Todos a 50


Publicado en el diario Hoy, 14 de febrero de 2011

El movimiento de un cuerpo no puede ser iniciado ni alterado sin la intervención de otros cuerpos. Esto es lo que decía Descartes. Son cosas de la física mecánica, pero también puede aplicarse con igual verificabilidad al terreno de la psicología social. A menos que una fuerza mayor o mejor influya en nosotros, los seres humanos no alteramos nuestra conducta, seguimos comportándonos movidos como hasta ahora, ya sea por interés, placer o convicción. Seguramente que el lector es consciente como yo de esta ley natural, pero a veces no viene mal que la experiencia venga a avivarnos la memoria. El otro día iba conduciendo yo por la circunvalación del castillo cuando caí en la cuenta de que mi velocidad (y la de buena parte del resto de conductores) se ajustaba voluntariamente a los 50 kilómetros por hora que marcaba la ley para esa vía, una velocidad que hasta ese momento me era realmente difícil respetar, muy a pesar del recuerdo preceptivo de las señales de límite de velocidad. Es evidente que la reciente compra por parte del Ayuntamiento de dos dispositivos móviles de control de velocidad habían modificado mi conciencia vial. En ningún caso hubiera cambiado mi forma de conducir si el Ayuntamiento, las fuerzas de seguridad o un amigo me hubiesen pedido o aconsejado respetar las vigentes normas de tráfico. Igualmente, el sentido común me indicaba que forzar la velocidad hasta sesenta o setenta en esa vía no era en ningún caso un peligro para la integridad ajena ni mi propia seguridad. Por lo tanto, mi cambio de conducta está claro que obedece a la efectividad de la medida coercitiva del Ayuntamiento; hablando en plata, evitar tener que desembolsar los cien euros de sanción.

Por lo visto, la edad no corrige mucho nuestra percepción del peligro ni el respeto a las leyes. Kohlberg, un famoso psicólogo, afirmaba que todos los individuos pasamos por idénticas fases de desarrollo moral, diferenciadas tan solo por las lógicas variantes, específicas en cada homínido. Al principio, cuando somos unos críos, nos movemos por la ramplona regla del placer-displacer y del
premio-castigo. Si algo me apetece y nadie puede castigarme por ello, simplemente lo hago, obviando las consecuencias que mis acciones puedan ocasionar en otras personas. Esta es la física moral del niño, egoísta y despiadada. Si los adultos no hacemos caer a nuestros retoños que a veces sus actos causan daño en otros, esos locos bajitos seguirán creyendo, ya creciditos, que todo el monte es orégano y que no hay otro límite a su conducta que su santa voluntad. La adolescencia no viene a corregir esta tendencia, sino todo lo contrario, la acrecienta. Durante la pubertad, la autoridad es el enemigo y la única voz legítima, los amigos. La búsqueda de identidad se construye a partir de las leyes de la tribu y la percepción de riesgo mengua y mengua hasta la extinción. El adolescente es un ser impermeable a las imposiciones y dúctil si está en juego el reconocimiento emocional de su grupo de referencia.

Picasso decía que un adulto es tan solo un niño hinchado de edad, y no le falta razón. Con los años este inconformismo, pese a que ya hemos tenido tiempo de entronizar las normas sociales en nuestra conciencia, seguimos conduciéndonos en gran medida por una moral preconvencional, primitiva, autista a los reglamentos, a no ser que una fuerza mayor ejerza presión sobre nuestra voluntad. Los adultos, justificados por la sabia experiencia, nos atrevemos incluso a dar razones lógicas de su insumisión, apoyándonos en nuestro sano juicio y nuestro derecho a obrar libremente, sin injerencias foráneas. «¡A mí me van a enseñar ahora, a estas alturas, a conducir!» Y si el orgullo no es suficiente premisa, siempre nos queda el adolescente, pero efectivo recurso al pataleo o la proyección como mecanismos de defensa. «El Ayuntamiento lo que quiere es sacar dinero. Es que la gente conduce de pena. A mí que me registren...»

Sin embargo, reconozcámoslo. La costumbre es el motor que rige nuestra conducta vial. Conducir es una tarea programada, rutinaria, en la que muy pocas veces se exige algo más que una licencia y unos buenos reflejos. El pensamiento es el peor enemigo de la carretera. Nadie, excepto el novel, piensa qué pedal ha de accionar para acelerar, frenar o cambiar de marcha. Si quieres planificar tu viaje, hazlo antes de salir. Conducir solo te exigirá habilidad, maestría y una toma de decisiones rápida y diligente. Por otra parte, el coche se convierte con facilidad en una matriz caliente e insensible a los reclamos externos. Dentro estamos protegidos, somos más poderosos. Es más fácil ser impulsivo, menos vulnerable, dentro de un coche, donde toda acción depende de mi capacidad para dirigir mis manos y mis pies hacia el lugar que yo estime oportuno. El exterior se limita a ejercer de elemento favorecedor u obstáculo a mi voluntad de ir allí donde desee. Por eso una señal de tráfico es un mero símbolo informativo, por mucho que su color nos advierta de su naturaleza prescriptiva.

Con la edad es de suponer que la experiencia nos debe hacer más prudentes y avisados ante los efectos perversos de la conducción. Sin embargo, nuestra cultura vial es aún muy deficiente. Somos poco permeables a las leyes de tráfico y en no pocos casos la impulsividad es el dueño del volante, guiada por las prisas, la intolerancia al aburrimiento, la excitación, la falta de previsión, la adicción al riesgo, la ausencia de empatía y demás incontinencias emocionales. En fin, todos a 50.


Ramón Besonías Román

No hay comentarios:

Publicar un comentario

la mirada perpleja © 2014