Cuando era un crío, mi acceso al séptimo arte se agotaba en la oferta televisiva y las salas de cine. Por aquel entonces -hablo de los años 70-, la televisión experimentaba su primera edad de oro, en la que se produjeron numerosas series de calidad, tanto extranjeras como españolas. Aunque la televisión se reducía a la oferta que ofrecían los dos canales públicos, la oferta era realmente atractiva, más aún teniendo en cuenta la sequía que por entonces caracterizaba al mundo audiovisual.
Recuerdo que la tele no estaba siempre encendida y que solo recurríamos a ella para ver determinados shows, series o películas. Ver la tele era una actividad reducida a aquellos momentos en los que tocaba recurrir a ella; el resto del tiempo permanecía apagada. Tras regresar del colegio, almorzaba, hacía las tareas y permanecía en la calle hasta que se hacía de noche. Solo veía la tele mientras comíamos y algún que otro programa vespertino o de fin de semana.
Mis recuerdos infantiles relacionados con la tele y el cine son en blanco y negro. El color vino después, cuando ya tenía unos 10 años. Además de las salas comerciales, en la ciudad existían otros cines populares. Cerca de mi casa abrieron en una Casa del Pueblo un cine gratuito, en el que se proyectaban películas de piratas, gángsters y pistoleros de gatillo fácil. Gracias a aquella sala, pude tener acceso a una buena parte del cine clásico en blanco y negro. Pese a mi corta edad, recuerdo aquellos momentos como si fueran parte de una experiencia cercana y prodigiosa. Aquella sala fue mi primer encuentro numinoso con el cine, la primera vez que tuve la sensación de que estaba asistiendo a un misterioso rito profano, que me abría los ojos a otros mundos. Los héroes clásicos del cine son personas normales, pero que determinadas circunstancias ponen a prueba su integridad moral, obligándole a tomar una decisión crucial: hacer lo que deben o transigir ante injerencias o presiones externas. El cine fue en este sentido mi primera vía de acceso a la vida adulta y a un concepto de moralidad clásico, idealista e independiente, que aún hoy sigue influyéndome a la hora de tomar decisiones fundantes.
También había un cine en el colegio, que proyectaba todos los fines de semana películas que tuvieron éxito años atrás; spaghetti westerns, películas de Bruce Lee, de catástrofes, de aventuras. Este cine escolar de fin de semana me abrió la puerta al mainstream palomitero, aún antes de que ir a una casa de cine comercial se convirtiera en un hábito recurrente. En verano, instalaban en la plaza de la ciudad una gran pantalla en la que se proyectaban películas -de Spielberg, Scott o Lucas- que más tarde se convertirían en la prehistoria del cine comercial actual, pero con una calidad sobresaliente. Allí descubrí por primera vez Alien (1979), con los ojos como platos, absorto por aquella pirotecnia de imágenes inquietantes, antes nunca vista. Mi idea de una buena aventura era hasta aquella fecha las acrobacias de Lancaster en El halcón y la flecha (1950). Tiburón (1975), La guerra de las galaxias (1977) o E.T., el extraterrestre (1982) pasaron a convertirse en una especie de santísima trinidad para mí y buena parte de los niños de mi generación, con Indiana Jones en el rol de deidad suprema.
Mi bautismo cinéfilo es convencional, tiene una rúbrica generacional. Muchos años después descubriría que existe vida más allá de Spielberg, pero la iconografía emocional con la que sellé mi amor incondicional por el cine está protagonizada por películas clásicas en blanco y negro y un decálogo de piezas que hoy no pasarían de catalogarse como un ejemplo más de cine de consumo. He de ser sincero; sin Spielberg, Siegel, Peckinpah, Coppola, Kubrick, Lucas, Scorsese, Eastwood, Scott, Donner, Dante, Leone, Zemeckis, Whale, Wise, Murnau, Keaton, Chaplin, Welles, Wilder, Fellini, Hitchcock, Lean, Huston, Hawks, Ford, sin ellos hoy no apreciaría la belleza de las obras de Buñuel, Kurosawa, Truffaut, Cassavetes, Renoir, Polanski, pero tampoco conseguiría disfrutar como un niño con Jackson, Tarantino, Cameron, Nolan, Abrams, Burton, Coen, Fincher. El cine es una red repleta de neurotransmisores que comunican una experiencia con otras, en donde Ford y Siegel te llevan a Eastwood, Bergman a Allen, de Hitchcock a de Palma. Cada nueva película está dibujada con retales de otras cintas, ecos que recuerdan tan o cual escena, guiones deconstruidos a través de la memoria cinéfila de quienes los escriben.
