Democracia, ese músculo



A la luz del activismo ciudadano de la juventud chilena, organizada para vindicar una educación de calidad y un futuro, me pregunto qué hicimos mal la generación precedente a los jóvenes españoles para que éstos se instalaran cómodamente en la indolencia política y el infantilismo. La sociedad de consumo y el proteccionismo familiar inoculan en nuestra juventud la pasividad y una concepción cortoplacista de la felicidad. La preocupación por la política entendida ésta como defensa de los intereses colectivos tuvo una tímida expresión en el movimiento 15-M, pero con el tiempo se desinfló y demostró que se trataba de una manifestación estacional, ligada a la permanencia de los campamentos, y cuya finalidad era más estética (un happening autocomplaciente) que ética; una declaración de intenciones que expresaba emociones y deseos sin narrativa más que ideas sólidas con las que establecer una presión social sobre determinadas acciones políticas. El 15-M demostró que la juventud española podía salir a la calle y organizarse en movimientos sociales, pero su desafección política la condujo pronto a un callejón sin salida, la dispersión y la concentración en grupos residuales de corte libertario y anarquista que pretenden desestabilizar el sistema político más que reformarlo y dotarlo de una nueva eticidad.

Uno de los responsables directos de esta desafección política son los propios partidos políticos, blindados en cortijos oligárquicos que practican con indolencia el nepotismo y el despotismo ilustrado. Ningún joven -a no ser que venga arengado por su familia o algún colega militante- encuentra en un partido político una acogedora casa común donde dar salida a sus inquietudes sociales. Cuando un joven militante llega por primera vez a la sede política de su ciudad, descubre muy pronto que su actividad se ceñirá a ser un mero peón electoral y un ítem estadístico. Las sedes políticas no invitan a participar. Quien se une a un partido, descubre que debe escalar a base de alianzas impostadas, amigos con poder que le reserven un lugar en la secta, pero escasamente a través de proyectos colectivos consensuados, en los que se hace partícipes a todos y cada uno de los militantes. A esto hay que sumar las evidentes deficiencias de la imagen pública que transmiten los partidos políticos y su débil modelo de imbricación social, que alimentan la idea de que la democracia se reduce a un esqueleto formal, reducido a la presencia cuatrienal en las urnas, y no al capital social que supone una ciudadanía responsable de su propia convivencia.

Pero no son los políticos los únicos responsables de esta inercia hacia la desafección política. Las instituciones educativas y el entorno familiar pueden también contribuir a mejorar o debilitar la sensibilidad social de los jóvenes. La escuela, por mucho que la moderna pedagogía democrática haya intentado convencer en teoría de las ventajas de su modelo participativo e inclusivo, en la realidad docente sobreviven aún las viejas metodologías individualistas y cuantificadoras de las competencias de aprendizaje. El uso extensible de las nuevas tecnologías, que debiera haber domesticado estos defectos, en muchos casos los ha intensificado, desocializando la enseñanza y aislando a los alumnos. El modelo educativo se mimetiza en la sociedad en la que se inserta, reproduciendo fielmente sus defectos y virtudes. La implicación social del alumno en el entorno educativo es deficiente. Los delegados de aula no ejercen ni saben cómo hacerlo; los Consejos Escolares, máximos órganos democráticos de un centro educativo, funcionan bajo mínimos, alentados por la escasa implicación de los padres en la vida escolar. Padres y alumnos creen que implicarse políticamente en la mejora de la educación es perder el tiempo. 

Educar no implica solo obtener del menor un grado óptimo de autonomía intelectual. Debe incluir también la experimentación en modelos de convivencia que les preparen para ejercer su rol de ciudadanos, críticos y activos, corresponsables no solo de su futuro, sino también del devenir colectivo. La democracia es un músculo que requiere ejercicio; su desuso lleva irremediablemente a la hipotrofia. Los adultos debiéramos hacer un acto de reflexión personal acerca del grado de responsabilidad que tenemos en el fenómeno de desafección política de nuestros jóvenes. Cómo hemos contribuido a hacerles pensar que ya no merece la pena disentir, que es mejor esperar a que todo mejore por ciencia infusa; que la sociedad no es un proyecto de convivencia, sino una selva darwiniana en donde cada cual debe buscarse la vida y medrar a costa de otros, en donde vale más ir por libre que cooperar y edificar entre todas y todos nuestro futuro común.

Ramón Besonías Román

Gato por liebre



No es casualidad o coincidencia. Cada vez escucho a más ciudadanos defender la tesis del Ejecutivo según la cual hay que endurecer las medidas de acceso a prestaciones sociales bajo la excusa de una casuística malsana. El argumento popular deviene en sospechas contra la honestidad ajena y la convicción de que el arbitrio de políticas económicas duras es moralmente admisible, siempre y cuando estas no me afecten a mí.

La lógica de esta estrategia tiene una narrativa sencilla: las políticas sociales del Ejecutivo tienen como noble misión evitar la picaresca, el uso inmoral de servicios públicos. No es que quieran endurecer o limitar estos servicios; tan solo los limpian de la ineficacia que caracterizó al anterior Ejecutivo. Así, cuando el Gobierno pone en marcha una medida como la reciente prestación para parados de larga duración, establece criterios que limiten su acceso, acogiéndose a este criterio de saneamiento moral. Una excusa que -seamos honestos- funciona a pie de calle. No es raro oír en la calle, en el bar, en la piscina, a ciudadanos que justifican las medidas del Ejecutivo, quejándose de la supuesta mezquindad de algunos parados, que -según ellos- se aprovechan de las ayudas que generosamente les ofrece el Gobierno. Este argumento es más que recurrente entre la ciudadanía, viralizado con eficacia en prensa y redes sociales. 

Su lógica se basa en estigmatizar a los ciudadanos como causantes del endurecimiento de las medidas, en vez de ser el Ejecutivo responsable final de las mismas. El déficit moral de la ciudadanía vendría a ser -desde esta lógica mezquina- la causa que obliga al Gobierno a limitar el acceso a las ayudas sociales. Pero no solo esto, también pone a unos ciudadanos frente a otros, generando la atávica percepción de que el trapicheo tiene su origen en las clases medias y bajas, pero silenciando adrede los excesos del sector financiero y la banca. Esta falacia desvía la atención del ciudadano hacia causas exógenas, asociadas a un modelo social disfuncional y no a las deficiencias internas de la propia política económica del Ejecutivo.

El Ejecutivo de Rajoy utiliza el recurso a la casuística como cortina de humo que oculta y deforma su lógica tecnocrática. Los recortes adoptados por el Gobierno tienen como único objetivo la reducción del coste en servicios sociales. Pero esta estrategia crematística va -¡cómo no!- acompañada de una inteligente campaña de maquillaje que justifica ante la opinión pública la naturaleza moral de los recortes. Su justificación no revela las verdaderas intenciones del Ejecutivo, sino tan solo el discurso teatral con el que e pretende colar gato por liebre a la ciudadanía. El coste económico de las ayudas a los parados de larga duración está calculado al céntimo, ajustándose a la regla pragmática de menor gasto, mayor beneficio político.

El Ejecutivo de Rajoy recurre, como fue también rasgo singular en gobiernos preconstitucionales, al orden social como estrategia política. Desde este punto de vista, el Estado es una especie de protector moral -que no económico- contra los pecados del pueblo y en pro de una sociedad honrada y temerosa de Dios. La culpa -evito adrede el término responsabilidad- recae en los excesos de un modelo social decadente, cuya complicidad fue auspiciada por los anteriores gobiernos socialistas, esquilmadores de los bienes públicos y propiciadores de la España del derroche y la subvención. Este es el catecismo dialéctico del conservadurismo político del Partido Popular, según el cual los roles sociales de la España del siglo XXI siguen reduciéndose a los tópicos personajes del honrado trabajador y el maleante sin escrúpulos.

Ramón Besonías Román

¿Quién tiene derecho?



