertos dejan de mirarnos, y ya sólo esperamos la siguiente noticia, quizá sobre un repulte de la inflacción o la subida del número de parados, o mejor, pasamos a publicidad. Para lo que hay que oír.

Un adolescente puede en unos años haber visionado cientos de asesinatos, decenas de violaciones y un sinfín más de delicias sádicas, sin haber sufrido -el azar no quiera- ninguna de sus consecuencias en la vida real. No es de extrañar que con el paso de los años ese adolescente acabe mirando las desgracias documentales de un telediario como capítulos seriados de un videojuego. No es de extrañar igualmente que
su cerebro -acostumbrado a ver los toros desde una barrera virtual- acabe convenciéndole de que no ha de posicionarse ante actos de violencia. La pasividad es un efecto perverso de la telerrealidad que nos ofrecen los medios de información. Nos acostumbramos a mirar sin actuar, a sentirnos culpables de no hacer nada ante la barbarie. Pero esta culpabilidad pronto quedará igualmente aturdida por el placebo de un reclamo publicitario o la imagen de turgentes maniquíes de pasarela. Y de los muertos tan sólo queda la fosa.

Como Rachel, la replicante de Blade runner, dudamos si nuestros recuerdos son reales o quizá fueron en su día el implante neuronal de un telediario funesto. Por eso mismo, la urgencia de realidad, ese beso contra la persiana de un apartamento durante la noche, la lluvia vistiendo de lágrimas nuestro cuerpo, ese atardecer sobre las puertas de Tanhausser, construyen una memoria vivida, no aquella que fue grabada a través de las inertes venas de un disco duro creado por dioses multinacionales.

Susan Sontag, que nos dejó en 2004 después de una dolorosa enfermedad, dedicó dos libros ejemplares acerca del dolor, Sobre la fotografía (1977) y Ante el dolor de los demás (2003). En ellos Sontag aboga por recuperar el potencial de realidad que avocan las imágenes dolorosas, huyendo del papel de meros testigos pasivos de un hecho ajeno y lejano. Pero Susan no es ingenua. Sabe que la sola imagen no desata por sí sola la rebeldía del espectador. Requiere reflexión, un discurso lúcido sobre lo que sucede, no sólo una sucesión de fotogramas empaquetados en un telediario.

La noticia en sí no mueve la conciencia. Un hecho sólo agita si se convierte en memoria personal y vivencia compartida. De esta forma estamos preparados para reaccionar ante el dolor ajeno. La imagen evoca, trae durante un instante el dolor de los demás, pero es facil sin haber vivido descolgarlo de nuestro álbum familiar.

Ramón Besonías Román

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