Hay que reconocerlo: el tresdé es tan bidimensional como lo es el dosdé. La única diferencia reside en introducir otro artefacto tecnológico con el que engañar a nuestra mente e introducirla en el universo de la trama y los seres que la pueblan más allá de la pantalla. La única realidad tridimensional es la cotidiana, la de todos los días, aquella en la que el tiempo pasa, las balas matan y las emociones son inefables, mucho más complejas de lo que el celuloide describe. Sin embargo, el homo sapiens -inquieto mamífero- sigue intentando, cual Frankenstein, emular la realidad, inventando artilugios que la simulen. Aquellos que quedamos siendo niños fascinados por un cine en dosdé, aún nos cuesta rendirnos a la magia y plasticidad que evoca el tresdé. Quizá este efecto perverso se deba al sencillo hábito de suplir la dimensión que nos faltaba con el fecundo ejercicio de la imaginación. Ahora, sin embargo, los adelantos tecnológicos te permiten no tener siquiera que imaginar la profundidad que rodea a los personajes. Se te da a priori, sin necesidad de hacer trabajar a tu mente. De aquí a un palmo, la ficción se nos inoculará a modo de transgénico de la realidad.
Esta tendencia al hiperrealismo audiovisual no afecta solo al cine. Por el contrario, es un recurrente signo de los tiempos. Artes como la fotografía se pliegan también a esta tendencia estética, auspiciados por el imperio del diseño gráfico, a través de la búsqueda incesante de una nitidez que emule la vida que latía tras el objetivo. Sin embargo, como no hay don, sin din, existe igualmente otra tendencia no menos relevante en el universo de las artes audiovisuales que está comenzando a despuntar como reverso dialéctico al hiperrealismo, defendiendo el grano, el desenfoque, la baja calidad del pixelado, en definitiva, abogando por un universo sin nitidez, imperfecto, donde la vida se reconoce por su desequilibrio, su ruido, el centro fuera de plano, la resistencia a la interpretación. Esta tendencia estética no es original. Ya la Nouvelle Vague o el Neorrealismo Italiano se desligaron de los tópicos mandamientos del clasicismo fílmico, llevando la cámara a la calle, moviéndose sin pulso al ritmo de la vida.
Existen pues dos tendencias que de seguro marcarán los principios estéticos del siglo XXI, en lo referente a la relación de la ficción fílmica con la realidad. Una dialéctica que, pensándolo bien, ha caracterizado al cine desde sus orígenes. Una de ellas -llamémosla estética Méliès- caminará hacia un hiperrealismo creciente, intentando simular en un entorno digitalizado nuestro mundo físico, pero transgrediendo las contingencias espaciotemporales que lo limitan. Su función será eminentemente lúdica, como ya lo es cualquier producto actual en tresdé, ligado a los géneros de animación, acción y aventuras. Puede que incluso esta hiperrealidad llegue a sustituir buena parte de las experiencias vitales que antes se desarrollaban en un plano físico. De hecho, videojuegos, redes sociales, mensajería a través de móviles y otros engendros tecnológicos ya están digitalizando nuestra vida social, reemplazando el contacto real, el bis a bis emocional.
La otra tendencia, por su parte, reivindicará la ficción como aliado de la vida fuera de la pantalla. Emulará igualmente la realidad física, pero sin intentar superar las contingencias que la atraviesan. Por el contrario, su estética debe necesariamente devolvernos a la vida real, pero amplificada por la luz de la interpretación y la reflexión. Un eco explícito de esta tendencia es el auge del documental, presentado no tanto como hermano realista de la ficción fílmica, como una ficción construida a partir de la quimera de intentar reproducir la realidad desde la perspectiva y dictados narrativos del autor y su universo iconográfico. El documental contemporáneo pasa a ser una película más, un relato subjetivo, un arte de narrar la vida, negándose a oficiar de mera crónica de la realidad, como lo fuera en su día el documental clásico.
