Metáfora para nada hiperbólica, icono universal de los tiempos que vivimos, El grito (una de sus cuatro versiones) va a ser subastada por la mítica Sotheby’s. Quizá dentro de unas décadas, triplique su valor, convertida a esas alturas en expresión de una era, aliento emocional de varias generaciones, sumidas en la perplejidad y el desaliento.
Munch, como noruego insigne, sabía en propias carnes qué es eso de angustiarse, sentir la nada a tu alrededor, admitir sin voz que lo exprese el absurdo de la existencia, la muda vacuidad, la ilógica inconsistencia de los acontecimientos.
El protagonista de El grito no se sabe si es hombre o mujer, y poco importa, porque nos representa a todos, tiene voluntad de genérico. Munch quería que todo el mundo, independientemente de su condición, raza, sexo, renta, pudiera empatizar con las emociones que suscita su obra, hacer suyos los sentimientos que cruzan por la mente del personaje. La figura llama la atención del espectador no tanto porque se lleve las manos a la cara, o porque su silueta sea sinuosa y deformada; lo verdaderamente inquietante es que nos mira (sin ojos) cara a cara, nos impele, nos obliga a escuchar su eco sordo y desesperado, como esperando de nosotros misericordia, una redención que silencie su angustia.
Durante décadas, El grito (1893) ha sido -salvo excepciones destinadas a entendidos o arqueólogos de la belleza- una de esas obras iconográficas en las que el arte moderno reconoce su identidad, y que los turistas reproducen en láminas, lapiceros y camisas, por el solo gusto de decir: ¡ese cuadro lo conozco!, el grito, se llama el grito,... y enmarcarlo en la pared del salón familiar, como quien colecciona chapas de refrescos. La culpa de todo quizá sea de Warhol, el primero en reproducir la obra, transformándola de un mero producto de consumo, en múltiples serigrafías fabricadas con polímeros sintéticos. Aunque años antes, Gudmundur Erró, el pintor islandés, ya había versionado con su irreverencia iconoclasta la obra de Munch. Décadas después, Wes Craven utilizaría ese rostro desfigurado para disfrazar a su famoso asesino en serie en la película Scream, y las secuelas que le seguirían. El arte contemporáneo se venga de sus predecesores, convirtiendo el original en una mera copia invertebrada, accesible a todos, pero desprovista de gravedad semántica y empaque estético. El grito se convierte así, en manos del mainstream, en una sonora carcajada y no en la inefable emoción que nos hace enmudecer al contemplarla.
Pero si Hegel poseía algo de razón, quizá el boomerang de la Historia nos devuelva de nuevo el derecho a mirar sin artificios el grito descarnado de esa sombra humana, vagando errante, al borde del puente de su existencia. Quizá reconozcamos en ella emociones vívidas, regalo aciago de estos tiempos convulsos.
Tengámoslo claro, la obra no cambia, sigue estando ahí, abierta al espectador que la contempla, dispuesta a hablar en múltiples idiomas, con muchas voces. Quien muta es el ojo, el ser que habita fuera del cuadro; él es quien impone a la obra un silencio de significados o bien quien alienta con generosidad la explosión de hermenéuticas audaces, él quien ahoga la riqueza que esconde el lienzo o se entrega a ella sin red. Nadie más.
Ramón Besonías Román
Me has dado una clave y posiblemente redacte un post sobre ello. En nuestra época se enfrentan los partidarios de la mirada optimista (de Quién se ha llevado mi queso) a los pesimistas que perciben nefastos augurios en este tiempo que estamos viviendo. Munch pintó su cuadro a finales del siglo XIX, en una época en que dominaban sentimientos amenazadores. Modernismo, simbolismo. Percibimos la inseguridad, el miedo, la angustia, en los escritores de este tiempo. El grito alerta en su espíritu sobre el tiempo que iba a venir. La angustia que lo inspira es evidente y sigue siendo potente y sugeridor. A veces me pregunto si la angustia es un estado creativo y viendo El grito de Munch o leyendo a Strindberg, a Ibsen (también nórdicos) uno tiende a pensar que son adelantados de su tiempo y que perciben igual que algunos animales la amenaza de un terremoto que se iba a producir. Ahora en esa pugna entre angustiados y optimistas (los más políticamente correctos) no sé por dónde irá la cosa. Parece que es Damien Hirst el artista que ahora domina los símbolos y las obras de arte (qué pena, porque El grito era sombrío pero esperanzador) y solo nos ofrece calaveras incrustadas de brillantes y tiburones en formol ¿Será este el signo de nuestro tiempo?
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