No sé si eso de decepticon, en lengua vernácula de Cybertron, tendrá la misma etimología que decepción en español, pero bien podría servir de metáfora de la sensación que tuvo este cinéfilo tras ver la última entrega de Transformers. Y ustedes dirán: ¡a quién se le ocurre meterte en tamaña estupidez! Tienen razón, quién me mandaría pagar los 9 euros de la entrada. Porque uno, que no quiere perderse las piruetas de breakdance de los autobots, aliados de los terrícolas en la arriesgada épica de salvar al planeta de los malvados decepticons, no se conformó con el austero 2D de toda la vida, no, me embutí las megatrónicas gafas 3D para no perder detalle de la ingeniería digital de última generación. Cuando uno se pone, se pone, y no repara en gastos.
La razón principal de mi osadía no fue otra que la sequía cinéfila que preside desde hace no pocos años la cartelera de Badajoz. Igual que la ropa femenina parece estar diseñada para embainarse en los bulímicos maniquies de pasarela, la cartelera actual está configurada para hacer las delicias de la muchachada y de algún que otro cinéfago impenitente, como el que escribe. El cine para adultos, con personajes reales, brilla por su ausencia. La cartelera ha cedido al cálculo voraz de las mayors, que fagocitan sin pudor la oferta cinematográfica, especialmente en las ciudades pequeñas, en donde no existe un público de gusto variado que llene las salas y la cinefilia se satisface gracias al esfuerzo titánico de las filmotecas.
Así que me apliqué con resignación el sabio adagio de cuando no hay lomo, tocino como, y pagué religiosamente mi tributo a Paramount Pictures, que por lo que sé ya lleva ganados 256 millones de euros en todo el mundo desde el estreno de su Transformers: El lado oscuro de la Luna, Transformers 3 para los de retentiva lenta. Quién iba a decirnos que del vintage ochentero se podría sacar oro. Lo que hace unas décadas eran juguetes, comics y películas de serie B, hoy se reciclan a manos de la maquinaria de Hollywood en flagrantes best viewers, que atraen no solo a niños y adolescentes, sino también a talludos espectadores que creemos quizá con ello rememorar nuestros iconos pop. Nada más lejos de la realidad; lo único que obtenemos a cambio es mera pirotecnia, maquillaje técnico. Un guión pensado para analfabetos funcionales o legionarios lobotomizados, aderezado de recursos estéticos extraídos de un anuncio de colonia y un par de escenas pensadas para lubricar mentes con acné. Ni siquiera el duo de autobots diminutos, homólogos desmejorados de R2D2 y C3PO, consigue sacarnos del tedio.
¿Será que me estoy haciendo viejo?, ¿soy acaso demasiado exigente? Sea lo que fuere, los ejercicios pornográficos de pirotecnia tecnológica sin proteinas me resultan cada vez menos atractivos. Y no es que uno le haga ascos al cine palomitero, pero Transformers 3 rebasó mi umbral de tolerancia cinéfaga. Por cierto, días después resarcí mi decepción visionando la última de Mateo Gil, Blackthorn, un western de esos que llaman crepusculares. Una delicia para los sentidos (con una hermosa fotografía del altiplano boliviano), un ejemplo de buen cine adulto, sin perder los mandamientos propios del género.
La razón principal de mi osadía no fue otra que la sequía cinéfila que preside desde hace no pocos años la cartelera de Badajoz. Igual que la ropa femenina parece estar diseñada para embainarse en los bulímicos maniquies de pasarela, la cartelera actual está configurada para hacer las delicias de la muchachada y de algún que otro cinéfago impenitente, como el que escribe. El cine para adultos, con personajes reales, brilla por su ausencia. La cartelera ha cedido al cálculo voraz de las mayors, que fagocitan sin pudor la oferta cinematográfica, especialmente en las ciudades pequeñas, en donde no existe un público de gusto variado que llene las salas y la cinefilia se satisface gracias al esfuerzo titánico de las filmotecas.
Así que me apliqué con resignación el sabio adagio de cuando no hay lomo, tocino como, y pagué religiosamente mi tributo a Paramount Pictures, que por lo que sé ya lleva ganados 256 millones de euros en todo el mundo desde el estreno de su Transformers: El lado oscuro de la Luna, Transformers 3 para los de retentiva lenta. Quién iba a decirnos que del vintage ochentero se podría sacar oro. Lo que hace unas décadas eran juguetes, comics y películas de serie B, hoy se reciclan a manos de la maquinaria de Hollywood en flagrantes best viewers, que atraen no solo a niños y adolescentes, sino también a talludos espectadores que creemos quizá con ello rememorar nuestros iconos pop. Nada más lejos de la realidad; lo único que obtenemos a cambio es mera pirotecnia, maquillaje técnico. Un guión pensado para analfabetos funcionales o legionarios lobotomizados, aderezado de recursos estéticos extraídos de un anuncio de colonia y un par de escenas pensadas para lubricar mentes con acné. Ni siquiera el duo de autobots diminutos, homólogos desmejorados de R2D2 y C3PO, consigue sacarnos del tedio.
¿Será que me estoy haciendo viejo?, ¿soy acaso demasiado exigente? Sea lo que fuere, los ejercicios pornográficos de pirotecnia tecnológica sin proteinas me resultan cada vez menos atractivos. Y no es que uno le haga ascos al cine palomitero, pero Transformers 3 rebasó mi umbral de tolerancia cinéfaga. Por cierto, días después resarcí mi decepción visionando la última de Mateo Gil, Blackthorn, un western de esos que llaman crepusculares. Una delicia para los sentidos (con una hermosa fotografía del altiplano boliviano), un ejemplo de buen cine adulto, sin perder los mandamientos propios del género.
Ramón Besonías Román
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