Cuentas las malas lenguas que allá por los sesenta en Badajoz había más antenas instaladas sobre los tejados que televisores dentro de los domicilios. Los hijos de la posguerra, alimentados por el desarrollismo, comenzaban poco a poco a adoptar las poses, actitudes y formas de vida de la clase adinerada. Recuerdo que en mi niñez el salón familiar era un lugar inhabitado, más pensado para lucir que para hacer la vida en él. En los años cuarenta, sólo poseían salón aquellos a los que sobraba el dinero. Décadas después, una pujante clase media emulaba esta opulencia, dando a sus hijos aquello que a ellos se les había negado en su niñez. Por su parte, los ricos hicieron lo indecible por desligarse de los hábitos y gustos de esta masa de expobres con ínfulas de potentado, recreando para sí un nuevo universo de lujo, inaccesible para la nueva clase media. Al rico ya no le bastaba con comer caviar para distinguirse; harían traer para él beluga del mar Caspio. Y si eso no era suficientemente sofisticado, fletaría un avión directo a Irán para degustarlo recién pescado. El caso está en marcar, con pelos y señales, su territorio de clase.
Muchos de los ciudadanos nacidos en los sesenta o setenta disfrutarían con la edad de una educación y una solvencia económica suficientes como para, a pesar de nacer en un hogar humilde, con padres sacrificados que sacaron con esfuerzo a la familia de las escaseces del pasado y que no pudieron ni siquiera terminar el parvulario, metamorfosearse en ricos impostados, mitigando en lo posible el espontáneo provincianismo de sus antecesores mediante argot, ademanes y hábitos de señorito. Estos nuevos burgueses hacen de su vida una calibrada ficción; no viven, parece que lo hacen, en pro del único objetivo de obtener un poder que les provea de reconocimiento social. No es difícil reconocerlos, sobre todo si abren la boca. Su apariencia impoluta, ropa trademark, peinado esponjoso, móvil última generación y afectación teatral ante cualquier evento de éxito, contrastan con su incapacidad de tener al menos unos minutos una conversación medianamente sensata, aún menos inteligente. Visten a sus hijos a su imagen y semejanza, como las inquietantes niñas de El resplandor, iguales pantalones, iguales faldas, igual lazo para el pelo. Procuran agruparse en clubes y gimnasios, donde lucir su indumentaria y su palmito y radiar a sus correligionarios la agenda del día, sus vacaciones en Londres, la montería de fin de semana o las bondades de su nuevo IPhone. Podéis verlos jugando al tenis o al pádel (mientras sigan siendo deportes de moda) para que todos vean lo bien que lo hacen y lo torneados que están sus esqueletos. No juegan por divertirse ni ampliar sus relaciones. La única lógica que entienden es la del éxito social. Su exhibicionismo clasista es ostentoso y procaz. Nada les importa excepto ellos mismos. Incluso su familia es tan solo un objeto con el que constatar sus méritos y poderío.
Esta nueva especie, alérgica a las estrecheces que sí sufrieron sus padres, repelen cualquier contacto con las clases de inferior nivel económico, a no ser que con ello pavoneen su superioridad. Los individuos de los que hablo, por lo general, carecen de una cultura realmente sólida. Sus lecturas, si es que las tienen, se reducen al último libro de Matilde Asensi o la trilogía noir de moda. Aún así, creen destilar estilo y buen gusto. Se deleitan hablando de su trabajo, de su último logro profesional, de sus últimas adquisiciones. Raramente se interesan por el mundo exterior, a no ser que con ello obtengan algún crédito personal o reconocimiento público. Para ellos, quien está en paro o vive de mala manera es porque así lo eligieron o porque son fracasados irredentos o delincuentes comunes. Evitan, siempre que pueden, cualquier contacto con las desgracias ajenas. Si son socios de alguna oenegé, procurarán que todo el mundo se entere y alabe su altruismo, o ellos mismos se encargarán de espolvorearlo sin pudor entre su camada. Llevan a sus hijos al mejor colegio o instituto -si es privado, mejor-, aunque para ello tengan que poner en un aprieto a un amigo funcionario que les deba algún favor. En lo referente a la política, nunca hablan de los derechos ajenos; sean de derechas o de izquierdas, siempre procuran que sople el viento a su favor y alternan sólo con personajes de cargo y hacienda. Su ética es su ombligo; su estética, la de su vecino rico, con chalet y piscina frente a la playa. Nunca hablan de su modesto pasado, a no ser que les sirva para destacar que forjaron su éxito a base de mucho esfuerzo e inteligencia. Por supuesto, estos señores y señoras medran siempre que la fortuna les presta ocasión y su ley no es muy distinta a la omertá mafiosa. Sus amigos son sus clientes, mero atrezzo que adorna su ostentación. Muchos ocupan cargos destacados dentro de la ciudad, pese a que no los merecieran ni cumplieran el perfil. Por la estela de babosos en busca de tajada que dejan tras de sí los conoceréis.
