Sol, Sole, Soledad, la Puértolas, la señora g, minúscula, como los secundarios del Quijote, pero mayúscula en ingenios, afirmó, convencida, en su discurso de gala ante la Academia: los libros te eligen a ti, no eres tú quien los eliges. Somos, sin remisión ni cura, ficciones, personajes que viven del guión imprevisible que les escribe la vida. Fuera del artificio de la fabulación somos un trozo inerte de carne condenada a morir sin haber vivido. No merece su nombre quien no desface entuertos ni provoca los que a bien debieran ser entuertados. Puértolas es desde ya la letra g, ge de gozo (punto libidinal), de ganas y genio, generosa, gratuita y gracia. La séptima de veintiséis hermanas, femenina, la ge, es la ge de género.
Se nos fue del sillón la ciencia de Antonio Colino y nos llega, se nos regala, henchida de dudas e inseguridades, la ficción sin término de doña Soledad. La «ingenuidad» -se confiesa- es la tinta con la que fabula el escritor, el aire con el que infla de vida sus historias, dotándolas de libertad, humanidad en definitiva. Nuestro devenir, seamos persona o personaje, se teje con remiendos cosidos a trasmano, frágiles, que avanzan si más crédito que la intuición, el tanteo. Quien escribe, como quien vive, no encuentra certezas, solo incertidumbre. «El creador no parte de una idea previa, aspira a mostrar, busca ver». Quizá por esto, Soledad prefiere la discreta presencia del secundario; porque todos lo somos. La vida se pulsa mejor desde la periferia, el margen, la acotación, a la vuelta de la esquina, en claroscuro. Nunca en el centro del tablao, iluminado por el foco del estereotipo, el cortejo de la perfección, buscando la adulación del ingenuo, la conversión del pagano. El actor principal está; el secundario aparece, se manifiesta y vuela, como lo hace la vida, a nuestro pesar, sin plegarse a nuestros ruegos y afanes, díscola, cruel, milagro.
Soledad, con ge minúscula, nos invita a olvidar -solo a modo de epojé- al Quijote, al personaje principal. Y nos coge de la mano, nos encarama al teatro de la vida y redirije nuestra mirada hacia la intrahistoria del personaje secundario, gran ausente en la memoria colectiva, el que está fuera de plano, quien labora mientras la estrella rutila en los títulos de crédito. Pese a la ausencia de reconocimiento, son ellos quienes dan forma y figura al hidalgo flaco, quienes lo admiran o rechazan, quienes le ríen las gracias o se ríen de su demente lucidez. Conocemos más al Quijote por lo que dicen de él que por su diálogo afectado. Como en la vida, la ficción edifica a sus personajes principales a través del contexto y seres que lo cortejan o vilipendian: Marcela, la hija del ventero, Dorotea, la duquesa, el Caballero del Verde Gabán, el poeta don Lorenzo, Basilio. Toda biografía es un se dice. Cuando los secundarios que animan la fabulación del Caballero de la Triste Figura sanan su dulce locura, éste muere y con él el hombre. La ficción se agota, herida de realidad.
Para doña Soledad, el Quijote es la Novela, la Literatura, metáfora privilegiada de su naturaleza. Sin locura no hay ficción, sin ficción no hay libertad. De no ser por el humo que nos ciega, ¿existiría la lucidez? Ni ella ni el placer que nos proporciona conquistarla. Por eso la literatura, «fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías», alienta el vuelo de quien lee, lo transporta, lo descoloca, obligándole a realizar un viaje en el que no hay senda ni norma, salvo el deseo de caminar. Bienvenidos a la «casa de las palabras», sin ventanas, sin más paredes que aquellas con las que el frío entendimiento encarcela a nuestra ingenua imaginación. Si se deja.
Se nos fue del sillón la ciencia de Antonio Colino y nos llega, se nos regala, henchida de dudas e inseguridades, la ficción sin término de doña Soledad. La «ingenuidad» -se confiesa- es la tinta con la que fabula el escritor, el aire con el que infla de vida sus historias, dotándolas de libertad, humanidad en definitiva. Nuestro devenir, seamos persona o personaje, se teje con remiendos cosidos a trasmano, frágiles, que avanzan si más crédito que la intuición, el tanteo. Quien escribe, como quien vive, no encuentra certezas, solo incertidumbre. «El creador no parte de una idea previa, aspira a mostrar, busca ver». Quizá por esto, Soledad prefiere la discreta presencia del secundario; porque todos lo somos. La vida se pulsa mejor desde la periferia, el margen, la acotación, a la vuelta de la esquina, en claroscuro. Nunca en el centro del tablao, iluminado por el foco del estereotipo, el cortejo de la perfección, buscando la adulación del ingenuo, la conversión del pagano. El actor principal está; el secundario aparece, se manifiesta y vuela, como lo hace la vida, a nuestro pesar, sin plegarse a nuestros ruegos y afanes, díscola, cruel, milagro.
Soledad, con ge minúscula, nos invita a olvidar -solo a modo de epojé- al Quijote, al personaje principal. Y nos coge de la mano, nos encarama al teatro de la vida y redirije nuestra mirada hacia la intrahistoria del personaje secundario, gran ausente en la memoria colectiva, el que está fuera de plano, quien labora mientras la estrella rutila en los títulos de crédito. Pese a la ausencia de reconocimiento, son ellos quienes dan forma y figura al hidalgo flaco, quienes lo admiran o rechazan, quienes le ríen las gracias o se ríen de su demente lucidez. Conocemos más al Quijote por lo que dicen de él que por su diálogo afectado. Como en la vida, la ficción edifica a sus personajes principales a través del contexto y seres que lo cortejan o vilipendian: Marcela, la hija del ventero, Dorotea, la duquesa, el Caballero del Verde Gabán, el poeta don Lorenzo, Basilio. Toda biografía es un se dice. Cuando los secundarios que animan la fabulación del Caballero de la Triste Figura sanan su dulce locura, éste muere y con él el hombre. La ficción se agota, herida de realidad.
Para doña Soledad, el Quijote es la Novela, la Literatura, metáfora privilegiada de su naturaleza. Sin locura no hay ficción, sin ficción no hay libertad. De no ser por el humo que nos ciega, ¿existiría la lucidez? Ni ella ni el placer que nos proporciona conquistarla. Por eso la literatura, «fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías», alienta el vuelo de quien lee, lo transporta, lo descoloca, obligándole a realizar un viaje en el que no hay senda ni norma, salvo el deseo de caminar. Bienvenidos a la «casa de las palabras», sin ventanas, sin más paredes que aquellas con las que el frío entendimiento encarcela a nuestra ingenua imaginación. Si se deja.
Ramón Besonías Román
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