De todos los efectos perversos que han provocado las nuevas tecnologías sobre el cine solo una me produce una triste inquietud: que algún día cierren las salas de cine, que ya no pueda experimentar la sensación confortante de ser transportado en esa matriz luminosa a universos paralelos que, pese a su impostada artificiosidad, emocionan y hacen pensar. Soy un consumidor habitual de cine, sea cual sea el formato en el que venga presentado, sea cual sea el soporte sobre el que se pueda visionar. Me dejo mecer con docilidad por las ventajas de lo digital y la versatilidad de los nuevos gadgets tecnológicos. Pero aún así ninguno de estos medios consigue emocionarme como lo hace una oscura sala de cine.
Los nuevos espectadores ceden con facilidad a las sirenas de la comodidad, sustituyendo la sala de cine por el home cinema, el blu-ray y la tele de última generación. Ni siquiera el videoclub ha resistido la plaga cultural del todo gratis asociado a las descargas digitales. Sin embargo, este viraje cultural elimina las virtudes que posee la sala de cine y que ninguna otra experiencia similar puede regalarnos. La pantalla de un cine nos cautiva porque, al igual que sucede cuando contemplamos sobre un alto la belleza de un paisaje, éste nos supera, nos sentimos parte minúscula de una totalidad, testigos privilegiados de hechos prodigiosos, vidas en imágenes no tan ajenas a nuestros deseos y carencias. Una tele de plasma se inserta, como un electrodoméstico más, en el entorno cotidiano de nuestra casa; por mucho que seamos capaces de sugestionarnos, nos sabemos dentro de nuestro salón, podemos parar la proyección, atender una llamada, distraernos con cualquier contingencia. La sala de cine, por el contrario, desde el mismo momento en el que atravesamos el pasillo y nos sentamos bajo esa luz tenue, que presagia la oscuridad que vendrá, nos introduce en una experiencia que exige de nosotros su total atención y entrega. La moda del cine en casa ha provocado que cada vez sea más difícil encontrar en las salas de cine a un público que respete la única norma básica del buen espectador: el silencio.
El espectador contemporáneo, eventual y sin respeto, no diferencia entre lo público y lo privado; se comporta en el cine como lo hace en su casa, o peor, ya que lo público se percibe como un lugar de mayor transigencia y, como he pagado la entrada, tengo derecho a hacer de mi capa un sayo. Las nuevas tecnologías transforman al espectador de una sala de cine en un energúmeno sin una mínima sensibilidad que le permita discriminar qué tipo de conducta se espera de él en cada lugar. Habla sin pudor ni modulación, se levanta cada dos por tres, no apaga el móvil, y si le llamas la atención, le sorprende tu actitud e incluso se envalentona, haciendo gala de su animalidad. Esta nueva generación de espectadores se está creando al amparo de una cultura mezquina que ensalza la falsa democracia de la gratuidad y la complaciente atracción por la comodidad, renunciando al cultivo de la sensibilidad estética y el respeto por los espacios comunes. A esto ha contribuido también un mercado audiovisual que convierte el acceso a las películas en un vasto supermercado; una película no se ve, no se disfruta, se consume. Ni siquiera las instituciones educativas se preocupan por incluir dentro de sus contenidos la comprensión y valoración del cine como un arte del que podamos extraer amor por la belleza y conocimiento cultural. La sociedad de consumo ha convertido a la clase media en un estómago, eliminando con ello la promesa ilustrada de que la cultura es la puerta a la sabiduría y el progreso moral.
Ramón Besonías Román
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