Reza el titular de una noticia en un periódico digital: "¿Quién tendrá derecho a los 400 €?" La pregunta sugiere no pocas reflexiones, dudas incluidas. Tener derecho es una expresión que puede quizá llevar a engaño, o ser utilizada para arrimar el ascua a la sardina de cada cual. Si recurrimos al más llano sentido común, podríamos afirmar sin equivocarnos que la función esencial de todo gobierno es la protección y fomento de derechos básicos. En primer lugar, todo gobierno tiene que procurar que nadie dentro de su territorio pase hambre, tenga cobijo y pueda acceder a un trabajo con el que proveer a su familia de bienes esenciales. No estamos hablando de comprar una PlayStation o un móvil de última generación. Estamos hablando de lo básico. Aquel gobierno que no sea capaz de lograr un equilibrio sostenible en la provisión de bienes de primera necesidad para todos y cada uno de sus ciudadanos, es un gobierno ineficaz y debe ser sustituido por otro que logre mejorar lo presente. Este debiera ser el criterio básico de verificabilidad del buen gobierno. Este debiera ser el criterio primordial para que el pueblo soberano exija su cese. El abastecimiento de un nivel básico de bienestar es la tarea número uno de todo gobierno. Por encima de ella no deben existir otros intereses, ni siquiera la satisfacción de las condiciones impuestas por la Unión monetaria. De lo contrario, el gobierno incumplirá un deber no solo constitucional, sino moral con la ciudadanía a la que debe su legitimidad. 

Pero volvamos a la pregunta: ¿quién tiene derecho? Desde la postguerra, los Estados modernos son concebidos como Estados sociales, proveedores de bienestar colectivo, huyendo así de las diferencias clasistas que caracterizaron a tiempos pretéritos. Solo un criterio moral de justicia social puede satisfacer la función del Estado como sostén del bienestar común. Así, el derecho de unos no puede ser excusa para debilitar los derechos del resto. Ahora bien, en tiempos de bonanza, este equilibrio aseguraba un consenso social aceptable, ya que la gran mayoría de la ciudadanía tenía acceso a bienes básicos. La actual crisis económica trastoca el concepto mismo de lo que debe ser o no un "derecho", de los bienes que deben ser protegidos a toda costa, frente a otros superfluos o secundarios. Las crisis provocan que el Estado deba atender de manera prioritaria a aquellos ciudadanos que ya antes estaban en riesgo de exclusión social o que han pasado de ser un miembro más de la extensa clase social a convertirse en ciudadanos sin recursos básicos. Las clases altas pueden haber notado la crisis financiera, pero están provistas de ahorros suficientes como para mantenerse a flote. Es pues una responsabilidad del Estado mantener un equilibrio en los sacrificios que exige a la ciudadanía, en función de la renta y las propiedades que poseen. Es incierto que todos seamos iguales. La crisis golpea de forma desigual; por lo tanto, las medidas deben arbitrarse de manera también desigual. 

Este principio de justicia social permanece ausente en la política económica del actual Ejecutivo, quien insiste en adoptar un criterio tecnocrático, ajeno a las verdaderas necesidades que de manera acuciante requieren la intervención del Gobierno, por pura convicción moral. Los conservadores están convencidos de que la ciudadanía no puede volver a conseguir el bienestar perdido si no se articulan medidas que recuperen la confianza de aquellos que regentan el poder económico. Mientras esto sucede, el ciudadano debe resignarse a realizar todos aquellos sacrificios que tengan como resultado la confianza del sector financiero. Por supuesto, no entra dentro de esta estrategia asustarles con políticas económicas que graven sobre las rentas altas, limiten los privilegios del orden financiero o impongan condiciones a la banca. Y de exigir trasparencia y  sacrificios a la clase política ni hablamos. Los árboles menos arraigados en tierra serán aquellos a los que se lleve el temporal. Pura y dura lógica darwiniana. 

Ramón Besonías Román

Acto de contrición



La actitud del PSOE y del PP en relación a cuál debe ser la mejor forma de gestionar los bienes públicos ha estado marcada en las últimas décadas por el recurso al exceso y la insensatez. Los conservadores están convencidos de que una sociedad de bienestar debe ceder la administración de los bienes sociales a empresas privadas, que -según su lógica neoliberal- serán más eficaces y sostenibles. De esta forma, y para facilitar la percepción mediática de esta tesis, se han encargado en la medida de lo posible de debilitar y destruir los servicios públicos ya existentes, primando un modelo de gestión que acabe favoreciendo la imagen de la empresa privada como aquella que mejor puede ofrecer bienes de calidad a precios competitivos. La crisis económica no ha hecho sino aumentar esta creencia entre los conservadores; el Ejecutivo de Rajoy percibe los servicios públicos como una patata caliente de la que lo mejor sería desprenderse y que en manos privadas evitaría al Gobierno gastos y esfuerzos innecesarios. Así, les interesa propiciar un mínimo gasto en servicios públicos y sí primar el fortalecimiento de empresas privadas que los abastezcan. Esta lógica, desde un punto de vista social, no hace sino discriminar a aquellos que no puedan pagarlos.

La crisis económica se ha vuelto en contra de esta doctrina, demostrando la necesidad de que el Estado posea una red de protección de bienes comunes básicos que asegure que todos y cada uno de los ciudadanos tengan su acceso cubierto. La crisis económica ha propiciado el resurgir de un nuevo interés por los bienes públicos y la estigmatización del libre mercado desregulado como principal causante de los males actuales. La ciudadanía ha descubierto la importancia que tiene defender la protección de un Estado de Bienestar sostenible y responsable. Sin embargo, culpa en parte a la izquierda socialista de una mala gestión de estos bienes, caracterizada -a la luz de los hechos presentes- por el derroche y la mala administración de los servicios públicos. A la austeridad ultraliberal de los conservadores se suma la incontinencia y el descontrol en manos de los socialistas. El término medio brilla por su ausencia en este binomio dialéctico. Ambos partidos salen perdiendo en esta ecuación.

Gran parte de la ciudadanía española empatiza con el modelo socialdemócrata, porque aseguraba -por lo menos hasta hace poco- el sostenimiento de un sistema de protección social y permitía mantener un nivel de vida compatible con las exigencias de la sociedad de consumo. La ciudadanía alababa poder disponer de unos servicios públicos de calidad, sin tener necesidad de recurrir al sector privado para compensar las deficiencias de lo público. Los servicios sociales públicos no se cuestionan; al contrario, se consideran un patrimonio a proteger. Ahora que la crisis pone en peligro el sostenimiento de este sistema, la ciudadanía no cuestiona el Estado de Bienestar, sino la incompetencia de sus gestores. La idea es buena, pero la ejecución hace aguas, ya venga de la derecha conservadora o de la izquierda socialista.

Al PSOE se le acusa de traición al sueño socialdemócrata, de haber cedido año tras año a los chantajes del libre mercado, mientras la tierra de leche y miel siguiera dotando de bienes inagotables a los votantes. Se les acusa de haberle hecho la cama al sistema financiero y a la banca, traicionando su propia ideología de tradición obrera. Se les acusa de haber sido ingenuos al creer en la sostenibilidad eterna del sistema; de no haberlo gestionado con responsabilidad, multiplicando cargos y prebendas, y no arbitrar medidas de control y evaluación del gasto público cuando la ocasión lo requería. Con la gestión económica del PP hemos pasado de un extremo a otro, de la ilusión de que lo público es inagotable al Estado mínimo como horizonte político. La crisis debiera ser una ocasión para que la izquierda española hiciera un acto sincero de contrición y pusiera en marcha un nuevo modelo progresista que combine con mesura y honestidad justicia social y mercado. Esto es imposible si no se sanean internamente las administraciones públicas, arbitrando un modelo eficaz y sostenible que asegure bienes básicos para todos. Pero tampoco será posible si no se subordina la libertad del mercado a la política, si la justicia social no se convierte en el axioma vinculante que vertebre toda política económica. Por el contrario, Rubalcaba protagoniza una secretaría tibia, a la espera de que el desgaste del actual Ejecutivo le regale la Moncloa. El electorado de izquierda se verá obligado a votar lo menos malo, pero no lo mejor.

Ramón Besonías Román

Ministerio de maquillaje




Imagínenlo. Un grupo de contables se reúnen durante meses, con sus días y sus semanas, con el único objetivo de conseguir dinero público. No pretenden aliviar al ciudadano, no; su única misión es recortar gastos y recaudar. De higos a brevas, un alto cargo se une a la cuadrilla y les impone una medida política de refresco, como subir la prestación para desempleados de 399 a 450 euros en caso de que el parado tenga a su cónyuge y a dos personas a su cargo. No es una medida social, no sean ustedes ingenuos. El Ejecutivo hace las veces de Dios; aprieta, pero no ahoga. O eso pretenden hacernos creer. 

