Publicado en el diario Hoy, 28 de agosto de 2010
Cuenta una leyenda búlgara que en tiempos inmemorables los turcos decidieron exterminar a la etnia gitana, asesinando a todos los niños varones. Pero una mujer astuta embadurnó la puerta de su casa con sangre de gallo. Cuando llegaron los soldados, pasaron de largo, creyendo que otros ya habían pasado a cuchillo a los niños de esa casa. Así logró esta mujer evitar la muerte certera de sus retoños. Por esta razón, algunos gitanos celebran el llamado día del gallo, en memoria del venturoso día en el que los gitanos se salvaron de la inquina, la persecución y el exterminio. Existe otra leyenda similar, la Ihtimya, adaptada también libremente del relato bíblico de la muerte de primogénitos varones en Egipto, según la cual debe ser prescripción obligada para todo cristiano que tenga un primogénito varón matar por la mañana temprano un gallo y esparcir su sangre por la puerta de la casa. De esta forma la familia evita que la desgracia caiga sobre ellos.
La presencia de este tipo de leyendas populares entre la comunidad gitana, sumado a la idea según la cual la muerte y el dolor son elementos naturales de un proceso vital inevitable, no es un rasgo antropológico fugaz e insignificante. Por el contrario, estos rasgos culturales se explican bien al comprobar la historia trashumante de esta etnia, provocada en muchas ocasiones por la expulsión intolerante de sus países de acogida, recelosos de una cultura nómada, alejada del sistema social y económico de la cultura sedentaria predominante. No es extraño que los gitanos encontraran un acertado paralelismo entre la odisea del pueblo judío, vagando en busca de una tierra prometida que nunca llega, y su propia historia personal.
Los gitanos llegan a España por primera vez -de manera oficial, que se sepa- en pleno ajetreo de expulsión de judíos y musulmanes. Pero no tardaron en tener que salir por la puerta trasera en 1499, por orden y mando de los Reyes Católicos. Caldereros extranjeros, los llamaba la pragmática real. Si no se iban de España, cien azotes y destierro seguro; que aún así continuaban en territorio español, pues entonces era seguro que perdían no sólo su casa, sino también las dos orejas. Acabar sordos y desterrados era su destino. Sin embargo, todas estas leyes no impidieron que una fértil comunidad se asentase en nuestra piel de toro durante siglos. Por entonces, en España había descendido preocupantemente la natalidad; echar a los gitanos convertiría con el tiempo a nuestro país en un geriátrico, por lo que mantenerlos en nuestro suelo era una imperiosa necesidad demográfica. Aún así, se promulgaron nuevos preceptos que obligaban a los gitanos a cambiar sus hábitos y costumbres, amoldándose a la casta y santa vida del buen cristiano español.
En 1749, Fernando VI, llamado el Prudente o el Justo -ironías de la vida-, promulga una redada general contra los gitanos (881 familias por entonces), reubicándolos geográficamente en proporción de una unidad familiar gitana por cada mil hogares cristianos de casta. Por supuesto, tras la redada les era confiscada casa y hacienda para sufragar los gastos de la pragmática, y hombres y mujeres eran separados, confinados y obligados a trabajar a cuenta del Estado. Todo el proceso de integración conseguido durante décadas sería barrido de un plumazo. Aquellos que lograron escapar de esta redada pronto volverían a la vida nómada de antaño, temerosos de ser apresados o algo peor.
Carlos III aplicaría una aparente solución democrática al llamado problema gitano. Bajo su reinado tendrían los mismos derechos que cualquier español, aunque esta venturosa declaración sólo se aplicase sobre el papel. En la realidad se mantenían las tres condiciones tácitas para seguir gozando del amparo real: vestir como Dios manda, hablar en cristiano y aposentarse en una residencia fija. Incluso en la Constitución de 1812 se sigue insistiendo en la necesidad del sedentarismo como una condición para adquirir de derecho la nacionalidad española, aunque por fin se considera a los gitanos como españoles con iguales derechos y deberes que el resto. Durante el siglo XX, instalada cada vez más en grandes urbes, la comunidad gitana, plenamente reconocida y protegida por la Constitución de 1978, se integra lentamente en la cultura laboral capitalista, así como en el sistema educativo y en la vida social, haciendo posible un sano trasvase cultural entre gitanos y payos, diluyéndose así los falsos mitos del gitano errante y marrullero por naturaleza. No obstante, esta mutua convivencia sigue siendo incluso hoy, siglo XXI, un reto necesario.
La reciente decisión del gobierno francés de deportar a 700 gitanos a cambio de un exiguo soborno inexcusable, no hace sino perpetuar los errores cometidos por la vieja Europa etnográfica y racista, que pretende apagar sus miedos e incertidumbres delineando medidas xenófobas con las que ganarse al electorado más conservador. La Europa abierta y multicolor deviene en tiempos de crisis en un espejismo, un cristal roto por la mezquindad de una clase política entregada al populismo más rancio. El gitano es un lastre para un estado del bienestar que en vez de asumir sus propias contradicciones, sigue echando balones fuera, disparando sobre los otros, especialmente los grupos más débiles, ausentes en la estadística electoral.
Ojalá nunca tengamos que comprobar en nuestras propias carnes, por simple cobardía, miedo o un odio infame al que es diferente a mí, la lúcida sentencia de Brecht: primero se llevaron a los gitanos, pero como yo no soy gitano, no protesté ni me importó... ahora me llevan a mí, pero ya es tarde.
Ramón Besonías Román
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