Para el viejo Lotso (abracitos), el capo con olor a fresa de Toy Story 3 (Lee Unkrich, 2010), la guardería de Sunnyside era la representación física del edén con la que sueña todo juguete. Generaciones de niños se suceden cada curso, esperando con entusiasmo jugar contigo. En Sunnyside no hay decepciones, los mocosos no crecen ni hay posibilidad de que un día te dejen tirado en un desvencijado baúl, sustituido por el último modelo de osito de peluche. En Sunnyside ningún juguete tiene dueño a perpetuidad y cada día es como el primero. Lotso es feliz no dependiendo de nada ni de nadie. En su edén de película controla al resto de su especie como si de un don famiglieri se tratase, estableciendo sus reglas de honor sin piedad -omertá incluida-, a fin de mantener intacto su orden social, un orden sostenido sobre la esclavitud de los recién llegados o de los más débiles. Si miramos más de cerca, podremos observar cómo Lotso representa, sin metáforas, a nuestras sociedades desarrolladas, también ancladas sobre la defensa de la independencia e inclementes con las diferencias sociales.
Si tecleamos en nuestro ordenador la palabra independencia, obtendremos como resultado la posibilidad de acceder a más de 33 millones de entradas. Si por en contrario, tecleamos dependencia, la cantidad se reduce a la mitad (17.800.000 entradas). Este experimento en apariencia trivial no hace sino reflejar la naturaleza misma de nuestra cultura. Los ideales ilustrados, reforzados por el desarrollo económico que propició la revolución tecnológica, delinearon un modelo de ser humano caracterizado por su capacidad de pensar, cualidad que propiciaría su suficiencia económica y emocional, y con ello el bienestar y la felicidad de la mayor parte de la ciudadanía. Los tutores sociales de antaño serían derrocados por un sistema social y político basado en el reconocimiento de cada individuo como un ser único, libre e independiente, sujeto de derechos inalienables. Estas libertades, unidas a la expansión de un modelo económico basado en el uso indiscriminado de capitales, reafirmó con el tiempo la idea de que cada individuo debe buscarse la vida, obviando el devenir del vecino. Nuestra racionalidad posibilita el desarrollo de todas nuestras capacidades, puestas al servicio -expansión económica, sería más correcto- del orden social.
Desde los primeros años de escuela, el sistema educativo formará a sus vástagos en el desarrollo de esas capacidades, a fin de obtener de ellos ciudadanos adultos integrados en el mundo laboral. Un acomodo correcto a las normas sociales y una calificación numérica en sus exámenes definirán el grado de integración obtenido. Sus logros académicos no se medirán por su capacidad de relacionarse con sus compañeros, de trabajar en equipo o de cooperar, compartir y debatir ideas y proyectos comunes. Las sociedades contemporáneas desean individuos autosuficientes en lo privado y eficaces en sus competencias laborales. El desarrollo de su inteligencia emocional y social -concepto hipertrofiado en la actualidad- se evaluarán de manera trasversal, latente y subsidiaria, sin llegar a ser un objetivo esencial a la hora de determinar su integración. En cualquier caso, capacidades como la empatía, la escucha activa, la asertividad o el aprendizaje cooperativo, siempre se ponen en nuestro modelo educativo al servicio de la autonomía social y laboral del individuo, nunca como el eje principal sobre el que debieran articularse los demás aprendizajes.
Un ejemplo de este modelo de socialización se refleja de manera plástica en el uso de las nuevas tecnologías. No existen estudios concluyentes que demuestren que su aplicación didáctica -menos aún la doméstica- propicie o aumente el desarrollo de la inteligencia emocional y social de los alumnos. Por el contrario, sí es una verdad a gritos que su uso indiscriminado, sin control ni conocimiento por parte de padres y docentes, puede fomentar el aislamiento y la tendencia a trabajar tan solo de forma individual. No es de extrañar que la pedagogía más reciente esté subrayando cada vez más la necesidad de concebir el uso de las nuevas tecnologías como un vehículo para la evaluación de competencias sociales y no meramente intelectuales o cognitivas. De esta forma, el ordenador se convertiría no en un instrumento individual de aprendizaje, sino en un medio para aprender juntos, trabajar en grupo, someter a debate los errores y aciertos de cada miembro, establecer reparto de tareas y funciones, descubrir nuevos y diferentes puntos de vista, tolerar y criticar de manera constructiva las aportaciones ajenas, etcétera, etcétera.
Este modelo de aprendizaje a través de las nuevas tecnologías es hoy por hoy un guión de ciencia ficción. La enseñanza reglada sigue estando anclada en formatos academicistas que perpetúan el solipsismo del alumno, a mayor gloria de una integración pensada para su asimilación dentro del mercado laboral que no acaba por convencerse de que invertir en educación emocional puede ser a largo plazo una estrategia empresarial eficaz. Por supuesto, los modelos de organización empresarial también se ven afectados por este individualismo, configurándose aún bajo el arquetipo clásico de trabajador industrial, taylorista, de cadena de montaje.
Una de las razones por las que aún sigue encontrando resistencia esta concepción social y emocional del aprendizaje está en nuestro propio modelo de interacción social. La dependencia es entendida sólo de manera negativa. El dependiente es el parado, el no contribuyente, población no activa, o aquel que por sus condiciones físicas o psicológicas debe ser apartado del mundo laboral y ser dotado de ayuda externa para su integración. Nadie desea ser un dependiente, un no acto. Desde pequeños nos enseñan a depender sólo de nosotros mismos, de nuestras capacidades; de lo contrario, se nos pedirán cuentas de nuestro rendimiento. El trabajo es concebido, por lo tanto, como una actividad individual, pese a requerir el arbitrio o la relación con otros individuos. A priori, no creemos que nuestro trabajo tenga que ver mucho con nuestra capacidad de relacionarnos con los otros; se da por supuesta como una aptitud natural independiente.