Imagínenlo de nuevo. Además de un grupo, llamémosle de recortadores, el Ejecutivo tiene otro (de maquilladores) encargado de arbitrar medidas políticas cuyo objetivo no es beneficiar a la ciudadanía, sino generar una imagen de confianza ante la opinión pública. ¿Cómo? Lanzando ayudas que tengan más humo y placebo que magro. Las ideas seguro que no parten del ministro; para el trabajo de pensar ya tienen a expertos asesores, tecnócratas que operan a escarpelo con precisión de cirujano. Un día uno de ellos grita eureka a Guindos y Montoro. Subir la prestación bajo condiciones que solo cumplan apenas unos ciudadanos, pero que lanzadas al foro mediático oxigenen la imagen pública del Ejecutivo. El coste es mínimo y el beneficio político compensa. Estas medidas vienen a ser más un gesto publicitario que una ayuda social. Y lo cierto es que no las llevarían a cabo si no tuvieran cierta eficacia. La ciudadanía conservadora se autoconvencerá de que el PP no lo está haciendo del todo mal y los progresistas no podrán decir que la medida es del todo mala, ni podrán demostrar que es puro maquillaje político. Todo con tal de subir un punto porcentual en las encuestas.

Imaginen que se me ocurriera subir la prestación a todo aquel que cumpla los requisitos de tener en propiedad un Renault Clio del 2010, de color rojo vivo; tener los ojos gris perla y estar casado, con al menos cuatro hijos, uno de los cuales sea niño y esté abonado al Real Madrid. Además de esto, por supuesto, su cónyuge debe estar en paro, al igual que cualquiera de sus hijos mayores de edad. Por último, deberá tener a su cargo al menos a tres personas mayores -léase pensionistas- que tengan Alzheimer y les guste Marifé de Triana. 

Pues eso.

Ramón Besonías Román

Más cine, por favor



Cuando era un crío, mi acceso al séptimo arte se agotaba en la oferta televisiva y las salas de cine. Por aquel entonces -hablo de los años 70-, la televisión experimentaba su primera edad de oro, en la que se produjeron numerosas series de calidad, tanto extranjeras como españolas. Aunque la televisión se reducía a la oferta que ofrecían los dos canales públicos, la oferta era realmente atractiva, más aún teniendo en cuenta la sequía que por entonces caracterizaba al mundo audiovisual. 

Recuerdo que la tele no estaba siempre encendida y que solo recurríamos a ella para ver determinados shows, series o películas. Ver la tele era una actividad reducida a aquellos momentos en los que tocaba recurrir a ella; el resto del tiempo permanecía apagada. Tras regresar del colegio, almorzaba, hacía las tareas y permanecía en la calle hasta que se hacía de noche. Solo veía la tele mientras comíamos y algún que otro programa vespertino o de fin de semana.

Mis recuerdos infantiles relacionados con la tele y el cine son en blanco y negro. El color vino después, cuando ya tenía unos 10 años. Además de las salas comerciales, en la ciudad existían otros cines populares. Cerca de mi casa abrieron en una Casa del Pueblo un cine gratuito, en el que se proyectaban películas de piratas, gángsters y pistoleros de gatillo fácil. Gracias a aquella sala, pude tener acceso a una buena parte del cine clásico en blanco y negro. Pese a mi corta edad, recuerdo aquellos momentos como si fueran parte de una experiencia cercana y prodigiosa. Aquella sala fue mi primer encuentro numinoso con el cine, la primera vez que tuve la sensación de que estaba asistiendo a un misterioso rito profano, que me abría los ojos a otros mundos. Los héroes clásicos del cine son personas normales, pero que determinadas circunstancias ponen a prueba su integridad moral, obligándole a tomar una decisión crucial: hacer lo que deben o transigir ante injerencias o presiones externas. El cine fue en este sentido mi primera vía de acceso a la vida adulta y a un concepto de moralidad clásico, idealista e independiente, que aún hoy sigue influyéndome a la hora de tomar decisiones fundantes.

También había un cine en el colegio, que proyectaba todos los fines de semana películas que tuvieron éxito años atrás; spaghetti westerns, películas de Bruce Lee, de catástrofes, de aventuras. Este cine escolar de fin de semana me abrió la puerta al mainstream palomitero, aún antes de que ir a una casa de cine comercial se convirtiera en un hábito recurrente. En verano, instalaban en la plaza de la ciudad una gran pantalla en la que se proyectaban películas -de Spielberg, Scott o Lucas- que más tarde se convertirían en la prehistoria del cine comercial actual, pero con una calidad sobresaliente. Allí descubrí por primera vez Alien (1979), con los ojos como platos, absorto por aquella pirotecnia de imágenes inquietantes, antes nunca vista. Mi idea de una buena aventura era hasta aquella fecha las acrobacias de Lancaster en El halcón y la flecha (1950). Tiburón (1975), La guerra de las galaxias (1977) o E.T., el extraterrestre (1982) pasaron a convertirse en una especie de santísima trinidad para mí y buena parte de los niños de mi generación, con Indiana Jones en el rol de deidad suprema.

Mi bautismo cinéfilo es convencional, tiene una rúbrica generacional. Muchos años después descubriría que existe vida más allá de Spielberg, pero la iconografía emocional con la que sellé mi amor incondicional por el cine está protagonizada por películas clásicas en blanco y negro y un decálogo de piezas que hoy no pasarían de catalogarse como un ejemplo más de cine de consumo. He de ser sincero; sin Spielberg, Siegel, Peckinpah, Coppola, Kubrick, Lucas, Scorsese, Eastwood, Scott, Donner, Dante, Leone, Zemeckis, Whale, Wise, Murnau, Keaton, Chaplin, Welles, Wilder, Fellini, Hitchcock, Lean, Huston, Hawks, Ford, sin ellos hoy no apreciaría la belleza de las obras de Buñuel, Kurosawa, Truffaut, Cassavetes, Renoir, Polanski, pero tampoco conseguiría disfrutar como un niño con Jackson, Tarantino, Cameron, Nolan, Abrams, Burton, Coen, Fincher. El cine es una red repleta de neurotransmisores que comunican una experiencia con otras, en donde Ford y Siegel te llevan a Eastwood, Bergman a Allen, de Hitchcock a de Palma. Cada nueva película está dibujada con retales de otras cintas, ecos que recuerdan tan o cual escena, guiones deconstruidos a través de la memoria cinéfila de quienes los escriben

De todos los efectos perversos que han provocado las nuevas tecnologías sobre el cine solo una me produce una triste inquietud: que algún día cierren las salas de cine, que ya no pueda experimentar la sensación confortante de ser transportado en esa matriz luminosa a universos paralelos que, pese a su impostada artificiosidad, emocionan y hacen pensar. Soy un consumidor habitual de cine, sea cual sea el formato en el que venga presentado, sea cual sea el soporte sobre el que se pueda visionar. Me dejo mecer con docilidad por las ventajas de lo digital y la versatilidad de los nuevos gadgets tecnológicos. Pero aún así ninguno de estos medios consigue emocionarme como lo hace una oscura sala de cine. 

Los nuevos espectadores ceden con facilidad a las sirenas de la comodidad, sustituyendo la sala de cine por el home cinema, el blu-ray y la tele de última generación. Ni siquiera el videoclub ha resistido la plaga cultural del todo gratis asociado a las descargas digitales. Sin embargo, este viraje cultural elimina las virtudes que posee la sala de cine y que ninguna otra experiencia similar puede regalarnos. La pantalla de un cine nos cautiva porque, al igual que sucede cuando contemplamos sobre un alto la belleza de un paisaje, éste nos supera, nos sentimos parte minúscula de una totalidad, testigos privilegiados de hechos prodigiosos, vidas en imágenes no tan ajenas a nuestros deseos y carencias. Una tele de plasma se inserta, como un electrodoméstico más, en el entorno cotidiano de nuestra casa; por mucho que seamos capaces de sugestionarnos, nos sabemos dentro de nuestro salón, podemos parar la proyección, atender una llamada, distraernos con cualquier contingencia. La sala de cine, por el contrario, desde el mismo momento en el que atravesamos el pasillo y nos sentamos bajo esa luz tenue, que presagia la oscuridad que vendrá, nos introduce en una experiencia que exige de nosotros su total atención y entrega. La moda del cine en casa ha provocado que cada vez sea más difícil encontrar en las salas de cine a un público que respete la única norma básica del buen espectador: el silencio. 