A estas alturas de mi digresión, ya lo habréis podido imaginar; como canta el Nano, «entre esos tipos y yo hay algo personal».
Muchos de los ciudadanos nacidos en los sesenta o setenta disfrutarían con la edad de una educación y una solvencia económica suficientes como para, a pesar de nacer en un hogar humilde, con padres sacrificados que sacaron con esfuerzo a la familia de las escaseces del pasado y que no pudieron ni siquiera terminar el parvulario, metamorfosearse en ricos impostados, mitigando en lo posible el espontáneo provincianismo de sus antecesores mediante argot, ademanes y hábitos de señorito. Estos nuevos burgueses hacen de su vida una calibrada ficción; no viven, parece que lo hacen, en pro del único objetivo de obtener un poder que les provea de reconocimiento social. No es difícil reconocerlos, sobre todo si abren la boca. Su apariencia impoluta, ropa trademark, peinado esponjoso, móvil última generación y afectación teatral ante cualquier evento de éxito, contrastan con su incapacidad de tener al menos unos minutos una conversación medianamente sensata, aún menos inteligente. Visten a sus hijos a su imagen y semejanza, como las inquietantes niñas de El resplandor, iguales pantalones, iguales faldas, igual lazo para el pelo. Procuran agruparse en clubes y gimnasios, donde lucir su indumentaria y su palmito y radiar a sus correligionarios la agenda del día, sus vacaciones en Londres, la montería de fin de semana o las bondades de su nuevo IPhone. Podéis verlos jugando al tenis o al pádel (mientras sigan siendo deportes de moda) para que todos vean lo bien que lo hacen y lo torneados que están sus esqueletos. No juegan por divertirse ni ampliar sus relaciones. La única lógica que entienden es la del éxito social. Su exhibicionismo clasista es ostentoso y procaz. Nada les importa excepto ellos mismos. Incluso su familia es tan solo un objeto con el que constatar sus méritos y poderío.
Esta nueva especie, alérgica a las estrecheces que sí sufrieron sus padres, repelen cualquier contacto con las clases de inferior nivel económico, a no ser que con ello pavoneen su superioridad. Los individuos de los que hablo, por lo general, carecen de una cultura realmente sólida. Sus lecturas, si es que las tienen, se reducen al último libro de Matilde Asensi o la trilogía noir de moda. Aún así, creen destilar estilo y buen gusto. Se deleitan hablando de su trabajo, de su último logro profesional, de sus últimas adquisiciones. Raramente se interesan por el mundo exterior, a no ser que con ello obtengan algún crédito personal o reconocimiento público. Para ellos, quien está en paro o vive de mala manera es porque así lo eligieron o porque son fracasados irredentos o delincuentes comunes. Evitan, siempre que pueden, cualquier contacto con las desgracias ajenas. Si son socios de alguna oenegé, procurarán que todo el mundo se entere y alabe su altruismo, o ellos mismos se encargarán de espolvorearlo sin pudor entre su camada. Llevan a sus hijos al mejor colegio o instituto -si es privado, mejor-, aunque para ello tengan que poner en un aprieto a un amigo funcionario que les deba algún favor. En lo referente a la política, nunca hablan de los derechos ajenos; sean de derechas o de izquierdas, siempre procuran que sople el viento a su favor y alternan sólo con personajes de cargo y hacienda. Su ética es su ombligo; su estética, la de su vecino rico, con chalet y piscina frente a la playa. Nunca hablan de su modesto pasado, a no ser que les sirva para destacar que forjaron su éxito a base de mucho esfuerzo e inteligencia. Por supuesto, estos señores y señoras medran siempre que la fortuna les presta ocasión y su ley no es muy distinta a la omertá mafiosa. Sus amigos son sus clientes, mero atrezzo que adorna su ostentación. Muchos ocupan cargos destacados dentro de la ciudad, pese a que no los merecieran ni cumplieran el perfil. Por la estela de babosos en busca de tajada que dejan tras de sí los conoceréis.
A estas alturas de mi digresión, ya lo habréis podido imaginar; como canta el Nano, «entre esos tipos y yo hay algo personal».
Ramón Besonías Román
Pues eso te honra, Ramón.
ResponderEliminarYo no quiero que se me olvide que mi padre segaba y trillaba antes de conducir los tranvías (luego autobuses) que le permitieron pagarme el pasaje para una vida en que no tuviera que levantar la vista al cielo, a diario, para otra cosa que no fuera admirarlo. Yo me siento orgullosa de su peripecia vital, y soy quien soy gracias a lo que ellos fueron: 'buenas gentes que viven, laboran, pasan y sueñan y en un día como tantos, descansan bajo la tierra'.
Saludos, Ramón.
(de Serrat -y sus poetas- y Sabina se puede echar mano para casi todo, :)
cuanta razón, aquí estamos algunos y a otros ni se les ve de lo alto que su cuello les lleva
ResponderEliminarun abrazo