Si algo nos enseña la última de Pixar es que una sana dependencia puede ser el perfecto detonante para ser más felices y de paso construir más alto de lo esperado. Yo tomo nota, ¿y ustedes?
Si tecleamos en nuestro ordenador la palabra independencia, obtendremos como resultado la posibilidad de acceder a más de 33 millones de entradas. Si por en contrario, tecleamos dependencia, la cantidad se reduce a la mitad (17.800.000 entradas). Este experimento en apariencia trivial no hace sino reflejar la naturaleza misma de nuestra cultura. Los ideales ilustrados, reforzados por el desarrollo económico que propició la revolución tecnológica, delinearon un modelo de ser humano caracterizado por su capacidad de pensar, cualidad que propiciaría su suficiencia económica y emocional, y con ello el bienestar y la felicidad de la mayor parte de la ciudadanía. Los tutores sociales de antaño serían derrocados por un sistema social y político basado en el reconocimiento de cada individuo como un ser único, libre e independiente, sujeto de derechos inalienables. Estas libertades, unidas a la expansión de un modelo económico basado en el uso indiscriminado de capitales, reafirmó con el tiempo la idea de que cada individuo debe buscarse la vida, obviando el devenir del vecino. Nuestra racionalidad posibilita el desarrollo de todas nuestras capacidades, puestas al servicio -expansión económica, sería más correcto- del orden social.
Desde los primeros años de escuela, el sistema educativo formará a sus vástagos en el desarrollo de esas capacidades, a fin de obtener de ellos ciudadanos adultos integrados en el mundo laboral. Un acomodo correcto a las normas sociales y una calificación numérica en sus exámenes definirán el grado de integración obtenido. Sus logros académicos no se medirán por su capacidad de relacionarse con sus compañeros, de trabajar en equipo o de cooperar, compartir y debatir ideas y proyectos comunes. Las sociedades contemporáneas desean individuos autosuficientes en lo privado y eficaces en sus competencias laborales. El desarrollo de su inteligencia emocional y social -concepto hipertrofiado en la actualidad- se evaluarán de manera trasversal, latente y subsidiaria, sin llegar a ser un objetivo esencial a la hora de determinar su integración. En cualquier caso, capacidades como la empatía, la escucha activa, la asertividad o el aprendizaje cooperativo, siempre se ponen en nuestro modelo educativo al servicio de la autonomía social y laboral del individuo, nunca como el eje principal sobre el que debieran articularse los demás aprendizajes.
Un ejemplo de este modelo de socialización se refleja de manera plástica en el uso de las nuevas tecnologías. No existen estudios concluyentes que demuestren que su aplicación didáctica -menos aún la doméstica- propicie o aumente el desarrollo de la inteligencia emocional y social de los alumnos. Por el contrario, sí es una verdad a gritos que su uso indiscriminado, sin control ni conocimiento por parte de padres y docentes, puede fomentar el aislamiento y la tendencia a trabajar tan solo de forma individual. No es de extrañar que la pedagogía más reciente esté subrayando cada vez más la necesidad de concebir el uso de las nuevas tecnologías como un vehículo para la evaluación de competencias sociales y no meramente intelectuales o cognitivas. De esta forma, el ordenador se convertiría no en un instrumento individual de aprendizaje, sino en un medio para aprender juntos, trabajar en grupo, someter a debate los errores y aciertos de cada miembro, establecer reparto de tareas y funciones, descubrir nuevos y diferentes puntos de vista, tolerar y criticar de manera constructiva las aportaciones ajenas, etcétera, etcétera.
Este modelo de aprendizaje a través de las nuevas tecnologías es hoy por hoy un guión de ciencia ficción. La enseñanza reglada sigue estando anclada en formatos academicistas que perpetúan el solipsismo del alumno, a mayor gloria de una integración pensada para su asimilación dentro del mercado laboral que no acaba por convencerse de que invertir en educación emocional puede ser a largo plazo una estrategia empresarial eficaz. Por supuesto, los modelos de organización empresarial también se ven afectados por este individualismo, configurándose aún bajo el arquetipo clásico de trabajador industrial, taylorista, de cadena de montaje.
Una de las razones por las que aún sigue encontrando resistencia esta concepción social y emocional del aprendizaje está en nuestro propio modelo de interacción social. La dependencia es entendida sólo de manera negativa. El dependiente es el parado, el no contribuyente, población no activa, o aquel que por sus condiciones físicas o psicológicas debe ser apartado del mundo laboral y ser dotado de ayuda externa para su integración. Nadie desea ser un dependiente, un no acto. Desde pequeños nos enseñan a depender sólo de nosotros mismos, de nuestras capacidades; de lo contrario, se nos pedirán cuentas de nuestro rendimiento. El trabajo es concebido, por lo tanto, como una actividad individual, pese a requerir el arbitrio o la relación con otros individuos. A priori, no creemos que nuestro trabajo tenga que ver mucho con nuestra capacidad de relacionarnos con los otros; se da por supuesta como una aptitud natural independiente.
Si algo nos enseña la última de Pixar es que una sana dependencia puede ser el perfecto detonante para ser más felices y de paso construir más alto de lo esperado. Yo tomo nota, ¿y ustedes?
Ramón Besonías Román
Yo también tomo buena nota ... Da gusto leer algo no sólo tan bien pensado, sino tan bien escrito.
ResponderEliminarYo dependo, tú dependes, nosotros dependemos. Así es.
Muy buena reflexión. Felicidades por el blog.
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