Por otro lado, la irrupción de Internet como vehículo de entretenimiento audiovisual está propiciando que muchos usuarios visionen la mayoría de los vídeos a través de la red y no desde el televisor, en ocasiones mediado por una descarga deficiente, de una calidad de audio e imagen escasa. El mismo usuario que experimenta una recepción óptima, en alta definición, de audiovisuales a través de videoconsolas o reproductores de Blu-ray, se conforman en la red o en su dispositivo digital con el visionado de películas y vídeos caseros en calidad cam, telecine o dvdscreener. La nitidez del Full HD se codea con el éxito popular del pixelado, más accesible y casero. Las dos tendencias conviven en funciones y contextos diferentes.
El tresdé va camino de convertirse en el prototipo de cine de evasión, donde el efecto digital es más importante que la trama en la que se asienta el hilo temporal de los fotogramas. El espectador de tresdé va a la sala con el propósito de ser sorprendido; si de paso puede también encontrarse con una buena historia, narrada con acierto, lo aplaudirá. Pero a priori sus expectativas son similares a las de un usuario de montaña rusa. Como en el género musical, el espectador confía en que los personajes dejen pronto de hablar para dar paso a lo importante: la coreografía. Estas motivaciones quizá defrauden al cinéfilo que espera que el cine le cuente una buena historia, que le haga emocionarse o reflexionar, que le muestre vidas ajenas en las que reflejar sus deseos u opiniones. Sin embargo, hemos de reconocer que el cine entendido como espectáculo, como truco de magia, está en la raíz misma de la invención del cinematógrafo. Aquellos primeros espectadores, llevados de la mano del prestidigitador Méliès, debieron sentir un asombro similar al moderno consumidor de tresdé. La narración es posterior a la escenografía, la danza y la música precedieron al teatro y hoy todos conviven para hacernos gozar y, si es posible, ampliar un palmo nuestro horizonte vital. La frontera que muchos establecen entre cine de entretenimiento y cine de culto (o cultural) debería estar delineada más por criterios funcionales que por una graduación cualitativa. No hay que olvidar que las artes cinematográficas, tanto cuando ofrecen un producto de consumo rápido como cuando pretenden deleitarnos con una obra maestra, lo hacen en el contexto de una industria ligada en todo caso al éxito en taquilla. Que la balanza se decante más o menos hacia uno u otro producto depende más de factores educativos que del apoyo institucional o las políticas de fomento del cine. Educar la mirada es la gran asignatura pendiente de nuestro sistema formativo, parta éste de la escuela, de la familia o de la calle.
Esta tendencia al hiperrealismo audiovisual no afecta solo al cine. Por el contrario, es un recurrente signo de los tiempos. Artes como la fotografía se pliegan también a esta tendencia estética, auspiciados por el imperio del diseño gráfico, a través de la búsqueda incesante de una nitidez que emule la vida que latía tras el objetivo. Sin embargo, como no hay don, sin din, existe igualmente otra tendencia no menos relevante en el universo de las artes audiovisuales que está comenzando a despuntar como reverso dialéctico al hiperrealismo, defendiendo el grano, el desenfoque, la baja calidad del pixelado, en definitiva, abogando por un universo sin nitidez, imperfecto, donde la vida se reconoce por su desequilibrio, su ruido, el centro fuera de plano, la resistencia a la interpretación. Esta tendencia estética no es original. Ya la Nouvelle Vague o el Neorrealismo Italiano se desligaron de los tópicos mandamientos del clasicismo fílmico, llevando la cámara a la calle, moviéndose sin pulso al ritmo de la vida.