El espectador contemporáneo, eventual y sin respeto, no diferencia entre lo público y lo privado; se comporta en el cine como lo hace en su casa, o peor, ya que lo público se percibe como un lugar de mayor transigencia y, como he pagado la entrada, tengo derecho a hacer de mi capa un sayo. Las nuevas tecnologías transforman al espectador de una sala de cine en un energúmeno sin una mínima sensibilidad que le permita discriminar qué tipo de conducta se espera de él en cada lugar. Habla sin pudor ni modulación, se levanta cada dos por tres, no apaga el móvil, y si le llamas la atención, le sorprende tu actitud e incluso se envalentona, haciendo gala de su animalidad. Esta nueva generación de espectadores se está creando al amparo de una cultura mezquina que ensalza la falsa democracia de la gratuidad y la complaciente atracción por la comodidad, renunciando al cultivo de la sensibilidad estética y el respeto por los espacios comunes. A esto ha contribuido también un mercado audiovisual que convierte el acceso a las películas en un vasto supermercado; una película no se ve, no se disfruta, se consume. Ni siquiera las instituciones educativas se preocupan por incluir dentro de sus contenidos la comprensión y valoración del cine como un arte del que podamos extraer amor por la belleza y conocimiento cultural. La sociedad de consumo ha convertido a la clase media en un estómago, eliminando con ello la promesa ilustrada de que la cultura es la puerta a la sabiduría y el progreso moral. 

Ramón Besonías Román

Floriano



He de confesar que a veces me imagino qué hubiera sido de algunos políticos si en vez de haber hecho carrera se hubieran dedicado a otra cosa. Salvando las distancias, me viene a la memoria el caso de Hitler, que fue rechazado en la Escuela de Arte, declinando su voluntad hacia la vida militar. No es que quiera comparar a nuestros políticos con el sádico estadista, pero el devenir de Hitler ayuda a entender cómo un pequeño giro en nuestra biografía puede cambiar la vida de una persona y de aquellos que le rodean.

Qué buen médico, abogado o electricista hubiera sido tal o cual político, si en vez de arañar un sillón se hubiese dedicado a lo suyo. Por citar un ejemplo, el señor Carlos Floriano, actual vicesecretario general de Organización del PP, es doctor en Derecho y aprobó Cum laude su tesis doctoral acerca de la responsabilidad civil del médico. Qué buen político hubiera sido si en vez de este tema hubiese investigado acerca de la responsabilidad moral del político.

Floriano pertenece a una lista de secretarios de Organización del PP, cuya única misión consiste en idear contra-argumentos y cortinas de humo que disminuyan la sensación de que la gestión del Ejecutivo deja mucho que desear. Floriano no informa, es un creador de titulares, un filibustero deslenguado, que cobra por tirar piedras sobre tejado ajeno. Si por lo menos su histrionismo estuviera dotado de un mínimo ingenio e inteligencia, al menos nos serviría de entretenimiento. Pero no caerá esa breva. Floriano es simple, de verbo grueso, mantecoso, zangolotino, pensado para saciar la sangre de su jauría y que le rían las gracias. 

Quizá por las noches, tendido sobre la cama, Floriano sueñe con ser juez, fresador o capitán de fragata. Pero al despertar sabe que en vida le tocó hacer de malo en la tragicomedia política que le escribe cada día su partido, un papel que representa con vergonzosa incompetencia. Floriano sobreactúa, pero se sabe el texto del apuntador, lo memoriza y después lo larga por esa boquita borbónica que la naturaleza le ha otorgado. 

Triste rol el que nos asigna el destino. Nacer para hombre de leyes y quedar bufón, actor sin talento, carne de escarnio y tontorrón.

Ramón Besonías Román

Assange



¿Por qué se toma tanto interés el gobierno británico en detener a un individuo acusado de abuso sexual? Hasta para el más ingenuo puede ver en la actitud de la administración británica una estrategia para que Assange acabe en suelo estadounidense. Es evidente que Assange es una persona peligrosa para el gobierno de Obama, incontrolable y con información comprometida. Igualmente, es claro y distinto que Europa se ha blindado contra Assange, convirtiéndolo en un simple proscrito, y no en un defensor de la transparencia institucional, como la opinión pública sigue considerándolo. Así, la ONU ha dejado claro que Assange no es un refugiado político, sino un ciudadano que debe comparecer ante EE.UU; por lo tanto, no podrá acogerse a la protección de las leyes internacionales y queda a tiro de aquel gobierno que lo requiera. Sin embargo, el devenir de este proceso revela explícitamente que estamos ante un caso político, no meramente judicial, que está llevando a Reino Unido y EE.UU. a rozar con inquietante impunidad el respeto a las leyes internacionales, con tal de tener controlado y callado a Assange. 

Pero ¿qué ha hecho Assange para poner nervioso a EE.UU.? Wikileaks nació como una entidad independiente, desvinculada de cualquier interés político o económico, que tenía como único objetivo que los ciudadanos puedan defenderse contra los gobiernos, haciendo pública toda aquella información que revele ilegalidades o abusos de poder, o aquella otra a la que la ciudadanía tiene derecho acceder y que sus gobiernos le niegan o manipulan a mayor gloria de intereses particulares. Esta declaración de intenciones es ya de por sí, tomada literalmente, una idea revolucionaria. La lógica interna que vertebra todo poder político es el control de la información y su posterior deconstrucción narrativa. Los gobiernos no persiguen la verdad, entendida ésta como mera transparencia de datos y hechos. Antes bien buscan ser solo ellos garantes del discurso oficial sobre los acontecimientos, destruyendo cualquier versión ajena que pudiera hacer sombra a la suya. Un ciudadano nunca debe saber la verdad, solo el relato impostado que al gobierno interesa hacer público. Wikileaks intentó romper con esto, poniendo a disposición del ciudadano -más bien de la Humanidad- toda aquella información que el Estado les niega y que supone no una amenaza contra la seguridad nacional, sino un peligro contra aquellos que en ese momento detentan el poder y evitan a toda costa que determinada información afecte a su imagen pública o sus oscuras intenciones.

Desde la Ilustración, este papel está reservado al poder judicial, quien -Montesquieu dixit- tiene como ejemplar función proteger al ciudadano contra los excesos del poder político. Sin embargo, desde los años 60 ha aumentado en la ciudadanía occidental la sospecha de que tales mecanismos institucionales eran insuficientes, cuando no disfuncionales, quedando la sociedad civil a expensas de la azarosa voluntad del poder de turno. Assange vino a intentar solucionar este problema ex nihilo, desde fuera del propio orden político. Para ello encontró en las nuevas tecnologías un eficaz aliado; se rodeó de un grupo de expertos encriptadores, afines a la causa, que idearon un sistema de protección de datos que blindaba el origen de las fuentes de información, dejando sin embargo al aire y a libre disposición de aquel que quisiera leerlos, documentos clasificados, datos, testimonios, imágenes que los gobiernos guardaban celosamente.

La intención de Wikileaks era eminentemente moral. Wikileaks puede decirse que se convirtió en una especie de agencia independiente de espionaje, pero bajo la justificación moral de ser un servicio público sin injerencias políticas o económicasPretendía corregir un defecto grave dentro de las democracias modernas: la transparencia. Sin embargo, Assange se basa en un presupuesto ingenuo: toda información es buena si es transparente y no pone en peligro la integridad de los seres humanos implicados en ella. Pero esto no siempre es del todo cierto. No toda la información que maneja un gobierno debe ser conocida por la ciudadanía. No toda la información que los gobiernos ocultan tiene como objetivo tapar sus deficiencias o delitos. En ocasiones, la información es un material que se canjea para beneficiar determinados intereses nacionales. Y esto no puede evaluarlo Wikileaks, ya que desconoce la complejidad de los datos, su interacción con otros factores relevantes. Asimismo, la publicación de determinados hechos no deja de beneficiar los intereses políticos o económicos de otros círculos de poder, lo que convierte involuntariamente a Wikileaks en un grupo de presión no exento de responsabilidad en la dinámica política de los países a los que afecta. 

