Aunque nos guste pensar lo contrario, el tiempo no pone las cosas en su sitio. Más bien las cambia de lugar, desvelándonos en ocasiones el reverso de su significado original. Y si no que se lo digan a las chicas desinhibidas de Sexo en Nueva York (1998-2004), una serie que en su origen pretendía reflejar con mimetismo las turbulencias emocionales y la jerga sexual de las mujeres jóvenes, bellas, independientes, profesionales y modernas -¿quién da más?- de la América de finales de los 90, y que acabó derivando (Sexo en Nueva York 2, Michael Patrick King, 2010) en un esperpento naif de sí misma, o -esta lectura se me antoja más creíble- en la consecuencia misma del devenir existencial de sus personajes.
Pero no fueron los redentores estrógenos de Carrie, Samantha, Miranda y Charlotte los primeros en la historia del cine o de la televisión en oficiar de biblia laica para mujeres ultramodernas. Un antecedente ilustre de esta hagiografía audiovisual lo tenemos en Holly Golightly, la glamorosa prostituta dibujada por Blake Edwards (Desayuno con diamantes, 1961) e inspirada en la novela homónima de Truman Capote. El tiempo, ciego y cruel enemigo del pasado, también obró sobre el personaje interpretado por Audrey Hepburn, mutando de prototipo sociológico para la incipiente mujer liberada de los 60 a icono comercial -adorno ideal para vestir el salón familiar- de una belleza sofisticada pero sencilla; dulce candidez, aderezada de una autosuficiencia a estas alturas ya intrascendente.
El espectador del siglo XXI ya no ve en Holly una mujer moderna, que vive a su antojo, feminista sin saberlo. Este potencial trasgresor ha sido evaporado por el tiempo y el merchandisin, trayendo consigo otro perfil femenino, más edulcorado, sin cargas de fondo, plano como un cuadro de Warhol. Lo que queda de la impúdica vecina del escritor Paul Varjak es una cara bonita, un fondo de armario deseable -Vogue dixit- y el happy end que toda comedia romántica actual emula hasta la extenuación.
A los ojos de una neoyorquina de clase media en la América de los 60, Holly representaba un ideal diáfano de independencia y madurez emocional. Holly hace lo que quiere, vive sola y sin rumbo, no se pliega con facilidad al amor made in 50s. “Nos encontramos un día junto al río, y ya está. Los dos somos independientes. Nunca nos habíamos prometido nada”, confiesa. No en vano en el buzón de su piso puede leerse: “Holly Golightly. Viajera”. Igualmente, Holly supone para la mujer de los 60 una puerta abierta a un mundo inaccesible, al que sólo puede acercarse a través del papel cuché o del cine. La imagen de Hepburn, desayunando cada mañana, punta en blanco, frente al escaparate de Tiffany's ("donde nada malo te puede suceder"), viene a ser la perfecta metáfora del sueño proletario de una vida lujosa y feliz. “Si encontrase un lugar de la vida real en donde me sintiera como me siento en Tiffany’s, me compraría unos cuantos muebles y le pondría nombre al gato”. Blake Edwards era consciente que si quería que el público bebiera los vientos por su heroína, debía jugar con los deseos de la mujer contemporánea, cediendo la complejidad psicológica que sí podemos encontrar en la novela de Capote por glamour, pura y sencilla fascinación estética, y un final que, aunque traicione la bella melancolía de su referente literario, funciona en taquilla y da al público lo que desea. Incluso la nada velada ambigüedad sexual de los personajes en la novela -Holly es bisexual-, queda difuminada en la versión cinematográfica.
Quien lee Breakfast at Tiffany’s -su título original, más fiel a los deseos de su protagonista-, descubre una Holly diferente, más humana, más voraz, más triste, menos feliz. “No soy Holly, ni siquiera Lullaby, no sé quién soy. Soy como este gato, somos un par de infelices sin nombre, no pertenecemos a nadie ni nadie nos pertenece, ni siquiera el uno al otro”. Pero pese a todo, ¿quién puede a estas alturas ver tras ella otro rostro que el de Audrey Hepburn, enfundada en su little black dress de Givenchy, guantes de ópera, moño alto, tiara principesca y cuello perlado? En el fondo (y en la superficie), aquello que nos seduce no es la realidad, sino la promesa de una ficción que nos rescate del eco de lo cotidiano.