Existen pues dos tendencias que de seguro marcarán los principios estéticos del siglo XXI, en lo referente a la relación de la ficción fílmica con la realidad. Una dialéctica que, pensándolo bien, ha caracterizado al cine desde sus orígenes. Una de ellas -llamémosla estética Méliès- caminará hacia un hiperrealismo creciente, intentando simular en un entorno digitalizado nuestro mundo físico, pero transgrediendo las contingencias espaciotemporales que lo limitan. Su función será eminentemente lúdica, como ya lo es cualquier producto actual en tresdé, ligado a los géneros de animación, acción y aventuras. Puede que incluso esta hiperrealidad llegue a sustituir buena parte de las experiencias vitales que antes se desarrollaban en un plano físico. De hecho, videojuegos, redes sociales, mensajería a través de móviles y otros engendros tecnológicos ya están digitalizando nuestra vida social, reemplazando el contacto real, el bis a bis emocional.
La otra tendencia, por su parte, reivindicará la ficción como aliado de la vida fuera de la pantalla. Emulará igualmente la realidad física, pero sin intentar superar las contingencias que la atraviesan. Por el contrario, su estética debe necesariamente devolvernos a la vida real, pero amplificada por la luz de la interpretación y la reflexión. Un eco explícito de esta tendencia es el auge del documental, presentado no tanto como hermano realista de la ficción fílmica, como una ficción construida a partir de la quimera de intentar reproducir la realidad desde la perspectiva y dictados narrativos del autor y su universo iconográfico. El documental contemporáneo pasa a ser una película más, un relato subjetivo, un arte de narrar la vida, negándose a oficiar de mera crónica de la realidad, como lo fuera en su día el documental clásico.
Por otro lado, la irrupción de Internet como vehículo de entretenimiento audiovisual está propiciando que muchos usuarios visionen la mayoría de los vídeos a través de la red y no desde el televisor, en ocasiones mediado por una descarga deficiente, de una calidad de audio e imagen escasa. El mismo usuario que experimenta una recepción óptima, en alta definición, de audiovisuales a través de videoconsolas o reproductores de Blu-ray, se conforman en la red o en su dispositivo digital con el visionado de películas y vídeos caseros en calidad cam, telecine o dvdscreener. La nitidez del Full HD se codea con el éxito popular del pixelado, más accesible y casero. Las dos tendencias conviven en funciones y contextos diferentes.
El tresdé va camino de convertirse en el prototipo de cine de evasión, donde el efecto digital es más importante que la trama en la que se asienta el hilo temporal de los fotogramas. El espectador de tresdé va a la sala con el propósito de ser sorprendido; si de paso puede también encontrarse con una buena historia, narrada con acierto, lo aplaudirá. Pero a priori sus expectativas son similares a las de un usuario de montaña rusa. Como en el género musical, el espectador confía en que los personajes dejen pronto de hablar para dar paso a lo importante: la coreografía. Estas motivaciones quizá defrauden al cinéfilo que espera que el cine le cuente una buena historia, que le haga emocionarse o reflexionar, que le muestre vidas ajenas en las que reflejar sus deseos u opiniones. Sin embargo, hemos de reconocer que el cine entendido como espectáculo, como truco de magia, está en la raíz misma de la invención del cinematógrafo. Aquellos primeros espectadores, llevados de la mano del prestidigitador Méliès, debieron sentir un asombro similar al moderno consumidor de tresdé. La narración es posterior a la escenografía, la danza y la música precedieron al teatro y hoy todos conviven para hacernos gozar y, si es posible, ampliar un palmo nuestro horizonte vital. La frontera que muchos establecen entre cine de entretenimiento y cine de culto (o cultural) debería estar delineada más por criterios funcionales que por una graduación cualitativa. No hay que olvidar que las artes cinematográficas, tanto cuando ofrecen un producto de consumo rápido como cuando pretenden deleitarnos con una obra maestra, lo hacen en el contexto de una industria ligada en todo caso al éxito en taquilla. Que la balanza se decante más o menos hacia uno u otro producto depende más de factores educativos que del apoyo institucional o las políticas de fomento del cine. Educar la mirada es la gran asignatura pendiente de nuestro sistema formativo, parta éste de la escuela, de la familia o de la calle.
Ramón Besonías Román
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