Otra cuestión de no menos importancia. ¿Podemos estar seguros de que Wikileaks es una entidad independiente, sin intereses ajenos a la mera transparencia? ¿Quién se beneficia con la información que publica?, ¿a quiénes afecta? Pretender convertir a Wikileaks en un ente acuoso, totalmente independiente, es ser demasiado ingenuo. La información que publica Wikileaks tiene una influencia ajena a sus intenciones. Por supuesto, la percepción robinhoodiana de Wikileaks le ha granjeado numerosos adeptos entre la ciudadanía europea, quienes ven en Assange una especie de Caballero Oscuro, vigilante y restaurador de justicia, contra la connatural maldad del poder político, controlado sin remisión a oscuros intereses económicos. Esta versión simple, pero fácilmente digerible para la ciudadanía perpleja de principios del siglo XXI, dota a Wikileaks y su santo fundador, Assange, de una alta popularidad e un impacto mediático sin fisuras. A esto hay que sumar que exorciza las inquietudes de buena parte de los internautas afines al discurso ciberanarquista de una red libre y sin injerencias, así como a aquellos ciudadanos indignados y escépticos, que ven en las instituciones públicas poco más que una soterrado versión de totalitarismo.

Wikileaks, lejos de servir de aviso a navegantes, ha endurecido el blindaje interno de los gobiernos contra filtraciones indeseadas; es decir, ha reforzado el propio oscurantismo informativo contra el que luchaba Assange, ha ofrecido una excusa perfecta para redoblar esfuerzos para proteger a los Estados contra enemigos externos. Por lo menos eso es lo que parece derivarse de la actitud de los gobiernos de Reino Unido y EE.UU. Wikileaks pretende corregir un déficit democrático, pero opera desde fuera del propio sistema, como un antibiótico que los gobiernos interpretan a modo de virus patógeno, en vez de reasimilarlo dentro del organismo. Wikileaks ha ayudado a fortalecer los sistemas de protección de datos, dando alas al recurso al miedo con el que determinados Estados justifican sus políticas de defensa. Ha conseguido el efecto contrario al que pretendía. Wikileaks ofrece argumentos a aquellos gobiernos que esperan cualquier amago de sospecha para debilitar nuestros derechos civiles.

A lo que sí ha contribuido es a alimentar un activismo ciudadano que se caracteriza por la desafección política y la fe en la red libre como nuevo catecismo social y campo de operaciones de sus vindicaciones. Un nuevo activismo político, alérgico a la forma tradicional de hacer política y escéptico con sus representantes políticos, que cree poder cambiar el mundo sin estar dentro del mismo. 

Toda transparencia institucional debe originarse dentro del mismo orden político en el que se inserta. Al igual que la información, dentro de lo razonable, no debe ser patrimonio de ningún gobierno, y la ciudadanía tiene derecho a conocer los hechos que rodean al trasunto político, ningún grupo de presión ajeno al Estado debiera controlar el acceso a esa información, con la excusa de convertirse en mediadores morales entre la incompetencia política y la indignación ciudadana. 

Ramón Besonías Román

Diccionario Biográfico de mi Historia



¿Para qué sirve un Diccionario Biográfico? En principio, para poco. Excepto los académicos y algún que otro curioso ocasional, este tipo de diccionarios están concebidos como una herramienta heurística, una referencia que ilumine sobre el perfil general de una figura histórica relevante. Estos diccionarios son libros caros y pesados, solo tienen una proyección popular en cuanto pueden servir de soporte teórico a la publicación de libros de texto u obras y revistas de divulgación histórica. La polémica surge cuando la sociedad percibe que la Real Academia de la Historia, lejos de eludir los pliegues subjetivos e ideológicos del texto, los expone con total impudicia, abriendo un campo sembrado a la discusión pública y el enfrentamiento político. En teoría, no debiera existir ningún conflicto entre la Academia y la clase política. La Real Academia de la Historia es una institución independiente y científica -como también lo es la RAE-, que debe remitirse exclusivamente a un discurso ajeno a modas, ideologías y presiones externas. Asimismo, la clase política debe mantenerse al margen de su actividad interna y, por supuesto, no imponer su propia versión de la HIstoria española. Esta es la actitud que debemos exigir la ciudadanía, a fin de que la Historia no se convierta en un folletín propagandístico en manos del gobierno de turno o la opinión pública imperante. Esto nos asegura que la Historia se ajuste a la verdad y no ésta a las opiniones e ideas de determinados grupos. Pero ¿qué sucede si es la propia Academia quien incurre en la instrumentalización ideológica del texto? En este caso, la respuesta indignada de parte de la clase política y de la sociedad civil está más que justificada. La Academia está obligada a hacer converger este tipo de textos históricos en un consenso hermenéutico. En lugar de esto, se limitó a encargar la redacción de cada entrada del diccionario a un historiador supuestamente competente, sin arbitrar un proceso de evaluación y depuración de aquellos textos que pudieran incurrir en falacia, retórica o politización del discurso.

El género biográfico se presta ya de por sí a una mayor subjetividad que otro tipo de textos históricos; a no ser que se trate de un diccionario biográfico que deje claro que la Academia no se hace responsable de las opiniones vertidas en el mismo, ya que solo representan las ideas de aquel que las escribe. Una biografía académica busca en pocas páginas concentrar no solo datos objetivos y verificables de la vida del personaje, sino su relación con el contexto histórico en el que se inserta, a fin de valorar la aportación del personaje a la Historia. Y es aquí, en la interpretación del contexto, donde el historiador poco sensible y honesto puede con facilidad desviarse de su objetivo. Por otro lado, no existe dentro de la propia Academia una unidad de discurso que sirva de referencia a la sociedad a la hora de valorar los hechos históricos que rodean a la Guerra Civil. El contagio ideológico es una lacra letal en el seno de la propia institución. Ni siquiera conceptos como totalitarismo, autoritarismo, dictadura o golpe de Estado, que fuera de España quedan claros y distintos, poseen un significado unificado para nuestra Academia. Así, la figura de Franco bascula entre la dictatoria, el autoritarismo y la imagen de benefactor de la patria, según quien pontifique el aserto. ¿Existe acaso objetividad en el siguiente frase de la entrada dedicada al fundador del Opus: «El 14 de febrero de 1930, mientras celebraba la santa misa, Dios le hizo entender que el Opus Dei estaba dirigido también a las mujeres»? Introducir como hecho histórico verificable la comunicación entre Dios y sus fieles es a todas luces un grotesco despropósito, que invalida como historiador a quien lo escribe y deslegitima a la Academia como institución académica respetable.

Quizá ni siquiera debiera existir un diccionario biográfico, ya que la Academia no está preparada para ofrecer un mínimo de objetividad que ayude a generar entre la ciudadanía un consenso social sostenible. La Academia de la Historia no solo tiene una función académica o profesional; es una institución que ofrece un servicio social. El discurso histórico debe ser un mapa sobre el que la sociedad oriente su propio presente. Este mapa debe contribuir a una comprensión de la Historia desapegada de afectos personales. No debemos confundir la memoria histórica individual (e intransferible) con  el reto de edificar una Memoria colectiva que aliente una conciliación de discursos, sin perder el rigor objetivo que exige la Historia. Esta Memoria colectiva es hoy por hoy una entelequia, ciencia ficción en nuestro país. Y a esta esclerosis ha contribuido especialmente la clase política, quien insiste en polarizar su discurso, en vez de servir de mediadora que propicie un consenso histórico sin ira ni maniqueísmos. La sociedad demanda objetividad histórica y conciliación nacional; nada más, y nada menos. Está harta de que, cada vez que se habla de nuestro pasado más reciente, un pugilismo infantil y partidista presida el debate, sin posibilidad de consenso o siquiera un silencio complaciente.

Es lícito que la clase política solicite que se retire el Diccionario Biográfico, pero no tanto para complacer su visión subjetiva y parcial de la Historia, sino para exigir que, nos guste o no, la Real Academia haga su trabajo con seriedad y sin injerencias ideológicas. El peor enemigo de la Historia es la mentira y la manipulación, vengan éstas desde dentro de la Academia o de las fuerzas políticas.

