Publicado en el diario Hoy, 8 de febrero de 2011
«Yo y otros muchos fuimos hasta Elvas para ver la película», me confiesa un compañero al enterarse de la muerte de la protagonista femenina de El último tango en París (1972), María Schneider. Eran otros tiempos, aunque no tanto. La represión sexual, auspiciada por una Iglesia puritana y totalitaria, alentaba el morbo hacia todo aquello que estuviera prohibido. Hoy nadie se trasladaría kilómetros para ver escenas de sexo. Internet nos abastece de una despensa repleta sin necesidad de movernos de casa. Además, el misterio de un seno desnudo se ha convertido con el tiempo en una prosaica escena de la que ya nadie se escandaliza.
No somos tan liberales como creemos, por lo menos en el ámbito de la corrección pública. La película de Bertolucci seguiría siendo hoy en día una rara avis dentro del cine comercial. Si observamos con detenimiento la presencia de contenidos eróticos en el cine contemporáneo de proyección internacional, encontramos pocas obras que se atrevan a incomodar a su público. Antes bien, una corrección social, teñida de falso esnobismo progre, se ha adueñado de unos guiones cinematográficos que siguen insistiendo en los mismos clichés de siempre: amor fatal y apasionado, medias naranjas, relaciones idílicas, sexo estilizado y sin riesgos...
Muchas cosas han cambiado: tenemos acceso a la píldora, podemos abortar, no existe una represión sexual institucionalizada y sí existe una evidente liberalización de las costumbres sexuales. Estos avances contrastan curiosamente con el hecho de que el sueño de muchas adolescentes siga siendo casarse y comer perdices, obviando un futuro seguro e independiente. Sin sumar a esto el preocupante aumento de casos de maltrato doméstico hacia las mujeres. Se suponía que la libertad sexual nos iba a hacer menos permeables a lo irracional, pero no ha sido así. Disfrutamos pudiendo optar entre diferentes dulces de una pastelería, pero esta libertad no nos dota necesariamente de criterios racionales que optimicen nuestro placer gastronómico. La libertad es condición necesaria, pero nunca suficiente para asegurarnos el derecho a vivir plenamente.
El último tango en París, pese a ser recordada como una película erótica, heredera de su tiempo, condenada al morbo de un par de escenas lubricantes, es una obra oscura, áspera y misteriosamente triste. Y por supuesto no nos ofrece un modelo de mujer especialmente liberada de otra cosa que no sea su querencia al macho que la cubre. El mito de la tonta y la bestia se perpetúan en esta cinta, por mucho que intente vendernos un discurso nihilista, imposible, de la familia represora burguesa. Declama Brando mientras sodomiza -violar quizá sería más ajustado a la realidad- a su partenaire: «Repite conmigo: santa familia, templo de los buenos ciudadanos. Los niños son torturados hasta que confiesan su primera mentira, donde la voluntad se quiebra bajo la represión, donde la libertad es asesinada por el egoísmo. Dais asco, me cago en todos vosotros, maldita familia». El último tango en París posee un espíritu transgresor que quizá pudo inquietar a la sociedad de los incipientes setenta, pero que hoy deviene a los ojos del joven twitteador del siglo XXI como un porno light, intelectualizado y aburrido.
Mucho me temo que la mayoría de quienes se trasladaron a Francia o Portugal para ver la película, se entregaron a la sola esperanza de ver recompensados sus sueños eróticos y no para escuchar la letanía de filosofadas de un viejo decadente. Brando, alter ego de Bertolucci, se folla a la familia tradicional, a los valores de corrección y santidad que la definieron. Hoy, los hijos y nietos de aquellos que soñaron un 68 con libre derecho de pernada consentida y una sociedad más justa se vengan de sus antecesores, cediendo al conservadurismo del ancien régime. Ya no quieren irse de casa, a menos que tengan la cocina completa y sus gadgets de última generación (vive de tus padres hasta que puedas vivir de tus hijos); no solo son escépticos ante la política, sino que viven como si no existiera, a no ser, por supuesto, que un día les fuera negado su bienestar. En cuanto al sexo, se sienten liberados de las ataduras represoras que sometieron a sus padres o abuelos, pero no usan preservativo, se preñan por pura inconsciencia (escasez de previsión de riesgo, que dirían los psicólogos) y viven como si la muerte no fuese un horizonte previsible. Poseen mucha (demasiada) información sobre sexualidad, pero lo que realmente demandan y no encuentran es diálogo, ni datos ni estadísticas, solo comunicarse, twittear la vida a tiempo real, saber que no están solos en este mundo globalizado que no entienden.
El último tango en París clausura su discurso de manera coherente, casi que complaciente para un público como el actual. El sueño idílico del sexo como redención ante los convencionalismos que ahogan la libertad del hombre moderno se revela como lo que es, pura ficción, ilusión lubricante de un placer ajeno a las inclemencias del entorno social. Brando debe morir para que la creencia en el orden se restituya. Ella (Jeanne) se libera del poder al que el macho la tiene sometida; él (Paul) reconoce ya tarde que su nihilismo es a fin de cuentas una resistencia a amar y ser amado, revelada bajo la excusa de una filosofía de martillo. El último tango en París es, pese a su morbosidad publicitaria, una película de lectura conservadora, eso sí, con clara voluntad desmitificadora. Bertolucci volvería a construir una crítica similar -mucho más comedida que su antecedente- acerca del sueño imposible de un sexo sin moral en su irregular Soñadores (2003). En esta película, la esperanza de un edén à trois deviene en un juego imposible, limitado por la física determinista de las emociones. La realidad sin maquillaje gana holgadamente a las utopías escapistas del placer. Quizá sea esta la gran enseñanza que han aprendido de nosotros los jóvenes de hoy: resistirse a ser sermoneados y ceñirse al presente como única puerta a lo desconocido.
Ramón Besonías Román
Nací en el 72, así que ví El último tango en París no hace tanto, y con los ojos del que mira un clásico.
ResponderEliminarEsperaba encontrarme un porno light, como decís, y me encontré con una película de crítica social actual.
Las chicas ya no quieren ser princesas, dice Sabina. Sin embargo, yo creo que siguen deseándolo. No difieren de aquella Jeanne, que amaba al misterioso hombre que la sodomizaba en un lugar misterioso y mugriento, pero que se decepcionó del pobretón con panza y hemorroides que en realidad era el personaje de Brando.
Claro que el sexo ya no es transgresor. Hoy por hoy acostarse con un desconocido es el pan nuestro de cada noche.
Y eso dio por resultado una generación abúlica.
Le prohibieron la manzana,
solo entonces la probó.
La manzana no importaba,
nada más la prohibición.
(fragmento de La fanfarria de Cabrío, de los Redondos)
La he visto varias veces, desde los setenta, en etapas muy distitnas de mi vida, y siempre la he considerado una película sobre la soledad, más que sobre sexo.
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