Pero no fueron los redentores estrógenos de Carrie, Samantha, Miranda y Charlotte los primeros en la historia del cine o de la televisión en oficiar de biblia laica para mujeres ultramodernas. Un antecedente ilustre de esta hagiografía audiovisual lo tenemos en Holly Golightly, la glamorosa prostituta dibujada por Blake Edwards (Desayuno con diamantes, 1961) e inspirada en la novela homónima de Truman Capote. El tiempo, ciego y cruel enemigo del pasado, también obró sobre el personaje interpretado por Audrey Hepburn, mutando de prototipo sociológico para la incipiente mujer liberada de los 60 a icono comercial -adorno ideal para vestir el salón familiar- de una belleza sofisticada pero sencilla; dulce candidez, aderezada de una autosuficiencia a estas alturas ya intrascendente.
El espectador del siglo XXI ya no ve en Holly una mujer moderna, que vive a su antojo, feminista sin saberlo. Este potencial trasgresor ha sido evaporado por el tiempo y el merchandisin, trayendo consigo otro perfil femenino, más edulcorado, sin cargas de fondo, plano como un cuadro de Warhol. Lo que queda de la impúdica vecina del escritor Paul Varjak es una cara bonita, un fondo de armario deseable -Vogue dixit- y el happy end que toda comedia romántica actual emula hasta la extenuación.
A los ojos de una neoyorquina de clase media en la América de los 60, Holly representaba un ideal diáfano de independencia y madurez emocional. Holly hace lo que quiere, vive sola y sin rumbo, no se pliega con facilidad al amor made in 50s. “Nos encontramos un día junto al río, y ya está. Los dos somos independientes. Nunca nos habíamos prometido nada”, confiesa. No en vano en el buzón de su piso puede leerse: “Holly Golightly. Viajera”. Igualmente, Holly supone para la mujer de los 60 una puerta abierta a un mundo inaccesible, al que sólo puede acercarse a través del papel cuché o del cine. La imagen de Hepburn, desayunando cada mañana, punta en blanco, frente al escaparate de Tiffany's ("donde nada malo te puede suceder"), viene a ser la perfecta metáfora del sueño proletario de una vida lujosa y feliz. “Si encontrase un lugar de la vida real en donde me sintiera como me siento en Tiffany’s, me compraría unos cuantos muebles y le pondría nombre al gato”. Blake Edwards era consciente que si quería que el público bebiera los vientos por su heroína, debía jugar con los deseos de la mujer contemporánea, cediendo la complejidad psicológica que sí podemos encontrar en la novela de Capote por glamour, pura y sencilla fascinación estética, y un final que, aunque traicione la bella melancolía de su referente literario, funciona en taquilla y da al público lo que desea. Incluso la nada velada ambigüedad sexual de los personajes en la novela -Holly es bisexual-, queda difuminada en la versión cinematográfica.
Quien lee Breakfast at Tiffany’s -su título original, más fiel a los deseos de su protagonista-, descubre una Holly diferente, más humana, más voraz, más triste, menos feliz. “No soy Holly, ni siquiera Lullaby, no sé quién soy. Soy como este gato, somos un par de infelices sin nombre, no pertenecemos a nadie ni nadie nos pertenece, ni siquiera el uno al otro”. Pero pese a todo, ¿quién puede a estas alturas ver tras ella otro rostro que el de Audrey Hepburn, enfundada en su little black dress de Givenchy, guantes de ópera, moño alto, tiara principesca y cuello perlado? En el fondo (y en la superficie), aquello que nos seduce no es la realidad, sino la promesa de una ficción que nos rescate del eco de lo cotidiano.
Ramón Besonías Román
¿Sabes que el papel que le dieron a Audrey, antes se lo ofrecieron a Marilyn Monroe? No hubiera sido lo mismo, hubiera sido una rebeldía esperada, mientras que esa transgresión de normas sociales puesta en la carita dulce de Audrey rompe aún más los moldes y el efecto es más contundente.
ResponderEliminarLa has definido con una expresión muy acertada: "viene a ser la perfecta metáfora del sueño proletario de una vida lujosa y feliz". Estoy totalmente de acuerdo; como bien has dicho, Blake Edwards era consciente que si quería que el público bebiera los vientos por su heroína, debía jugar con los deseos de la mujer contemporánea.
Con lo que estoy menos es con lo de "feminista sin saberlo": romper determinados moldes que encasillaban y encorsetaban a la mujer no lo considero feminismo.
Disfruto leyendo todos tus artículos, Ramón, tu sutilidad y lucidez brillan en todos ellos.
Saludos.
la película es triste (como el libro) pero muchos no parecen darse cuenta. Buen post.
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