Ramón Besonías Román

Paraísos de cristal



Cuando contemplo esta escena estacional, no me intrigan tanto las razones por las que reyes, príncipes, princesas y la cohorte que la acompaña se prestan a tan prosaica actividad, solazando su piel soberana, exponiendo su intimidad al escrutinio público. Lo que verdaderamente me mantiene perplejo es la difícil respuesta a por qué una ciudadanía ilustrada y exenta ya de guardar cualquier tipo de pleitesía forzosa a quienes tiempo atrás gozaban de una legitimidad originada del poder divino y cuya infalibilidad no podía ser cuestionada, sigue sintiendo un placer reverencial por la vida privada de la familia real. E imagino que por muy civilizados que podamos parecer, un poso de misterio prehistórico permanece latente en algún oscuro rincón de nuestro ácido desoxirribonucleico. Por mucho que creamos ser inmunes, seguimos admirando la numinosa eternidad de aquellos que gozan de un respeto, dote, cargo o poder del que nosotros carecemos. 

Este voyeurismo pretende inútilmente, a través del acto contemplativo, absorber la ilusión de libertad, fama y despreocupación que aparentan estos personajes, y hacerla nuestra, a modo de placebo fugaz. Es una empatía similar a la que nos produce sentir como nuestra en una película la tristeza o alegría de los personajes. No queremos ser ellos, sabemos que no somos ellos, sabemos que nunca podremos ser ellos, pero nos gusta contemplar a través de la mirilla sus vidas prodigiosas e imaginar que detrás de ellos se esconde un paraíso oculto al resto de mortales. El aficionado a las revistas del corazón o el reality reproduce involuntariamente las emociones de aquellos a los que contempla, las fagocita con avidez. Mi abuela, merecedora del premio Stanivslasky, solía responderle a los personajes de las telenovelas, advirtiéndoles de sus errores o ayudándoles a tomar decisiones difíciles. Llegaba un momento en que no sabía si estaba sentada en su casa o se había transmutado en un personaje más de la trama. 

El consumidor habitual de pulp fiction no se conforma con contemplar las escenas; concibe las imágenes como entornos hipertextuales, interactivos. Las imágenes le hablan y él debe responder. Igualmente, mantiene una relación dualista con la trama. Por un lado, venera, admira, se deja subyugar por el boato luminoso de los cuerpos perfectos y la pirotecnia escenográfica, pero también necesita purgar su lealtad a través de la crítica. Como si sintiera remordimientos por ser tan ingenuo, tan vulnerable a la superficialidad ajena, escupe sobre sus ídolos, les increpa, se siente traicionado por ellos, está ojo avizor a cualquier detalle que revele que su inmortalidad es en realidad impostada. Su relación con la tribu mediática es promiscua; no se mantiene fiel a una deidad durante mucho tiempo, aunque tenga sus preferencias exquisitas. Deseamos entrar a formar parte de su paraíso de cristal, pero a la vez sentimos el impulso de desmitificar su relato, de castigar su insolente perfección. De lo contrario, ¿qué somos nosotros?, ¿meros mortales, embobados con la contemplación de los dioses? Humo quizá. Nada. El ojo que mira la vida a través del espejo de nuestros deseos, de los huecos que fuimos dejando en cada duelo.

Ramón Besonías Román

Una Memoria colectiva



Hace unos días recibí a través de Facebook una invitación que rezaba así: "Homenaje a los fusilados en Badajoz el 14 de Agosto de 1936". La invitación iba acompañada de un enlace a una noticia del diario Público, encabezada con el siguiente titular: «76 años después de la matanza de Badajoz». El periodista recordaba las matanzas perpetradas por el general Yagüe en nuestra ciudad, acompañando el texto con una imagen de archivo en la que podía verse decenas de cadáveres de republicanos fusilados y amontonados en un arcén. 

A este tipo de actos ya solo asisten los pocos ciudadanos que de un modo u otro fueron víctimas directas o circunstanciales de aquella represión y militantes de partidos de izquierda que con su presencia mantienen vivo el recuerdo de aquellos sucesos. El resto de la ciudadanía se mantiene al margen de estas conmemoraciones, más aún cuando poseen, como es este caso, un carácter marcadamente ideológico y sesgado. La memoria histórica que pretenden refrescar no cierra el proceso de conciliación nacional que el conjunto de la sociedad española demanda desde hace mucho tiempo, sino que reproduce una vez más el maniqueísmo sectario, el recuento de dolor por bandos ideológicos, abriendo de nuevo la brecha atávica que sigue supurando en nuestro país y que los partidos políticos contribuyen con empecinamiento en mantener descarnada.

La Historia es una disciplina independiente, que no sirve a ninguna ideología, y sí a la verdad (dinámica, en constante reconfiguración) que esconden los hechos. Su función no solo es describir acontecimientos y explicar la evolución interna de los mismos, sino también desmitificar su idealización social y desvelar la manipulación política que a menudo pretende cerrar una versión oficialista de la Historia, a mayor gloria de determinados intereses partidistas. La Historia no posee solo un valor puramente científico, que se limite a constatar hechos; también posee una función social, ya que obliga a la ciudadanía a tener una visión más global y más compleja de los hechos, alejada de los estereotipos y prejuicios con los que a menudo son adornados por los intereses creados o las inercias sociales. La Historia cuenta con la ciencia como horizonte metodológico, con los datos empíricos como soporte que corrobore, mal que nos pese, el espejo de nuestro pasado. Afirma el historiador Tony Judt en su libro póstumo, Pensar el siglo XX: «Yo no creo que desatender el pasado sea nuestro mayor riesgo; el error característico del presente es citarlo desde la ignorancia.» Y prosigue: «Una ciudadanía mejor informada es menos susceptible de que la engañen con un uso abusivo del pasado al servicio de los errores del presente.» El peligro no es tanto olvidar el pasado, sino pretender amañarlo con el fin de manipular y controlar el conocimiento del mismo. Este es la tendencia más común entre la clase política en relación a la Guerra Civil. Incluso una institución tan respetable como la Academia de la Historia no oculta su explícito sectarismo y adocenamiento ideológico. Las instituciones académicas anglófonas poseen una tradición de independencia y rigor histórico que ya quisiéramos para nosotros. 

En España, estamos acostumbrados con increíble docilidad a ser adoctrinados en un modelo de Historia subordinada a las versiones que a priori han diseñado las fuerzas políticas, con la intención de polarizar el voto y perpetuar la dialéctica infértil entre izquierda y derecha. Esta actitud ha impedido (y lo sigue haciendo) que exista de una vez por todas un discurso de conciliación histórica que sin dejar de iluminarnos sobre la realidad de los hechos, se aleje de esta insidiosa tendencia al cainismo y ayude a generar un consenso social. Claro que para que esto suceda, debe existir una voluntad política que lo lleve a cabo. Las instituciones públicas debieran contribuir a transmitir a las nuevas generaciones un modelo histórico unificado, un discurso consensuado de Memoria colectiva. Ahora bien, esta nueva narrativa conciliar no puede darse si las fuerzas políticas no desaprenden a utilizar la Historia como campo de operaciones para fidelizar la confianza de su electorado. 

Ramón Besonías Román

Brave



No es inusual observar cómo los grandes estudios de animación intentan vender sus productos, recurriendo a algo más que la persistente reproducción de trailers promocionales o el lucrativo merchandising que prodiga la imaginería iconográfica de cada película. Desde hace algún tiempo, Pixar, Disney y el resto de mayors del ramo también venden sus creaciones como representaciones ejemplares de buen comportamiento o modelos sociales de virtud al uso. Quizá este recurso moralista se deba a que la animación ha dejado de ser territorio exclusivo de la infancia, para convertirse en un producto familiar que satisface tanto a los niños como a sus padres. Las nuevas producciones de animación combinan una pirotecnia colorista y espectacular que hace las delicias del público infantil con tramas que a su vez exorcizan el interés de los adultos. Los padres pueden ir al cine con sus hijos sin temer encontrarse con un producto pastelero cargado de mantequilla narrativa. Este coctel lucrativo lleva funcionando desde que Pixar entró en el panorama audiovisual, modernizando el discurso tradicional de Disney, aunque manteniendo la insistencia psicoanalítica como eje de sus guiones.

Brave, la última de Pixar, se vende en los medios no solo como un espectáculo de imágenes y sonido, sino también como la primera película de animación en introducir un personaje femenino genuinamente moderno. Una afirmación exagerada, cuyo único propósito es atraer a la taquilla a padres ilustrados, sin muchas ganas de llevar a sus zagales al cine.

