Cultura enlatada


Publicado en el diario Hoy, 4 de septiembre de 2010


El grafiti ha estado asociado, desde que naciera allá por los años setenta, con el vandalismo urbano. Al principio, los ciudadanos no entendían muy bien qué sentido tenía ensuciar con letras y dibujos deformes las paredes de la ciudad. De hecho, las fuerzas de seguridad locales hicieron lo imposible por limitar el efecto estético que estas pinturas provocaban a los ojos de los viandantes. Sin embargo, con el tiempo esta criminalización del grafiti urbano fue disminuyendo (sobre todo, en los grandes núcleos urbanos). El grafiti pasó de ser considerado una mancha ininteligible a convertirse en un arte con reconocimiento internacional. Así, de la estigmatización del grafitero, como una especie de guerrillero con ínfulas de artista, pasamos pronto a la valoración del grafiti como la manifestación artística más popular de fin de siglo y al dibujante urbano como un singular profeta que mide el pulso vital de aquello que preocupa a los jóvenes a pie de calle. Muchos ayuntamientos intentaron por entonces canalizar la creatividad de los grafiteros en un contexto políticamente correcto. Se habilitaron paredes exclusivamente pensadas para ser grafiteadas; incluso se organizaban concursos públicos de arte urbano. Raro es el colegio o instituto que no posee un grafiti elaborado por sus propios alumnos. Algunos de estos artistas urbanos llegaron a alcanzar fama internacional, siendo considerados como verdaderos genios de nuestro tiempo. Pronto la imagen negativa del grafitero como 'outsider' callejero, con mensajes radicales y reaccionarios, se fue diluyendo, pero con ella también su potencial transgresor y su naturaleza de arte alternativo, ajeno a las reglas del mercado.

La Cultura (con mayúsculas) absorbió esta manifestación artística, convirtiéndola en un producto más de consumo, desarmando la capacidad que en un principio poseía el grafiti como incitador de conciencias. Al igual que sucediera con 'Mayo del 68', el grafitismo ha acabado convertido en una marca registrada más de nuestra cultura, abocado a instalarse en la fría sala de un museo de arte contemporáneo. No en vano, el Festival de Cine de San Sebastián va a incluir dentro del programa de este año un documental que tiene como protagonista al famoso artista urbano Banksy, un joven británico que comenzó pintando allá por los noventa las paredes de su Bristol natal con dibujos creativos en los que ponía en solfa a todas las instituciones. En pocos años, Banksy acabaría siendo adorado por la ciudadanía de medio mundo y deseado por marchantes y
galeristas. A este éxito contribuyó bastante la difusión de sus grafitis a través de Internet, que pronto pasarían a ser incluídos en la maquinaria de merchandising 'made in Britian'. Lo que en su día le sucediera al movimiento punk, reconvertido en un icono costumbrista más (los punkis del mercado de Canden ya no se dejan fotografiar a menos que les pagues un euro por cada instantánea), afecta ahora inevitablemente al grafitismo urbano.

Este proceso de aclimatamiento a la cultura oficial ha afectado no solo al grafiti. Todas las manifestaciones artísticas asociadas a este universo fueron igualmente absorbidas por el orden establecido. Así, el movimiento hip-hop devino en un lucrativo negocio que mueve el bolsillo de millones de adolescentes en todo el mundo, embutidos en sus uniformes identitarios, repitiendo a coro el mismo rosario contestatario; mientras papi y mami puedan seguir costeándoles el mobiliario, la maquinaria cultural sigue fagocitando a sus héroes populares. Aún así, cada día es más raro encontrar manifestaciones culturales que tengan su origen en una subcultura popular. Casi todas se configuran a modo de collages hibridados de la iconografía que les precede. Aún así, si estas manifestaciones tuvieran un mínimo de éxito social, pronto pasarían a ser consideradas como un material potencial para el negocio del entretenimiento. Todo icono que pueda representar un valor significativo para la ciudadanía (indignación, inconformismo, amor, amistad, etcétera, etcétera), acaba en un futuro no muy lejano siendo absorbido por un proceso de uniformización cultural, a mayor gloria de los beneficios.

Pero quizá el lector pueda creer que esta lógica de nuestra cultura afecta tan solo a la masa de adolescentes. Por el contrario, se trata de un proceso universal que no entiende de edades, sino que precisamente se apoya en criterios de edad, situación familiar, sexo, gustos, estatus económico y demás parámetros relevantes, a la hora de vehicular su maquinaria de deseos. Por poner un ejemplo gráfico: si echamos un vistazo a los adultos que en una playa o una piscina de cualquier punto de España están leyendo un libro, podremos comprobar cómo la mayor parte de sus lecturas se agrupar en un puñado reducido de títulos de moda, casi todos pertenecientes al género de novela histórica o negra.

Tradicionalmente, la cultura tenía como objetivo ampliar nuestro conocimiento del mundo y ofertarnos perspectivas y valores ajenos con los que enriquecer nuestra moralidad y ser más tolerantes. Pese a que hoy nadie niega a la cultura estas facultades, hay que reconocer que ésta se ha convertido en un mercado de entretenimiento para una clase media con posibles y sin más tiempo que unos días de asueto y vuelta al tajo. El veraneante es quizá el prototipo de consumidor de cultura. Viaja como quien recorre las secciones de un centro comercial, en busca de una ruta prefabricada o de la foto que vio en Internet.

Descansar, parar por un momento y ver cómo el mundo rueda a nuestro alrededor, ver su maquinaria ilógica, sus excesos, dejando pasar el tiempo sin ceder a sus afanes, es hoy una necesidad a la que ninguno de nosotros deberíamos renunciar. Quizá en ese breve instante de serena ingravidez podamos constatar que somos algo más que un potencial consumidor.


Ramón Besonías Román

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