"Cómetelo todo, Ramón. ¡Con la cantidad de niños que hay muriéndose de hambre!", me espetaba mi madre cuando era niño. Yo no la entendía; el chantaje moral no funcionaba. Odiaba la verdura, o simplemente ese día estaba inapetente; eso es todo. Utilizar la pobreza en el mundo como estrategia para hacerme comer no surtía efecto. Comprendía que hubiera niños que no tenían qué llevarse a la boca y, por el tono que utilizaba mi madre al afirmarlo, debía ser un hecho terrible y desgraciado, pero en ningún caso una condición suficiente para hacerme tragar esa masa informe de verduras sobre el plato. Por aquel entonces, consideraba una limitación insorteable introducirme, confiado, en el universo de determinados alimentos, y la cebolla era uno de mis tabús más poderosos. No podía soportar ver esas láminas liliáceas, habitar con indecencia entre la carne o el pescado. Mi madre -una santa en vida- claudicaba a mis demandas, batiendo en sofrito la cebolla, hasta hacerla imperceptible a mis ojos. Aún hoy, cuando veo un trozo de cebolla en la comida, la retiro discretamente a los extrarradios del plato; es superior a mis fuerzas. Y me acuerdo de nuevo del chantaje de mi madre: ¡con la cantidad de niños que se mueren en el mundo por no tener qué comer! Gracias a mi aprensión a la cebolla, tomé conciencia por primera vez de que en el mundo no llega la comida a la mesa para todos con tanta facilidad como lo hacía en mi casa; que hay otros países, otras personas, que adolecen de lo básico para subsistir.
Esta anécdota acerca mi relación dialéctica con la cebolla me vino a la memoria al leer un artículo en la prensa en el que se afirmaba (en boca de la FAO) que uno de cada tres alimentos que compramos acaba en la basura. Nada menos que 1.300 millones de toneladas de comida desperdiciada. Terrible, ¿no? Esa misma cara de perplejidad y estupefacción que el lector debe tener en este momento tuve yo al leer esta noticia. ¿Cómo es posible? El mundo está loco. Una cultura de bienestar sin conciencia de sus limitaciones ha provocado en nosotros (ciudadanos del mundo desarrollado) la sensación de que nunca podrá faltarnos el sustento, de que la riqueza es un pozo sin fondo. Damos por hecho que siempre existirán excedentes con los que saciar nuestras necesidades básicas. Por esta razón, desvaloramos por obvio lo que para otras personas del mundo es una excepción. Derrochamos, tiramos el excedente fungible que nos sobra, confiados en que nunca nos faltará de nada, en que el bienestar es un derecho sin contingencias. Hemos creado un mundo en el que nada se repara o recicla; todo lo que se deteriora, debe ser sustituido, a mayor gloria del desarrollo económico, de un consumo sin mesura. Cuanto más tenemos, más basura almacenamos y menos apreciamos los bienes básicos. Nuestros hijos entienden desde niños que el bienestar del que gozan es más un derecho que una adquisición lograda por el esfuerzo. Los móviles, las videoconsolas, el último modelo de zapatillas nace por ciencia infusa, sin contraprestaciones. La despensa está llena no porque creamos que se van a agotar en breve nuestros recursos, sino por la confianza de que nunca nos faltarán. Hemos perdido cierta capacidad de goce a causa de que nuestras expectativas de satisfacción están sobrecubiertas. No esperamos tener dificultades para disfrutar de los alimentos o de los bienes culturales. Acercamos nuestra mano y allí están, a nuestro alcance. Su aprecio depende más de nuestra voluntad que del descubrimiento de que sean un venturoso milagro.
Apreciamos lo que anhelamos, aquello que es objeto de nuestro esfuerzo, de nuestros desvelos. Pero como el paraguas, hasta que no llueve, no lo echamos de menos. Hasta que su ausencia nos hiera, hasta que huya de nosotros la felicidad y regresemos a ella, respetando su presencia como un regalo.
Esta anécdota acerca mi relación dialéctica con la cebolla me vino a la memoria al leer un artículo en la prensa en el que se afirmaba (en boca de la FAO) que uno de cada tres alimentos que compramos acaba en la basura. Nada menos que 1.300 millones de toneladas de comida desperdiciada. Terrible, ¿no? Esa misma cara de perplejidad y estupefacción que el lector debe tener en este momento tuve yo al leer esta noticia. ¿Cómo es posible? El mundo está loco. Una cultura de bienestar sin conciencia de sus limitaciones ha provocado en nosotros (ciudadanos del mundo desarrollado) la sensación de que nunca podrá faltarnos el sustento, de que la riqueza es un pozo sin fondo. Damos por hecho que siempre existirán excedentes con los que saciar nuestras necesidades básicas. Por esta razón, desvaloramos por obvio lo que para otras personas del mundo es una excepción. Derrochamos, tiramos el excedente fungible que nos sobra, confiados en que nunca nos faltará de nada, en que el bienestar es un derecho sin contingencias. Hemos creado un mundo en el que nada se repara o recicla; todo lo que se deteriora, debe ser sustituido, a mayor gloria del desarrollo económico, de un consumo sin mesura. Cuanto más tenemos, más basura almacenamos y menos apreciamos los bienes básicos. Nuestros hijos entienden desde niños que el bienestar del que gozan es más un derecho que una adquisición lograda por el esfuerzo. Los móviles, las videoconsolas, el último modelo de zapatillas nace por ciencia infusa, sin contraprestaciones. La despensa está llena no porque creamos que se van a agotar en breve nuestros recursos, sino por la confianza de que nunca nos faltarán. Hemos perdido cierta capacidad de goce a causa de que nuestras expectativas de satisfacción están sobrecubiertas. No esperamos tener dificultades para disfrutar de los alimentos o de los bienes culturales. Acercamos nuestra mano y allí están, a nuestro alcance. Su aprecio depende más de nuestra voluntad que del descubrimiento de que sean un venturoso milagro.
Apreciamos lo que anhelamos, aquello que es objeto de nuestro esfuerzo, de nuestros desvelos. Pero como el paraguas, hasta que no llueve, no lo echamos de menos. Hasta que su ausencia nos hiera, hasta que huya de nosotros la felicidad y regresemos a ella, respetando su presencia como un regalo.
Ramón Besonías Román
Poco se puede añadir cuando está todo dicho y tan bien. Y es que el egoísmo de los que comemos a diario es directamente proporcional al hambre que padecen tantos.
ResponderEliminarQuizá algún día pagaremos la factura de tamaña iniquidad.
Y retornando la anécdota inicial, el síndrome de la sopa mafaldiana, ¿tú cómo reaccionas cuando lees (o escuchas en la voz de Serrat) las celebérrimas Nanas de la cebolla de Miguel Hernández?
Buena tarde, Ramón