Mérida, la hija díscola e independiente de la realeza escocesa, debe ser casada, como manda la tradición, con el primogénito de uno de los clanes tribales; pero Mérida se niega a que sus padres decidan su futuro por ella y casarse por amor (reclamo habitual en este tipo de productos). En realidad, será la madre -el padre no deja de ser un personaje simpático y bonachón, pero incapaz de gobernar sobre su hija y su reino- quien recordará a Mérida sus obligaciones sociales, su responsabilidad política. Este conflicto madre-hija, lejos de ser un mero macguffin, vertebrará el detonante principal de la acción. Los distribuidores de Brave cargan las tintas en la presentación del personaje de Mérida como el verdadero centro neurálgico de la trama, cuando en realidad es el trasunto familiar el que provoca la cadena de acontecimientos. 

Los roles del padre pusilánime y la madre directiva son un lugar común en nuestra cultura mediterránea. Quien realmente dirige el reino es la madre; el padre-rey se limita a divertir a sus amigotes y calmar las tensiones entre madre e hija. Un padre diligente cuando de repartir mamporros se trata, pero tierno y divertido. El clásico rol de sostenedora de estatus se reserva a la madre, quien se asegura con mano firme que su hija tenga un futuro venturoso, pero descuida -he aquí el quid de la enseñanza moral- su relación afectiva con Mérida. Las obligaciones sociales y el miedo al fracaso de la madre y la tozudez y el autismo adolescente de la hija debilitan el vínculo afectivo que antaño existía entre ellas. El travestismo animal de la madre opera de terapia que obliga a ambas a redecorar su mobiliario emocional.

La novedad de Brave reside precisamente en la forma de enfocar el conflicto entre madre e hija. El resto de roles y trasuntos narrativos discurre dentro de la sociología de personajes habitual en esta factoría y su precedente, Disney. Mérida madurará aprendiendo a apreciar a su madre, y no a un príncipe de armadura rutilante y dentadura Profiden. Será a través de esta redención como moldeará su carácter y entrará en la edad adulta. Si observamos con atención, el cine de animación enfocado al público infantil se centra ya desde las primeras producciones de Disney en servir de catarsis emocional que ayude a los más pequeños a entender e integrarse en el universo adulto. Bambi, al igual que sucede en El rey león, habla de la muerte y representa, a través del personaje protagonista del cervatilllo huérfano, un proceso natural de maduración. Brave se incorpora a esta tradición psicoanalítica, pero bajo el prisma singular de las relaciones materno filiales. 

Cabe destacar que el personaje femenino de Mérida, a diferencia de como sucede en otras producciones animadas, centra sus esfuerzos no en lograr que la quieran, sino en solazar su deseo de libertad, sin injerencias ni apremios sociales. Brave ni empieza ni acaba condenando a su protagonista al ideal romántico del amor correspondido, aunque mucho me temo que una segunda entrega cedería con facilidad a tales propósitos, pese a mantener la imagen contemporánea de mujer libre e independiente, sensible pero audaz y aventurera cuando la ocasión lo precisa. Un icono femenino ya presente en buena parte de la iconografía cinematográfica y de videojuegos de las dos últimas décadas.

Ramón Besonías Román

Razonable conflictividad



Ayer escuché de refilón al actual Ministro de Interior, Jorge Fernández Díaz, unas declaraciones que llamaron poderosamente mi atención. Venían a decir algo parecido a esto: entendemos que exista una «razonable conflictividad» entre la sociedad civil, pero ésta debe darse dentro de los cauces legales. El ministro quería realmente decir: entendemos que la gente esté cabreada con los recortes a los que les sometemos, pero esto no justifica que cada cual vaya por ahí tomándose la justicia por su mano y saltándose la ley a la torera. El cargo impone el eufemismo como recurso formal, a fin de suavizar la naturaleza del aserto. De ahí que el señor Fernández Díaz utilizara la expresión «razonable conflictividad» como recurso ad hoc. Sin embargo, al mismo tiempo que el ministro edulcoraba la realidad, estaba poniendo sobre la mesa un asunto de especial relevancia: la subordinación o no de las leyes a principios morales universales.

Al igual que podemos entender que la función del ministro es asegurar el orden público, la ciudadanía está obligada por naturaleza a proporcionar bienes básicos a su familia y a sí mismos. Afirmaba Tomás de Aquino, uno de los pioneros de los derechos humanos, que la Humanidad fue creada por Dios con necesidades básicas que deben ser satisfechas; si un gobierno no asegura que esas necesidades, está contraviniendo la voluntad de Dios. En lenguaje actual, se podría traducir que ese gobierno está infringiendo principios éticos o derechos básicos inalienables. Afirma Locke: «La ley primaria de la naturaleza o de la razón le ordena al hombre preservar su vida, su libertad y sus bienes. Y, enseguida, cuidar al otro, porque cada cual está a cargo de la preservación de la humanidad.»

Podemos afirmar que un gobierno que no asegura y protege bienes básicos es inmoral y se deslegitima a sí mismo, a no ser que tenga la voluntad honesta de corregir esta irresponsabilidad contra el pueblo soberano. El derecho político moderno introdujo como añadido a estas condiciones la posibilidad de que la ciudadanía pueda destituir a un gobernante, si éste no es capaz de respetar o proteger derechos básicos del pueblo. En democracia, esto se puede realizar no solo cada cuatro años a través de las urnas, sino también a través del ejercicio legítimo de la protesta social. En este sentido, EE.UU. posee una amplia tradición de defensa de lo que denomina "derechos civiles", que muy pronto, influido también por el espíritu de la Revolución Francesa, pasaría a convertirse en una tradición europea. La lucha contra tiranías, autoritarismos y excesos de poder, vengan éstos desde fuera o en el seno de nuestro propio país, es una constante en la historia del siglo XX y contribuyeron de manera decisiva a la configuración de nuestra cultura occidental.

A esta concepción de los derechos civiles debemos añadir la desobediencia civil como el horizonte final del conflicto entre el orden legal y la legitimidad moral, expresado en los dos extremos del espectro vindicativo, la obediencia pasiva y la resistencia activa. Rawls define la desobediencia civil como «una acción ilegal, colectiva, pública y no violenta, que apela a principios éticos superiores para obtener un cambio en las leyes.» Esta desobediencia puede diferenciarse en función de los actos que acompañan a la misma. Así, podemos hablar de desobediencia omisiva (no hacer lo que se nos ordena o hacer lo que se prohíbe), desobediencia individual o colectiva, pacífica o violenta, y también podemos considerar si el acto de desobediencia pretende subvertir todo el sistema, o tan solo cambiar o suprimir determinadas normas o leyes. En el caso del "asalto" al supermercado, estamos ante un acto de desobediencia civil en el sentido de que supone un delito contra la propiedad privada o los bienes ajenos, y a su vez está motivada por principios morales. Robar unos pocos productos primarios no tiene como objetivo satisfacer las necesidades básicas de quienes los roban, sino llamar la atención, sensibilizar a la ciudadanía de una situación inmoral y demandar al Ejecutivo una respuesta responsable. La legitimidad moral de este tipo de actos está fuera de dudas, pese a suponer una subversión del orden legal. Todo acto de desobediencia civil lleva aparejado una aceptación de las consecuencias de sus actos. Quien desobedece, sabe que lo está haciendo y es consciente que debe responder ante la ley por sus actos. Sin embargo, esto no deslegitima en absoluto la bondad moral del acto, ya que los objetivos que se pretenden conseguir están por encima de la gravedad o consecuencias del suceso. De ahí que la sociedad legitime con facilidad actos de desobediencia civil que no lleven implícito el uso de la violencia o la destrucción de la propiedad privada. Así, merece la pena advertir, a través de un happening vindicativo en el que tan solo se ha cometido el delito de hurto, acerca de la inmoralidad del Estado, que condena a la pobreza a miles de ciudadanos en paro, negándoles una mínima prestación de 400 €. La acción está legitimada desde un punto de vista moral, ya que el coste social o económico es mínimo y no se hace uso de medios violentos.

A lo largo de la Historia, los actos más relevantes de desobediencia civil no tuvieron precisamente el beneplácito de las autoridades competentes. Sin embargo, hoy se consideran acciones legítimas y hechos que condujeron a cambios sustanciales en nuestra forma de vida, edificando una sociedad más libre y justa. Las luchas obreras en el siglo XIX, la lucha de las mujeres por la defensa de sus derechos, la objeción de conciencia contra el servicio militar, las acciones de los ecologistas. Y sigan sumando. 

¿Está legitimada la sociedad civil a rebelarse contra el Ejecutivo si éste lo somete a la privación de bienes básicos y los cauces legales y políticos no sirven de nada para que esta situación cambie? En tiempos de bonanza, los actos de desobediencia civil se percibían como gestos residuales o expresiones exageradas de grupos anti-sistema. Sin embargo, el actual contexto de crisis económica trastoca la imagen que la sociedad civil tiene de ella misma en relación con el Estado, rearmando su sensibilidad política. A esto hay que añadir que la ciudadanía se siente desprotegida por instituciones y partidos políticos, a los que percibe como meros sostenedores del orden establecido. No es extraño que este estado emocional colectivo sea un campo abonado tanto para populismos y extremismos excluyentes, como para la aparición de un nuevo modelo de activismo ciudadano, protagonizado por una clase media venida a menos, obligada a cuestionarse sus propios valores y a desempolvar su apatía política.

Decía Thoreau, padre del concepto de desobediencia civil: «Creo que deberíamos ser hombres primero y ciudadanos después. Lo deseable no es cultivar el respeto por la ley, sino por la justicia. La única obligación que tengo derecho a asumir es la de hacer en cada momento lo que crea justo.»

Ramón Besonías Román 

Concertación educativa e ideología



Una de las lacras más resistentes del imaginario socialista es el atávico maniqueísmo, inoculado a lo largo del pasado siglo, según el cual la política viene a ser una lucha sin cuartel contra las fuerzas del mal, representadas con persistente virulencia en la ideología del Partido Popular, heredero, según muchos, del espíritu del antiguo régimen autoritario de Franco y expresión máxima del involucionismo social. El PSOE ha contribuido -y sigue haciéndolo- de manera singular y autoconsciente a reforzar este cainismo, a la espera de que con ello consiga el afecto de su feligresía en las urnas. Obviaré adrede en este artículo la parte de responsabilidad que igualmente recae sobre los conservadores españoles en alimentar esta actitud de desprecio a las ideas ajenas. Me interesa recalcar cómo el pensamiento de izquierdas ha provocado en gran medida la perpetuación de  esta vieja forma de hacer política. De hecho, el movimiento ciudadano de los indignados ha demandado con insistencia la eliminación de este maniqueísmo político, en pos de un nuevo modelo más real y eficaz de acercar la actividad política a las demandas acuciantes de la sociedad española, sin necesidad del recurso cansino al pugilismo y a la instrumentalización política de la vida social. Los viejos esquemas mentales, binomios conceptuales, dialécticas reduccionistas que sirvieron durante el siglo pasado a fidelizar al electorado de izquierdas, hoy comienzan a perder su potencial medicinal. La ideología de izquierda no ha sabido, como sí lo ha hecho en las últimas décadas el conservadurismo, adaptar su discurso a una nueva narrativa, que refleje las nuevas necesidades del electorado. Me refiero, por supuesto, a la fidelización de voto y la pregnancia ideológica, no a la implementación de políticas sociales, terreno en el que el socialismo ha contribuido de manera decisiva a la modernización del país. En el seno del partido, aún persiste un discurso autocomplaciente, cargado de hagiografías y panegíricos, más propio del discurso dialéctico que alimentó la ideología socialista durante el siglo XIX que de un pensamiento moderno y progresista.

Esta inercia se revela de manera explícita en no pocas ocasiones en las que los socialistas creemos estar defendiendo valores superiores, justificados por el solo hecho de sentirlos como nuestros. Me ceñiré a un asunto que colea desde hace unos años en nuestro imaginario, generando en torno suyo una retórica falaz y maximalista que recurre a emociones populares como sustrato de su argumentación: la concertación de la enseñanza. El solo hecho de citar el tema suscita ya de por sí en algunos socialistas un caudal incontenible de pasiones que rubrican sin mediar análisis la defensa de una variada ensalada de apriorismos, frases hechas y prejuicios. No son pocos los que en defensa de una política progresista azuzan al respetable con la idea de que la concertación educativa es aprovechada por el Maligno para imponer en España una vuelva a la confesionalidad y los valores tradicionales. Así, cada vez que se publica una noticia en la que se anuncia una inyección presupuestaria a la escuela concertada, una jauría hambrienta afila sus garras, arguyendo un ataque indiscriminado contra la calidad de la enseñanza pública. 

No debemos obviar que las ideas que el conservadurismo del Partido Popular defiende en torno a la cuestión sobre cuál debe ser el mejor modelo de enseñanza en España presentan claras diferencias respecto a las defendidas por el PSOE. Ambos discursos se sostienen en parte por un legado ideológico, una tradición histórica como partidos políticos y la necesaria fidelización del aprecio del sector de la población que supuestamente sintoniza con su pensamiento social. La educación es un asunto que con facilidad ha sido aprovechado por ambas fuerzas políticas con el fin de instrumentalizar el debate social, radicalizándolo hasta extremos sonrojantes. Ambos creen poseer en este y otros temas la verdad absoluta. Y la ciudadanía acaba percibiendo esta actitud como una forma soterrada de autoritarismo y afán de diseñar España a imagen y semejanza de una maqueta preconcebida, a mayor gloria de una determinada ideología. La ciudadanía demanda en asuntos vitales como educación, sanidad y empleo un acuerdo nacional, un pacto de no agresión, de búsqueda del consenso como horizonte final. A fin de cuentas, el soberano reclama zanjar de una vez por todas nuestras cuentas con el pasado y ejercer un nuevo modelo de hacer política, más conciliador y eficaz. ¿Una utopía?

Pero volvamos al asunto de la concertación educativa. A grosso modo, la concertación es un servicio privado que satisface los intereses del Estado. Los centros privados se acogen al concierto para asegurar la sostenibilidad económica de su servicio y satisfacer el derecho  de elección de centro. Por su parte, el Estado utiliza el concierto como una estrategia de ahorro; la concertación permite reducir el presupuesto en educación. En muchos casos, resulta más caro abrir y sostener un centro público nuevo que mantener la concertación de los centros privados. En caso contrario, debiera reajustarse la concertación en beneficio de la enseñanza pública. Pero claro, para saber si un centro concertado es rentable o no, debe hacerse un estudio previo, despolitizado, que justifique la medida. Esto es precisamente lo que no sucede ni se le asegura a la ciudadanía: la total desinstrumentalización política de la gestión educativa. No existe voluntad por arbitrar un modelo educativo que tenga como principal objetivo asegurar el derecho a la educación bajo principios de equidad y respeto a las diferencias.

La función principal de cualquier partido político, esté en el gobierno o en la oposición, debiera ser que se asegure una educación de calidad tanto a los ciudadanos que estudian en escuelas públicas como en aquellos que lo hacen en las concertadas. La concertación no anula los derechos constitucionales de los alumnos y sus padres; al contrario, obliga al Estado a asegurar que esos centros ofrecen una enseñanza igualmente digna y sostenible. La escuela concertada no es enemiga de la pública, sino una ampliación de la misma. Si el Estado puede en determinados lugares ofrecer una enseñanza pública de calidad a un núcleo de población, es evidente que la concertación debiera eliminarse, dejando a ese centro una total autonomía de gestión y sostenimiento económico. Sin embargo, si la concertación resulta rentable, ¿por qué eliminarla? En el actual contexto de crisis, es difícil pensar que la concertación educativa se vea reducida, salvo excepciones evidentes. Pero en tiempos de bonanza, el concierto no tiene sentido. Si el Estado puede sostener presupuestariamente una educación pública de calidad, es absurdo mantener la concertación. Aquellos padres que por razones de religión u otros motivos opten por llevar a sus hijos a colegios privados, pueden hacerlo, pero deben ser ellos mismos quienes asuman el coste económico.

El objetivo no es discriminar entre concertada y pública, sino arbitrar un equilibrio presupuestario que asegure una educación de calidad para todos. Una política honesta y democrática debe rechazar cualquier discurso político que se base en acusaciones maximalistas, del tipo ¡Quieren acabar con la escuela pública!, y centrarnos en los hechos, en el sentido común. 

Ramón Besonías Román
la mirada perpleja © 2014